15 de enero de 2013

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«¿Se pueden llevar  86 años en un convento de clausura sin ser feliz?»

ITSASO ÁLVAREZ

El mundo de sor Teresita es grande o pequeño, según se mire. Transcurre en un edificio de vastas dimensiones declarado Monumento Nacional en la pintoresca localidad de Buenafuente del Sistal, de 200 habitantes, en Guadalajara (España). 

Su estilo de vida es austero y alejado del ruido, como corresponde a toda monja de clausura. Imposiblemente joven a sus 105 años, su avanzada edad se revela en una sordera galopante y cuando confunde las teclas del móvil con el que se comunica, sin recelo alguno, para este reportaje que, afirma, leerá "si me lo envía por correo electrónico". Al otro lado de la línea se adivina una mujer inteligente, rápida y tan tierna como cáustica. 

 En las fotos se aprecia a una abuelita menuda y de ojillos inquietos que se transporta por el silencioso monasterio un poco agachada con ayuda de un taca taca, vestida con un poncho negro sobre un hábito blanco y cofia alrededor de la cara y la cabeza. Fuera están el museo y la antigua hospedería en medio de un paisaje formado por oscuros bosques de sabinas. La nieve lo cubre todo estos días y complica los accesos, ya de por sí difíciles.

Sor Teresita, bautizada Valeriana Barajuen González de Zarate el 16 de septiembre de 1903 en la localidad alavesa de Foronda, conserva su acento vasco aunque de euskera, asegura, no recuerda "ni jota, 'agur' y nada más" porque lleva casi 86 años confinada por voluntad propia en este retiro cisterciense que sigue la regla benedictina 'ora et labora'.

 Es la religiosa de clausura que más años lleva en un convento en todo el mundo. Una señora buena y regañona que conserva intactas sus neuronas (la última analítica médica también certificó su buena salud, ay si no fuera por sus piernas) y que envía "ángeles en lugar de oraciones" a cuantos se cruzan en su camino. "Los ángeles se entienden con todo", advierte. Transmite alegría y paz y dicen sus compañeras, otras nueve hermanas, que es difícil sorprenderla en horas bajas o con déficit de entusiasmo. "No se puede estar aburrida, terminas mal. ¿Yo? ¿Se puede estar aquí 86 años sin ser feliz?".

En los tiempos difíciles del convento, en los setenta, fue abadesa, que viene a ser como el cargo de directora general de una empresa. Ejerció también como ayudanta de cocina y preparaba tortillas de patata "con lo recolectado en la huerta, nos autoabastecemos", "flanes exquisitos" y "el cordero como nadie".

"Ahora sería un plato de cordero antieconómico, porque echábamos mucho aceite", explica, al tiempo que advierte de que lee "en los encabezamientos de los periódicos" las noticias relacionadas la crisis económica, ese mal sueño en el que estamos inmersos, "y sobre la cosa de la política". "Ahora hay que enterarse, no me viene mal, al contrario, me da más motivo para rezar". También entretiene a las demás con ráfagas de recuerdos.

Tenía 19 años cuando, "tras regañar con su madre, para darle gusto a su padre y sin vocación", tomó los hábitos, quizás también como una forma de huir de la miseria. Era la mayor de siete hermanos y se dedicaba a labrar, lo que le obligó a dejar el colegio con 12 años. "Fuimos a ver a la patrona de Álava, la Virgen Blanca, y le pedí la vocación de Santa Teresa". Pintaba gris, pero se convirtió en una bendición. Le seguían "tres novios que en Foronda se quedaron". "Aunque me hubiera casado con un príncipe no sería más feliz que ahora", insiste.

"Yo quería la clausura y no una comunidad de vida activa. Sentí no quedarme en Vitoria, pero hubiera sido un inconveniente para mi vida interior, porque habría venido toda la familia a contarme cosas", evoca. Cada día se levanta a las cinco de la mañana para maitines y se acuesta a las diez de la noche. Desayuno, voto de oración, laudes, misa, rezo en la celda… Día tras día, sin novedades ni sobresaltos.

En realidad, ha salido en más de una ocasión del convento. Cuando era abadesa, para acompañar a las hermanas al médico. Durante unos días en la Guerra Civil; "ésta era una zona en la que unas veces tiraban unos y otras, los otros". Y en agosto de 2011, para saludar en persona al papa Benedicto XVI en su visita a España con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud. La noche anterior, tuvo un traspié y se cayó, pero no pasó a mayores. "Nos llevó en coche el capellán".

 Hacía más de treinta años que no se subía en uno. En el camino llevó los ojos cerrados todo casi todo el tiempo para que nada le distrajera. El mundo, quizás, se le hacía un poco grande. Ya en Madrid, confundió al cardenal Rouco Varela con el Papa. "No me di cuenta porque él entró con el roquete, de blanco, y no le miré a la cara, pero enseguida vi que no era él". "Se hizo tan famosa como una estrella de rock", apunta sor María, actual abadesa de Buenafuente del Sistal.

En la abadía, con la que mejor se entiende es con sor Marianela, la más joven del lugar, también alavesa, de La Puebla de Labarca. "Es la que más me cuida" desde que murió su hermana, sor Margarita, con 90 años. "La vocación es una cosa muy grande y la perseverancia no es menos, pero la vida de confort prevalece sobre la 'llamada'. Es así. Aquí llegamos a ser 16, y las jóvenes son muy majas", argumenta apenada al recordar el cierre de Santa Ana, un convento de la zona.

 "Hasta la guerra, la vida era muy diferente. Estábamos las monjas de coro, que trabajábamos por la comunidad, y luego estaban las legas. ¡Y mi padre decía que las monjas no trabajaban! Siempre ha sido todo muy austero. El hábito nos lo cambiábamos una vez al mes y la plancha era un pequeño lujo, no como ahora". Escucharla despierta desconcierto. "Mi lema es vivir en el corazón de la Virgen, aunque con todo, el diablo no hace más que malmeter", advierte sor Teresita. Se despide con un "gracias, maja" y con "un beso de la Virgen".

Reproducido de elcomercio.com
Foto: ABC
Colaboración de Rogelio Zelada

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