26 de marzo de 2015

Catalina de Salazar, la esposa de Miguel de Cervantes


Pintura de Víctor Manzano
 
Catalina de Salazar de Palacios,
la esposa de Cervantes
M. de la Fuente
abc.es

Era un 15 de diciembre de 1584. El lugar de La Mancha escogido para la boda, Esquivias, un pueblo toledano de la comarca de La Sagra, muy cercano a Madrid. Ella, Catalina de Salazar de Palacios, de diecinueve años de edad; él, don Miguel de Cervantes, de 37.  

Una boda un tanto extraña para los vecinos de Esquivias, incluso también para la familia de Catalina, que no veía muy razonable aquella relación entre un hombre con tanto mundo y batallas, (como la de Lepanto) a sus espaldas, y una muchacha que apenas había salido de su pueblo, y que ni siquiera era una experta en las tareas domésticas. Pero el amor es así.

Cervantes había llegado a Esquivias para apañar un recado de su viejo amigo el poeta Pedro Laínez, que le había dado la tarea de que se encomendara de sus versos si una vez moría antes de Cervantes. Así fue, y el Ilustre Manco, se personó en el pueblo para entablar relación con Juana Gaitán, propietaria de los libros de Laínez. Cervantes se puso a la tarea y pronto conoció a Catalina, pues era vecina de Juana. Parece que el enamoramiento fue mutuo y rápido. Con sus más y con sus menos duraría más de treinta años, hasta la muerte de don Miguel. Es más, ambos están enterrados en el mismo lugar, el Convento de las Trinitarias en Madrid.

Conviene recordar la figura de esta muchacha llamada Catalina que llegó a convertirse en una gran señora en Los Madriles, Doña Catalina de Salazar de Palacios.

Pese a su edad y el lugar sencillo de su nacimiento, Catalina tenía una buena educación, pues su tío el párroco se había ocupado de ello. Así como no era ducha para las tareas de la costura, el bordado y el remiendo sí que lo había sido para aprender a leer y escribir, algo realmente infrecuente en una mujer de su condición. Ello, sin duda, influiría notablemente, en su forma de ser y en su carácter, el de una mujer de fuerte personalidad, amiga de tomar sus propias decisiones.

Para seguir su rastro, lo mejor es atender las sabias descripciones realizadas por Segismundo Luengo en su fantástica biografía:”Catalina de Esquivias: memorias de la mujer de Cervantes”.  

Cuenta Luengo que «Catalina sobresalía en las enseñanzas que le procuraba su tío, sacerdote, tanto en el aprendizaje del latín como en lo que tocaba a la moral. Mas el carácter de Catalina, nada sumiso y siempre alejado de cualquier afectación melindrosa, la convirtió en toda una mujer. Las campesinas de los siglos XVI y XVII, en una aplastante mayoría analfabetas, precisamente por esa oscuridad que sepultaba su inteligencia, estaban condenadas a un sometimiento atroz».

Como se ha dicho, Catalina no era así, como subraya su biógrafo: «Su interpretación de la moral era sumamente liberal, increíble para aquella época. Alguien le dirá: “Y a la verdad [refiriéndose a los estudios que le diera el clérigo], le salió alumna aventajada por el desenfado con que se expresa. Ya se ve que no es usted mujer que se encoja, y menos en lo que corresponde a las intimidades carnales con su marido. Si no entendiera que fue pura al matrimonio y que todo lo hacía por quedarse encinta y pedir hijos para Dios, creería que estaban ante una hembra fácil al pecado de la lujuria».

Aquel posible interlocutor sin duda exageraba pues el que sí se alejaba a menudo del hogar era el propio Cervantes: que si ahora Sevilla, que si ahora Valladolid, que si ahora Sevilla...

Durante el noviazgo, Catalina había quedado embelesada con aquel viejo soldado y, sobre todo, con su conversación cuando contaba el relato de su vida en Nápoles, sus momentos más difíciles en Lepanto, los sucesos más tristes de su cautiverio en Argel, y vio sabiduría en todo cuanto hablaba. De ahí nació su deseo vehemente de conocer tantas cosas como ignoraba. «Ella discurría acerca de su niñez -explica Luengo-, y en la atención que ponía Miguel a lo que ella consideraba banalidades para un espíritu tan cultivado como el de su amado, prendía ahora una llama de amor muy sutil, pero ya imposible de borrar».

En otra cosa muy importante el matrimonio también estaba de acuerdo: su odio y aversión hacia Lope de Vega, que llegó a cortejarla y que, con su labia habitual había llamado cornudo en soneto a Don Miguel

La esposa legítima de Cervantes, ya instalada en la Corte, vivió de forma bastante diferente a como lo hacía en Esquivias: «Ha de enfrentarse a sucesos atroces, tan dramáticos como la declaración de la peste en Madrid, tiempo en que trabajó ayudando a los apestados; oye, aterrada, la narración de un niño al que obligaron a colgar, descuartizados, los cadáveres de los ajusticiados en la cárcel, en los dinteles de las puertas de la ciudad como muestra de una justicia ejemplar».

También se entera de que Don Miguel tenía una hija ilegítima con Ana Franca, una tabernera. De sus andanzas por Europa, el hijo del que hablaban los que habían estado con él en las guerras de Italia, el escritor dejó bien claro a Catalina que «todo fueron habladurías y no hubo nada y que no eran más que apuntes en sus cuadernos, obra de su imaginación para componer sus novelas. Y que de nada de esto le había hablado, no por ocultárselo, sino porque ninguna cosa era verdad».

Entre tanto, Cervantes fue uno de los hombres encargados de proveer a la Armada Invencible y marchó a Andalucía. Luego contaría la propia Catalina: «No sabría decir si los siete años que estuvimos separados no fueron de un amor más intenso que el de aquellos 28 meses juntos, porque ni un solo día pude olvidarme de la pasión que nos abrazaba, hoy un doloroso deleite metido en el alma».

Cuando murió Cervantes, el 23 de abril de 1616, Catalina de Salazar decidió profesar en la Venerable Orden Tercera, la de los Trinitarios, y pidió que una vez muerta, fuera enterrada en el mismo lugar que su marido, en el céntrico convento que la Orden tenía en Madrid. Corría el año de 1626.

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