25 de julio de 2014

Señor Santiago...



Señor Santiago…

Como tú, también yo de vez en cuando
me encuentro arreglando las redes
de mi vida a las orillas de mi existencia.
¿Arreglando…o desarreglando?
¡No lo sé!
 
Sólo sé que, de cuando en vez,
siento una voz que me dice:
¿Qué haces? ¿Por qué te afanas tanto?
¿Cuánto has pescado hoy?
¿Qué has hecho hoy con tu vida?
Miro hacia arriba y, así como tú viste algo,
no siempre yo veo nada claro.
 
Me falta tu impetuosidad
y me sobra cobardía para, 
mirando hacia delante,
saber que hay un Señor 
que una y otra vez me dice:
¡Ven y sígueme! Pero ¿sabes?
Siempre respondo lo mismo:
 
¿A dónde seguirte? ¿Para qué? 
¿Por qué yo?
Y es que, Señor Santiago,
siempre pienso que eso de 
“ven y sígueme”
es para la gente cualificada
para las personas solitarias
para aquellos que son 
un poco especiales.
Y en el fondo, bien lo sabe Dios,
es miedo a mostrarme como lo que soy.
 
Digo ser cristiano, 
y me cuesta demostrarlo.
Presumo de ser bautizado,
 y a duras penas me mantengo.
Pretendo seguir a Cristo y, 
a cualquier distracción,
Prefiero quedarme parado 
en cualquier esquina.
¡Si, Señor Santiago!
 
Hoy, permíteme que te dé las gracias 
por tu gran regalo.
Por poner, en nuestra tierra, 
la primer piedra
de ese gran edificio espiritual 
de Jesús de Nazaret.
Déjame darte las gracias por tu valentía,
incluso por haber creído 
de tal manera en Cristo
que te permitiste el lujo 
de pedir un puesto privilegiado
al lado del Padre Dios.
 
Déjame, en esta tu fiesta,
sonrojarme ante la grandeza de tu fe
en comparación con la débil mía:
tú, fiel hasta dar la vida por Cristo,
yo, fiel siempre y cuando 
no me exijan tanto.
 
Déjame, Señor Santiago,
darte las gracias por habernos dejado
tu encuentro con la Virgen María.
Ella, como hace tantos siglos,
sigue estando presente y ayudando
a todo aquel, a todos aquellos
que se ponen en camino
para llevar la Buena Noticia
por todos los rincones del mundo.
¡Gracias! ¡Gracias, Señor Santiago!

Javier Leoz

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