15 de abril de 2014

El anillo del Obispo cubano




EL ANILLO
DEL OBISPO CUBANO


Por Daniel Shoer Roth

Hace dos años, Monseñor Agustín Román limitó su cena a un puñado de uvas gentilmente desprendidas de un delicioso racimo. Urgido por el Padre Fabio Arango a alimentarse mejor, respondió que sentía desazón. Como acostumbraba, con diligencia ayudó a su compañero a lavar y secar la vajilla de la casa sacerdotal. Era hora de dirigirse a dar la catequesis nocturna que, con apostólico fervor, impartía en la Ermita de la Caridad desde 1968. Por primera vez no llegó.

Sujeto de la mano de Jesús, el Obispo se marchó hacia la casa del Padre. Murió con la cruz del pectoral sobre su corazón enfermo y el anillo episcopal grabado con la silueta del manto protector de la Virgen de la Caridad del Cobre.

Campesino en origen y espíritu, mantuvo el estilo de vida frugal y humilde que experimentó en su juventud en un bohío sin electricidad ni agua corriente en una finca arrendada por su afanoso padre Rosendo. Vivió “solamente con lo necesario”, recordaba. Pero entre sus escasas pertenencias, atesoraba con celo el anillo episcopal del que fuera su obispo en Cuba, Monseñor Alberto Martín Villaverde, quien lo consagró al ministerio del servicio a la Iglesia.

La crónica del anillo de oro con una piedra semipreciosa azul –mudo y solitario testigo de incalculables bendiciones impartidas por Monseñor Martín–, el envío clandestino de la joya a Miami a través de canales diplomáticos y eventual traspaso a la custodia del Obispo Román conforma un capítulo inédito en la prodigiosa historia del padre espiritual del exilio cubano.

Los dos anillos episcopales, juntos, encadenan a la Iglesia cubana separada por un largo exilio. El Padre Román es heredero del valeroso episcopado cubano de la época pre-revolucionaria y alma de la misión patriótica, cultural y espiritual de velar por el rebaño cubano esparcido por todo del orbe. Como tributo al segundo aniversario de su partida al “segundo piso”, comparto con los lectores este episodio, testimonio que a todas luces fluye en un torrente de humildad.

“Monseñor Martín fue mi padre espiritual”, me comentó el Padre Román en grabaciones exclusivas para la elaboración de su biografía semanas previas a su muerte –sus últimas palabras, como afirman algunos de sus fieles. “Tuvo mucha influencia en mi vida espiritual, primero por su visión –tenía una visión muy preciosa de la realidad–, y me orientaba muy bien, con un gran respeto”.
Su faro luminoso
Con apenas 33 años, Monseñor Alberto Martín fue el obispo más joven de las Américas en su tiempo. Su sentido de la pobreza lo manifestó cuando recién investido en su Diócesis de Matanzas regaló el automóvil del obispado a un vecino para usarlo como taxi. En su cotidiano vivir no llevaba los símbolos distintivos que muestran la dignidad de los obispos. Únicamente el anillo, el cual solía acariciar al hablar.

Fundó un seminario en Colón que dio cabida a “vocaciones tardías” como la de un guajiro de las filas de la Acción Católica llamado Agustín Aleido. Es el Obispo quien personalmente le abrió la puerta del obispado y lo incentivó a continuar sus estudios de Teología en el frío Montreal, abrigado por la Sociedad de Misiones Extranjeras de Quebec. En el verano de 1959, regresó a Cuba en aras de recibir el sacramento del Orden Sagrado. Con el anillo puesto, el Obispo realizó la imposición de manos. La ilusión del Padre Román se cristaliza.

Monseñor Felipe Estévez, Obispo de la Diócesis de San Agustín, Florida, y ordenado para la Diócesis de Matanzas, comentó que Monseñor Román admiraba a su Obispo por su liderazgo en la renovación de la Iglesia, el impulso a la educación católica y la atracción de vocaciones juveniles.

“Monseñor Martín buscaba iniciar equipos sacerdotales que compartieran sus dones y vivieran juntos para la oración en común y el apoyo mutuo, y así fue la primera vivencia del Padre Román”, me explicó Estévez. “También Monseñor Martín quería impartir la catequesis de una forma atractiva y dinámica adaptada a la edad del oyente”.

En el ámbito político, Monseñor Martín intuyó rápidamente las amenazas que el nuevo régimen comunista suscitaba en la nación cubana y fue una de las voces eclesiales más vigorosas en denunciar el abuso de poder y engaño político de los revolucionarios. Tuvo a su cargo el discurso de clausura de uno de los mayores acontecimientos católicos en la historia de Cuba: el Congreso Nacional Católico –un grito de fe voceado en La Habana por un millón de personas contra la ideología del gobierno que pretendía arrancar del pueblo el concepto de Dios.

Al año siguiente, la muerte lo sorprendió temprano. Su cuerpo se expuso en la Catedral de San Carlos de Matanzas y sus dos hermanas –que residían en una casa en los predios del obispado– notaron que las manos del difunto se estaban ensanchando. Luego sería imposible retirar el anillo. Consultaron con miembros de la familia y sacerdotes, quienes acordaron sustraerlo. El símbolo del desposorio del Obispo con la Iglesia será resguardado por ellas.

Salvar el anillo
Una punzante campaña antirreligiosa nacional en Cuba estaba en sus albores. Templos, conventos y colegios católicos fueron allanados, ocupados y profanados. Enviados del gobierno jugueteaban con ornamentos litúrgicos e incluso los robaban. Las hermanas Martín Villaverde temían por el destino del sagrado anillo.

Para entonces, el Vicario capitular de Matanzas, Monseñor Manuel Trabadelo, se sumaba al éxodo del clero –pastores que en un santiamén perdieron sus parroquias, su fértil labor evangelizadora y la calidez humana de sus feligreses– a la entonces Diócesis de Miami, donde el Obispo Coleman Carroll lo designó a la parroquia St. Patrick en Miami Beach.

Al igual que la venerada imagen de la Virgen de la Caridad acogida en Miami después de una travesía secreta desde la parroquia de Guanabo, en la década de 1960 las hermanas remitieron, a través de una sede diplomática, el anillo a Monseñor Trabadelo para ser resguardado en su iglesia. Transcurrieron los años y en 1979 aquel seminarista –conocido por su segundo nombre: Aleido– que recibió el amor de su Obispo por su caridad fraterna y servicio a los humildes, fue nombrado por el Papa Juan Pablo II Obispo auxiliar de la Arquidiócesis de Miami, convirtiéndose en el primer obispo cubano de la Iglesia Católica en Estados Unidos.

Monseñor Trabadelo llegó a la conclusión de que el heredero natural del anillo debía ser el discípulo de su dueño quien, como él, ascendió a uno de los más altos rangos de la jerarquía de la Iglesia y, no obstante, ambos mantuvieron la sencillez, pobreza e iniciativas pastorales pregonando el evangelio social –un modelo de sacerdote que el Papa Francisco propone hoy para toda la Iglesia–.

Precisamente por su humildad y respeto al maestro que le proporcionó la formación religiosa, Monseñor Román prefirió no usar la reliquia. ¿Cómo iba a hacerlo, si consideraba a Monseñor Martín un santo sabio? Además, una joya no reflejaba su persona. El suyo es un anillo de plata (ni siquiera dorada) sencillo, austero y fácil de llevar, con un único elemento: la Virgen de la Caridad, tan arraigada en el alma cubana que es símbolo de la nacionalidad. Con su signo de alianza con su Iglesia, el Padre Román también compartió el espíritu de los mambises durante las guerras por la independencia de Cuba.

La herencia derrocha simbolismo. La conducta episcopal de Monseñor Román fielmente siguió las líneas de evangelización, desprendimiento de los valores materiales y patriotismo de la Iglesia cubana pre-revolucionaria. Al igual que los obispos de aquellos tiempos, que se mantuvieron en lucha contra la filosofía atea del gobierno de Castro, el Obispo Román nunca se plegó a la idea de visitar una Cuba dominada y avasallada –ni siquiera en ocasión de la presencia pastoral de dos Sumos Pontífices–.

Con la mirada puesta en el sol de su querida Diócesis de la cual fue separado a golpe de ametralladora, dejó junto al anillo, de su puño y letra, un deseo por escrito: “Este anillo fue de Monseñor Alberto Martín Villaverde el día que yo muera enviárselo a la Diócesis de Matanzas”. En su corazón, era el lugar para atesorar la santa reliquia.

Reproducido de El Nuevo Herald, Miami

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