21 de marzo de 2017

EL SACRAMENTO DE LA RECONCILIACIÓN EN LA HISTORIA DE LA IGLESIA

El Sacramento de la Reconciliación
en la Historia de la Iglesia

En el Antiguo Testamento ya se practicaba la reconciliación y penitencia de un pecador según el ritual de la Ley Mosaica. En ella vemos (Levítico cc. 4 y 5) que Dios exigía un sacrificio ceremonial por los pecados cometidos. El sacrificio se realizaba en el Tabernáculo (luego en el Templo) y delante de los sacerdotes, lo cual en sí era una admisión pública del pecado. El ejercicio de estas ceremonias no solo era público sino que además enseñaba a los pecadores la inevitable consecuencia del pecado, la muerte, porque el animal que se sacrificaba moría en lugar del pecador.  

Al surgir el cristianismo, la facultad de la Iglesia católica para conceder en nombre de Dios el perdón de los pecados se sostiene en las palabras del mismo Cristo, que confirió esta facultad a sus apóstoles y que se lleva a cabo a través del sacramento de la Confesión o Reconciliación. Dos mil años de existencia han dado lugar a profundas transformaciones en el modo en que la Iglesia, -sus obispos y sacerdotes-, otorgan el perdón a pecadores arrepentidos.

En los comienzos, la confesión era pública delante del obispo y la comunidad de fieles. Se hacía regularmente una sola vez en la vida y por faltas graves tales como la apostasía, el adulterio y el asesinato. A comienzos del siglo III, esa única penitencia eclesiástica posterior al bautismo ya estaba perfectamente organizada y se practicaba con regularidad tanto en las iglesias de lengua griega como en las de lengua latina. El obispo Hipólito de Roma escribió que la potestad de perdonar los pecados la tenían solo los obispos. En ambas tradiciones, y hasta fines del siglo VI, no se conocía sino esa única posibilidad de penitencia.

La práctica de la penitencia comenzaba con la exclusión de la Eucaristía   y terminaba con la reconciliación, que volvía a dar al penitente el acceso a ella. Ese tiempo penitencial generalmente era largo, días, meses o años de ayuno severo, de acuerdo a la gravedad del pecado y al criterio del obispo. Durante ese tiempo debía mostrar su condición  de penitente con el uso de ropas características que acentuaban aún mas la humillación a la que se le sometía. Además, debía dar testimonio de su conversión y perseverancia con obras de penitencia (oraciones, limosnas y ayunos).

Quedaba excluido de la Iglesia en la medida que no podía recibir la Eucaristía y era apartado de la comunidad pues se le prohibia asistir a sus reuniones.  Finalmente, después que la comunidad hubiera orado por él, y transcurrido el tiempo señalado por el obispo, el penitente obtenía la reconciliación, mediante la imposición de manos por obispo, acto que se  celebraba preferentemente el Jueves Santo.

La práctica de esa penitencia canónica, después del siglo IV no modificó sustancialmente su estructura y severidad, pero el Tercer Concilio de Toledo, (circa 589) condenó  el uso reiterado de la reconciliación que, por influencia céltica se había introducido en España.   
 
En el siglo IV se sabe de penitencias de tres, cinco años y hasta de toda la vida, autorizadas por el Concilio de Elvira. Fue a partir del siglo V que la institución de esta forma de la penitencia canónica entró en crisis. Las cargas que comportaba eran extremadamente duras; entre estas destacaba la de la continencia perpetua, razón que invocó, por ejemplo, el Concilio de Arlés para no admitir a la penitencia a un pecador casado sin consentimiento de su esposa. Tratándose de hombres y mujeres de edad inferior a los 30 o 35 años, los obispos y concilios se mostraron partidarios de retrasar la imposición de la penitencia, a fin de evitar castigos mayores, como el de la excomunión en caso de abandono de la práctica penitencial.   
 
Muchos pecadores esperaban los últimos momentos de la vida para pedir la penitencia, y una vez que se sentían recuperados de su enfermedad, rehuían al sacerdote para evitar someterse a la expiación. La penitencia eclesiástica no se aplicaba por lo general a los clérigos y religiosos que incurrían en pecados graves, ya que se pensaba que su dignidad podía recibir agravio; solo se le deponía de su cargo, podían acogerse a la penitencia privada y llevar una forma de vida monástica, que era considerada como un segundo bautismo que permitía el acceso a la Eucaristía.

Comenzó a surgir entonces la práctica de la penitencia privada, cuyos orígenes se encontraban en las prácticas penitenciales de la vida monástica y, sobre todo en la llamada “penitencia tarifada o arancelaria”. Los "libros penitenciales", comenzaron a aparecer a mediados del siglo VI,  bajo la influencia de comunidades monásticas implantadas en las Islas Británicas.  

Su uso no estaba sometido a unos tiempos litúrgicos determinados ni a una forma solemne de celebración que exigiera la presencia del obispo, sino que se realizaba de forma individualizada, con la sola intervención del penitente y del presbítero confesor. Este, oída la confesión del penitente, le imponía una “penitencia” proporcionada a la gravedad de su culpa o su estado de monje, clérigo o casado, y le remitía a un nuevo encuentro para darle la absolución, una vez que hubiera cumplido la penitencia impuesta. La confesión se hacía espontáneamente o por medio de un cuestionario que utilizaba el confesor.

Los «libros penitenciales» recogían el conjunto de faltas graves y leves en que puede incurrir un cristiano, para ayudar a los confesores a fijar equitativamente la duración y el sacrificio de las penitencias, según   correspondían al número y gravedad de las faltas. La «tasación» desciende a todo tipo de detalles, y fija con absoluta precisión los tipos de mortificaciones, vigilias y oraciones. Las penas podían durar hasta años. El más antiguo de los penitenciales conocidos es el Penitencial de Fininan, escrito a mediados del siglo VI en Irlanda. La penitencia tarifada tendía a una exagerada cuantificación de la realidad moral del pecado y a su compensación penitencial o penal, subordinando excesivamente el perdón a la obra material que realizaba el penitente como satisfacción por el pecado. Este materialismo dio paso con el tiempo a conmutar penas por dinero en limosnas o misas.  

A partir del siglo IX, los libros litúrgicos, que hasta entonces contenían solamente el rito de la penitencia eclesiástica o canónica, incluyeron ya el ordo de la penitencia “privada”. A partir del año 1000 se generalizó la práctica de dar la absolución inmediatamente después de hacer la confesión, reduciéndose todo a un solo acto, que solía durar entre veinte minutos y media hora. A finales del primer milenio, la penitencia eclesiástica se aplicó únicamente en casos muy especiales de pecados graves y públicos. La penitencia privada, en cambio, se fue convirtiendo en una práctica extendida en toda la Iglesia.

De esa manera nació y se fue transformando el sacramento de la Reconciliación que conocemos en nuestros días. En la actualidad, la Iglesia nos exhorta a que confesemos por lo menos una vez al año, o lo antes posible después de haber cometido un pecado grave.

Fuentes:
http://es.catholic.net/op/articulos/16816/el-sacramento-de-la-penitencia-en-la-historia.html
Fray Gilberto Cavazos-Glz., OFM
https://es.wikipedia.org/wiki/Penitencia

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