Señor Santiago…
Como tú, también yo de vez en cuando
me encuentro arreglando las redes
de mi vida a las orillas de mi
existencia.
¿Arreglando…o desarreglando?
¡No lo sé!
Sólo sé que, de cuando en vez,
siento una voz que me dice:
¿Qué haces? ¿Por qué te afanas tanto?
¿Cuánto has pescado hoy?
¿Qué has hecho hoy con tu vida?
Miro hacia arriba y, así como tú
viste algo,
no siempre yo veo nada claro.
Me falta tu impetuosidad
y me sobra cobardía para,
mirando
hacia delante,
saber que hay un Señor
que una y otra
vez me dice:
¡Ven y sígueme! Pero ¿sabes?
Siempre respondo lo mismo:
¿A dónde seguirte? ¿Para qué?
¿Por qué
yo?
Y es que, Señor Santiago,
siempre pienso que eso de
“ven y
sígueme”
es para la gente cualificada
para las personas solitarias
para aquellos que son
un poco
especiales.
Y en el fondo, bien lo sabe Dios,
es miedo a mostrarme como lo que soy.
Digo ser cristiano,
y me cuesta
demostrarlo.
Presumo de ser bautizado,
y a duras
penas me mantengo.
Pretendo seguir a Cristo y,
a cualquier
distracción,
Prefiero quedarme parado
en cualquier
esquina.
¡Si, Señor Santiago!
Hoy, permíteme que te dé las gracias
por tu gran regalo.
Por poner, en nuestra tierra,
la
primer piedra
de ese gran edificio espiritual
de
Jesús de Nazaret.
Déjame darte las gracias por tu
valentía,
incluso por haber creído
de tal manera en Cristo
que te permitiste el lujo
de pedir un
puesto privilegiado
al lado del Padre Dios.
Déjame, en esta tu fiesta,
sonrojarme ante la grandeza de tu fe
en comparación con la débil mía:
tú, fiel hasta dar la vida por Cristo,
yo, fiel siempre y cuando
no me exijan
tanto.
Déjame, Señor Santiago,
darte las gracias por habernos dejado
tu encuentro con la Virgen María.
Ella, como hace tantos siglos,
sigue estando presente y ayudando
a todo aquel, a todos aquellos
que se ponen en camino
para llevar la Buena Noticia
por todos los rincones del mundo.
¡Gracias! ¡Gracias, Señor Santiago!
Javier Leoz
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