EL ANILLO
DEL OBISPO CUBANO
Por Daniel Shoer Roth
Hace
dos años, Monseñor Agustín Román limitó su cena a un puñado de uvas gentilmente
desprendidas de un delicioso racimo. Urgido por el Padre Fabio Arango a
alimentarse mejor, respondió que sentía desazón. Como acostumbraba, con
diligencia ayudó a su compañero a lavar y secar la vajilla de la casa
sacerdotal. Era hora de dirigirse a dar la catequesis nocturna que, con
apostólico fervor, impartía en la Ermita de la Caridad desde 1968. Por primera
vez no llegó.
Sujeto
de la mano de Jesús, el Obispo se marchó hacia la casa del Padre. Murió con la
cruz del pectoral sobre su corazón enfermo y el anillo episcopal grabado con la
silueta del manto protector de la Virgen de la Caridad del Cobre.
Campesino
en origen y espíritu, mantuvo el estilo de vida frugal y humilde que
experimentó en su juventud en un bohío sin electricidad ni agua corriente en
una finca arrendada por su afanoso padre Rosendo. Vivió “solamente con lo
necesario”, recordaba. Pero entre sus escasas pertenencias, atesoraba con celo
el anillo episcopal del que fuera su obispo en Cuba, Monseñor Alberto Martín
Villaverde, quien lo consagró al ministerio del servicio a la Iglesia.
La
crónica del anillo de oro con una piedra semipreciosa azul –mudo y solitario
testigo de incalculables bendiciones impartidas por Monseñor Martín–, el envío
clandestino de la joya a Miami a través de canales diplomáticos y eventual
traspaso a la custodia del Obispo Román conforma un capítulo inédito en la
prodigiosa historia del padre espiritual del exilio cubano.
Los dos
anillos episcopales, juntos, encadenan a la Iglesia cubana separada por un
largo exilio. El Padre Román es heredero del valeroso episcopado cubano de la
época pre-revolucionaria y alma de la misión patriótica, cultural y espiritual
de velar por el rebaño cubano esparcido por todo del orbe. Como tributo al
segundo aniversario de su partida al “segundo piso”, comparto con los lectores
este episodio, testimonio que a todas luces fluye en un torrente de humildad.
“Monseñor
Martín fue mi padre espiritual”, me comentó el Padre Román en grabaciones
exclusivas para la elaboración de su biografía semanas previas a su muerte –sus
últimas palabras, como afirman algunos de sus fieles. “Tuvo mucha influencia en
mi vida espiritual, primero por su visión –tenía una visión muy preciosa de la
realidad–, y me orientaba muy bien, con un gran respeto”.
Su faro
luminoso
Con
apenas 33 años, Monseñor Alberto Martín fue el obispo más joven de las Américas
en su tiempo. Su sentido de la pobreza lo manifestó cuando recién investido en
su Diócesis de Matanzas regaló el automóvil del obispado a un vecino para
usarlo como taxi. En su cotidiano vivir no llevaba los símbolos distintivos que
muestran la dignidad de los obispos. Únicamente el anillo, el cual solía
acariciar al hablar.
Fundó
un seminario en Colón que dio cabida a “vocaciones tardías” como la de un
guajiro de las filas de la Acción Católica llamado Agustín Aleido. Es el Obispo
quien personalmente le abrió la puerta del obispado y lo incentivó a continuar
sus estudios de Teología en el frío Montreal, abrigado por la Sociedad de
Misiones Extranjeras de Quebec. En el verano de 1959, regresó a Cuba en aras de
recibir el sacramento del Orden Sagrado. Con el anillo puesto, el Obispo
realizó la imposición de manos. La ilusión del Padre Román se cristaliza.
Monseñor
Felipe Estévez, Obispo de la Diócesis de San Agustín, Florida, y ordenado para
la Diócesis de Matanzas, comentó que Monseñor Román admiraba a su Obispo por su
liderazgo en la renovación de la Iglesia, el impulso a la educación católica y
la atracción de vocaciones juveniles.
“Monseñor
Martín buscaba iniciar equipos sacerdotales que compartieran sus dones y
vivieran juntos para la oración en común y el apoyo mutuo, y así fue la primera
vivencia del Padre Román”, me explicó Estévez. “También Monseñor Martín quería
impartir la catequesis de una forma atractiva y dinámica adaptada a la edad del
oyente”.
En el
ámbito político, Monseñor Martín intuyó rápidamente las amenazas que el nuevo
régimen comunista suscitaba en la nación cubana y fue una de las voces
eclesiales más vigorosas en denunciar el abuso de poder y engaño político de
los revolucionarios. Tuvo a su cargo el discurso de clausura de uno de los
mayores acontecimientos católicos en la historia de Cuba: el Congreso Nacional
Católico –un grito de fe voceado en La Habana por un millón de personas contra
la ideología del gobierno que pretendía arrancar del pueblo el concepto de
Dios.
Al año
siguiente, la muerte lo sorprendió temprano. Su cuerpo se expuso en la Catedral
de San Carlos de Matanzas y sus dos hermanas –que residían en una casa en los
predios del obispado– notaron que las manos del difunto se estaban ensanchando.
Luego sería imposible retirar el anillo. Consultaron con miembros de la familia
y sacerdotes, quienes acordaron sustraerlo. El símbolo del desposorio del
Obispo con la Iglesia será resguardado por ellas.
Salvar el anillo
Una
punzante campaña antirreligiosa nacional en Cuba estaba en sus albores.
Templos, conventos y colegios católicos fueron allanados, ocupados y profanados.
Enviados del gobierno jugueteaban con ornamentos litúrgicos e incluso los
robaban. Las hermanas Martín Villaverde temían por el destino del sagrado
anillo.
Para
entonces, el Vicario capitular de Matanzas, Monseñor Manuel Trabadelo, se
sumaba al éxodo del clero –pastores que en un santiamén perdieron sus
parroquias, su fértil labor evangelizadora y la calidez humana de sus
feligreses– a la entonces Diócesis de Miami, donde el Obispo Coleman Carroll lo
designó a la parroquia St. Patrick en Miami Beach.
Al
igual que la venerada imagen de la Virgen de la Caridad acogida en Miami
después de una travesía secreta desde la parroquia de Guanabo, en la década de
1960 las hermanas remitieron, a través de una sede diplomática, el anillo a
Monseñor Trabadelo para ser resguardado en su iglesia. Transcurrieron los años
y en 1979 aquel seminarista –conocido por su segundo nombre: Aleido– que
recibió el amor de su Obispo por su caridad fraterna y servicio a los humildes,
fue nombrado por el Papa Juan Pablo II Obispo auxiliar de la Arquidiócesis de
Miami, convirtiéndose en el primer obispo cubano de la Iglesia Católica en
Estados Unidos.
Monseñor
Trabadelo llegó a la conclusión de que el heredero natural del anillo debía ser
el discípulo de su dueño quien, como él, ascendió a uno de los más altos rangos
de la jerarquía de la Iglesia y, no obstante, ambos mantuvieron la sencillez,
pobreza e iniciativas pastorales pregonando el evangelio social –un modelo de
sacerdote que el Papa Francisco propone hoy para toda la Iglesia–.
Precisamente
por su humildad y respeto al maestro que le proporcionó la formación religiosa,
Monseñor Román prefirió no usar la reliquia. ¿Cómo iba a hacerlo, si
consideraba a Monseñor Martín un santo sabio? Además, una joya no reflejaba su
persona. El suyo es un anillo de plata (ni siquiera dorada) sencillo, austero y
fácil de llevar, con un único elemento: la Virgen de la Caridad, tan arraigada
en el alma cubana que es símbolo de la nacionalidad. Con su signo de alianza
con su Iglesia, el Padre Román también compartió el espíritu de los mambises
durante las guerras por la independencia de Cuba.
La
herencia derrocha simbolismo. La conducta episcopal de Monseñor Román fielmente
siguió las líneas de evangelización, desprendimiento de los valores materiales
y patriotismo de la Iglesia cubana pre-revolucionaria. Al igual que los obispos
de aquellos tiempos, que se mantuvieron en lucha contra la filosofía atea del
gobierno de Castro, el Obispo Román nunca se plegó a la idea de visitar una
Cuba dominada y avasallada –ni siquiera en ocasión de la presencia pastoral de
dos Sumos Pontífices–.
Con la
mirada puesta en el sol de su querida Diócesis de la cual fue separado a golpe
de ametralladora, dejó junto al anillo, de su puño y letra, un deseo por
escrito: “Este anillo fue de Monseñor Alberto Martín Villaverde el día que yo
muera enviárselo a la Diócesis de Matanzas”. En su corazón, era el lugar para
atesorar la santa reliquia.
Reproducido de El Nuevo Herald, Miami
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