Valor político
Por José María Carrascal
ABC, Madrid
Con la despedida definitiva de Adolfo Suárez
de este mundo, al que permanecía ajeno hace mucho tiempo, se cumple el triste
aforismo o chascarrillo, llámenle como quieran, de que en España hace falta
morirse para que le reconozcan a uno sus méritos. A Adolfo Suárez van a
llenarle de elogios incluso quienes le pusieron verde, y no como acto de
desagravio, sino por saber que ya no es una amenaza para ellos, dentro o fuera
de su partido. Cuando ya no lo era para nadie. Así las gasta nuestra clase
política.
Lo fue en su día para muchos: los que a la
muerte de Franco no querían que cambiara nada y los que querían cambiarlo todo.
Suárez sabía, como el Rey, que ambas cosas eran igualmente malas, ya que España
se condenaría a quedarse al margen de Europa de continuar como iba, pero se
arriesgaba a estallar como una granada de intentar lo que los españoles
vulgarmente llamamos «dar la vuelta a la tortilla».
Don Juan Carlos, que había
intentando en vano con su primer presidente de Gobierno, Arias Navarro, hallar
un camino intermedio entre ambas posturas, creyó ver en aquel joven con quien
compartía generación, aficiones e inquietudes, más deportivas y políticas que
intelectuales –que no lo eran ninguno de los dos– el timonel para la nueva
travesía que iba a emprender el país. La carta náutica la había trazado un
antiguo profesor del Monarca: Torcuato Fernández-Miranda.
Y así, entre los tres, se hizo la Transición.
Tan simple como eso. Ante los ojos atónitos del todos. Lo que los políticos del
viejo régimen consideraron «un inmenso error» –el nombramiento de Suárez–
resultó el mayor de los éxitos. Conviene advertírselo a las nuevas
generaciones, para las que puede sonar a la guerra de Cuba: España, por una
vez, hizo historia política, no ya nacional, sino universal, al demostrar que
podía pasarse de la dictadura a la democracia sin derramamiento de sangre, algo
que se creía imposible.
Y como tras haberse escalado por primera vez el Everest
o bajado de los cuatro minutos en la milla, el proceso se repitió en las
dictaduras militares hispanoamericanas y, algo después, en los países del Este
liberados de imperio soviético.
Adolfo Suárez fue ni más ni menos que eso: el
hombre apropiado, en el momento oportuno, con las aptitudes necesarias para ese
salto cuántico. Su papel fue efímero, como el de las luciérnagas en una noche
de verano, pero trascendental, ya que nada ni posiblemente nadie hubiera sido
en España lo que es hoy sin él, aunque ha tenido que morirse para que se lo
reconozcan.
Y si es verdad que el papel se lo habían escrito, no menos es
cierto que lo interpretó con brillantez desacostumbrada en nuestra escena
política en las últimas décadas. Su imagen en el Congreso, enfrentándose a su
asaltantes con metralletas, quedará para siempre en la memoria y en la mente
como prueba de que el valor es también una de las principales virtudes
políticas.
Descanse en paz, que merecida se la tiene, al ser lo que buscaba
entre los españoles.
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