Pintura de Víctor Manzano |
Catalina
de Salazar de Palacios,
la
esposa de Cervantes
M. de la Fuente
abc.es
Era un 15 de
diciembre de 1584. El lugar de La Mancha escogido para la boda,
Esquivias, un pueblo toledano de la comarca de La Sagra, muy cercano a Madrid.
Ella, Catalina de Salazar de Palacios, de diecinueve años de edad; él, don Miguel de Cervantes, de 37.
Una boda un tanto extraña para los vecinos de
Esquivias, incluso también para la familia de Catalina, que no veía muy
razonable aquella relación entre un hombre con tanto mundo y batallas, (como la
de Lepanto)
a sus espaldas, y una muchacha que apenas había salido de su pueblo, y que ni
siquiera era una experta en las tareas domésticas. Pero el amor es así.
Cervantes había llegado a Esquivias para
apañar un recado de su viejo amigo el poeta Pedro Laínez, que le había dado la
tarea de que se encomendara de sus versos si una vez moría antes de Cervantes.
Así fue, y el Ilustre Manco, se
personó en el pueblo para entablar relación con Juana Gaitán, propietaria de
los libros de Laínez. Cervantes se puso a la tarea y pronto conoció a Catalina,
pues era vecina de Juana. Parece que el enamoramiento fue mutuo y rápido. Con
sus más y con sus menos duraría más de treinta años, hasta la muerte de don
Miguel. Es más, ambos están enterrados en el mismo lugar, el Convento de las
Trinitarias en Madrid.
Conviene recordar la figura de esta muchacha llamada Catalina que
llegó a convertirse en una gran señora en Los
Madriles, Doña Catalina de Salazar de Palacios.
Pese a su edad y el lugar sencillo de su
nacimiento, Catalina tenía una buena educación, pues su tío el párroco se había
ocupado de ello. Así como no era ducha para las tareas de la costura, el
bordado y el remiendo sí que lo había sido para aprender a leer y escribir, algo realmente infrecuente
en una mujer de su condición. Ello, sin duda, influiría notablemente, en
su forma de ser y en su carácter, el de una mujer de fuerte personalidad, amiga
de tomar sus propias decisiones.
Para seguir su rastro, lo mejor es atender las
sabias descripciones realizadas por Segismundo
Luengo en su fantástica biografía:”Catalina de Esquivias: memorias de la
mujer de Cervantes”.
Cuenta Luengo que «Catalina sobresalía en las
enseñanzas que le procuraba su tío, sacerdote, tanto en el aprendizaje del
latín como en lo que tocaba a la moral. Mas el carácter de Catalina, nada
sumiso y siempre alejado de cualquier afectación melindrosa, la convirtió en
toda una mujer. Las campesinas de los siglos XVI y XVII, en una aplastante
mayoría analfabetas, precisamente por esa oscuridad que sepultaba su inteligencia,
estaban condenadas a un sometimiento atroz».
Como se ha dicho, Catalina no era así, como
subraya su biógrafo: «Su interpretación de la moral era sumamente liberal,
increíble para aquella época. Alguien le dirá: “Y a la verdad [refiriéndose a
los estudios que le diera el clérigo], le salió alumna aventajada por el
desenfado con que se expresa. Ya se ve que no es usted mujer que se encoja, y
menos en lo que corresponde a las intimidades carnales con su marido. Si no
entendiera que fue pura al matrimonio y que todo lo hacía por quedarse encinta
y pedir hijos para Dios, creería que estaban ante una hembra fácil al pecado de
la lujuria».
Aquel posible interlocutor sin duda exageraba
pues el que sí se alejaba a menudo del hogar era el propio Cervantes: que si
ahora Sevilla, que si ahora Valladolid, que si ahora Sevilla...
Durante el noviazgo,
Catalina había quedado embelesada con aquel viejo soldado y,
sobre todo, con su conversación cuando contaba el relato de su vida en Nápoles,
sus momentos más difíciles en Lepanto, los sucesos más tristes de su cautiverio
en Argel, y vio sabiduría en todo cuanto hablaba. De ahí nació su deseo
vehemente de conocer tantas cosas como ignoraba. «Ella discurría acerca de su
niñez -explica Luengo-, y en la atención que ponía Miguel a lo que ella
consideraba banalidades para un espíritu tan cultivado como el de su amado,
prendía ahora una llama de amor muy sutil, pero ya imposible de borrar».
En otra cosa muy importante el matrimonio
también estaba de acuerdo: su odio y
aversión hacia Lope de Vega, que llegó a cortejarla y que, con su labia
habitual había llamado cornudo en soneto a Don Miguel
La esposa legítima de Cervantes, ya instalada
en la Corte, vivió de forma bastante diferente a como lo hacía en Esquivias:
«Ha de enfrentarse a sucesos atroces, tan dramáticos como la declaración de la
peste en Madrid, tiempo en que trabajó ayudando a los apestados; oye, aterrada,
la narración de un niño al que obligaron a colgar, descuartizados, los
cadáveres de los ajusticiados en la cárcel, en los dinteles de las puertas de
la ciudad como muestra de una justicia ejemplar».
También se entera de que Don Miguel tenía una hija ilegítima
con Ana Franca, una tabernera. De sus andanzas por Europa, el hijo del que
hablaban los que habían estado con él en las guerras de Italia, el escritor
dejó bien claro a Catalina que «todo fueron habladurías y no hubo nada y que no
eran más que apuntes en sus cuadernos, obra de su imaginación para componer sus
novelas. Y que de nada de esto le había hablado, no por ocultárselo, sino
porque ninguna cosa era verdad».
Entre tanto, Cervantes fue uno de los hombres
encargados de proveer a la Armada
Invencible y marchó a Andalucía. Luego contaría la propia Catalina: «No
sabría decir si los siete años que estuvimos separados no fueron de un amor más
intenso que el de aquellos 28 meses juntos, porque ni un solo día pude
olvidarme de la pasión que nos abrazaba, hoy un doloroso deleite metido en el
alma».
Cuando murió
Cervantes, el 23 de abril de 1616, Catalina de Salazar
decidió profesar en la Venerable Orden Tercera, la de los Trinitarios, y pidió
que una vez muerta, fuera enterrada en el mismo lugar que su marido, en el
céntrico convento que la Orden tenía en Madrid. Corría el año de 1626.
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