¿Dónde amor?
María A Colunga
Olivera
Un chin en
aquellos halones de trenza de Abelito y en el salpicar de sus piedritas a mis
espaldas, cuando éramos novios en primer grado sin yo saberlo.
Dulcísimo y
tibio, hundido en la masa de los pudines de abuela Sahara, esperando mi alegría golosa cada fin de
semana, como un rito.
A pulso en la
magia de esas jabas con que mi madre iba a verme cada miércoles y domingo a la
beca del pre.
Sin poses, en el
acto sencillo de juntar la comida de todas en una misma taquilla (la de Lore o
la de Reglín) y compartir el botín a partes iguales hasta el día de la oncena
que durara.
Visceral, único,
luminoso, el día en que cargué por vez primera a la hermana-hija que mi madre
me parió a mis diecisiete y descubrí, sin duda alguna, que era el ser más
hermoso del universo.
Apretado en el
último abrazo a Sary en la terminal de Santiago por donde me voló lejos hace ya
tres años demasiado largos; y luego en cada coma de un correo electrónico, en
cada segundo suicida de las llamadas telefónicas, en cada día de sentarse otra vez a la mesa y
dejar su silla frente a la computadora, para que no nos arañe tanto la
ausencia.
Callado y
sólido, casi como una roca, en las manos y los hombros y los oídos siempre
prestos de mis amigos (Yuri, Grey, Luisen, Sam, Gelsinki, Kenita…), con su estar siempre allí para lo bueno, y
sobre todo para lo malo.
Pleno de
orgullo, hondo y feliz, cuando salen bien las cuartillas y cuando más que bien
salen útiles. Sobre todo si alguien en la calle te para y te dice: “me gustó
este trabajo suyo, periodista”.
Ingenuo y
súbito, como explosión de serpentinas, cuando Clau y Manu me regalaron mi
nombre-apodo garabateado en un papelito, para que viera que ya saben escribir
la “te” y la “ene”; y para que entendiera algo así como que me quieren mucho.
Jovial y
furtivo, cada mañana, en los buenos días de la vecindad, en el borbotear del
café que se comparte a buchitos, en la cháchara breve de esquina y el saberte,
más allá de la sangre, acompañado.
Sencillo y ñoño,
al final del día, cuando la Musa me recibe en casa con sus ojos gatunos fijos
en la puerta, adivinando el sonido de mis pasos mucho antes de que la llave
llegue al cerrojo.
Desnudo y
remoto, como un presagio indescifrable, la madrugada que fuimos todos juntos a
ver amanecer en Valle de la Penitencia y descubrí, al borde de las lágrimas,
que es una suerte estar vivo y acompañado en un mundo tan grande, tan viejo,
tan insólito.
Imperecedero en
esas fotos que me devuelven de golpe todas las sonrisas, en el
aroma del perfume que ahorro para salvar un recuerdo, en los libros con que
aquel muchacho me enamoró.
A cada paso,
debajo o encima o a un costado de las simples cosas, las simples gentes, los
simples momentos. Insospechado, profundo, casual, ignoto, dormido, a gritos,
sereno,… convulsamente así, el amor me pasa.
De su blog https://nubedealivio.wordpress.com
Remitido por Pancho Peláez.
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