Radamés: otra historia
de la embajada de Perú
Luis Cino Álvarez
LA
HABANA, CUBANET — Radamés Gómez fue el primero que me contó, unos años después
del incidente, la verdadera historia de lo que ocurrió el primero de abril de
1980 en la embajada de Perú en La Habana: que el custodio que resultó muerto lo
fue por el fuego cruzado de los otros guardias apostados en frente suyo, y no como
decía la versión oficial, por los que penetraron en la sede diplomática, que
iban desarmados.
Radamés
conocía bien la historia. Cómo no iba a saberla si fue en su casa de la calle
Tejar donde él y su amigo Héctor idearon la fuga y convencieron para llevarse
la guagua a Francisco El Títere, un chofer del paradero de Lawton.
Cuando
el ómnibus de la 79 que cubría la ruta Lawton-Playa se estrelló contra la verja
de la embajada, Radamés iba con los ojos bien abiertos, detrás del asiento del
chofer. No quiso tirarse en el piso, como hicieron los demás, para protegerse
de las balas. Más que su vida le interesaba asegurarse de que entraba, a 65
kilómetros por hora, en lo que suponía era el mundo de la libertad y la
abundancia.
Fue el
primero que resultó herido. Una bala le rozó la cabeza. Cuando saltó al piso,
otra le entró por la espalda. Por unos centímetros no le destrozó el espinazo.
A Héctor también lo hirieron. Pero ya estaban en territorio peruano y según las
leyes internacionales, no los podían prender.
Cuando
el régimen se cansó de torturar por hambre y sed a los miles de desesperados
por escapar del paraíso revolucionario que colmaron hasta la azotea de la
embajada luego de que Fidel Castro ordenara retirar las postas, y cuando ya la
prensa oficialista había filmado las peleas de los hambrientos por las míseras
e insuficientes raciones de comida y pudo armar su historia de que los
refugiados eran la escoria de la sociedad, fue que empezaron a permitir que
salieran con salvoconductos, lo cual no servía de garantía para evitar que
fueran apedreados y escupidos por las turbas enfurecidas por orientación
superior.
Pero se
negaron a dejar salir al grupo que penetró a bordo de la guagua.
Radamés
se negó a negociar con las autoridades. No confiaba en ellos. Sabía que no le
perdonarían haber provocado aquella crisis. Temía que le pasara lo que a otro
del grupo, un muchacho de 17 años que trató de salir de la embajada y lo
arrestaron.
Radamés,
Francisco El Títere, una mujer y un niño permanecieron allí, incomunicados,
bajo protección de las autoridades peruanas, durante cuatro años y siete meses.
Cuando los dejaron salir, les reiteraron que jamás se irían de Cuba.
Radamés,
para ganarse la vida, se fue a trabajar en la construcción. Fue donde único le
dieron empleo, luego de recordarle lo generosa que era la revolución.
Nos
conocimos allá por 1985, cuando trabajábamos en una brigada que reparaba
edificios y ciudadelas en el municipio Diez de Octubre.
Nuestros
compañeros de brigada eran varios tipos en libertad condicional, un abakuá con
una Santa Bárbara tatuada en la espalda y un bayonetazo en el vientre, y un
pesista y galán de barrio que había ejercido como veterinario hasta que se
enteraron de que estaba en trámites para irse del país.
A
Radamés, que aun no había cumplido los 30 años, ya comenzaba a escasearle el
pelo. Decía que se le había caído por culpa de los nervios. Tenía un enorme
bigote negro, era de baja estatura pero con un cuerpo robusto, como de
boxeador, y siempre vestía jeans bien desteñidos.
Nos
confió su historia, al veterinario y a mí, una tarde, luego de terminar la
jornada, mientras nos lavábamos el cemento y el sudor con el agua verdosa de un
barril.
Después,
Radamés dejó de ir al trabajo. Por Irmita, su novia, supe que lo habían
condenado a tres años de cárcel por intentar irse en una balsa.
Radamés
se fue a Estados Unidos, con visa de refugiado, en septiembre de 1991. Tiene
dos hijos que nacieron en Miami. También son parte de su sueño americano. Y una
bien importante, porque a Radamés le gustaban mucho los niños, pero no quiso
tener hijos en Cuba, según decía, para evitarles una vida como la suya.
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