17 de octubre de 2013

522 infartos


 522 infartos

Por Antonio Burgos,
ABC, Madrid

Los programas de Semana Santa y las informaciones periodísticas sobre las cofradías suelen traer documentación de base sobre las hermandades que hacen estación de penitencia. Dicen cuándo se fundaron, en qué iglesias radicaron, qué escultores tallaron sus imágenes. Y leyendo esos textos, u oyendo por radio o televisión a informadores cofradieros muy políticamente correctos cuando transmiten en directo la Semana Santa, me sorprende la cantidad de incendios fortuitos que hubo en 1936 en Sevilla.

Dice uno, por ejemplo: «La imagen de la Virgen, obra de Illanes, sustituye a la desaparecida en el incendio de 1936». Dice otro: «El Cristo fue tallado por Castillo Lastrucci tras la destrucción del anterior en el fuego en 1936». ¿Qué pasó en 1936 en Sevilla, Dios mío de mi alma? ¿Que fue un verano muy caluroso, y por eso hubo tantos incendios? ¿O es que los sacristanes no habían advertido que muchos cables de la luz de las iglesias estaban completamente pelados, un peligro, y por eso hubo tantos cortocircuitos que devinieron en devastadores fuegos?

Así hubieran querido muchos que la Iglesia, a cencerros tapados, beatificara en Tarragona a los 522 mártires de la Guerra del 36, aquel verano de tantos fuegos en las iglesias de Sevilla, en San Román, en San Gil, en Santa Marina, en San Marcos, en San Julián, que destruyeron yo creo que fortuitamente, una desgracia como otra cualquiera, tantísimas imágenes del patrimonio artístico procesional.

Muchos hubieran querido que el Cardenal Amato, en sus palabras a los fieles tarraconenses en nombre de la Iglesia de su admiradísimo Papa Francisco, el que nunca fue de derechas como a ellos les gusta, hubiese dicho por ejemplo que esos obispos, sacerdotes, frailes, monjas y seminaristas «fallecieron en 1936» y punto. Como los cobardones documentalistas de los fuegos devoradores de imágenes de Semana Santa.

Les hubiera encantado que la razón de aquellas muertes hubiese quedado en el aire de lo políticamente correcto, cuando no del miedo de la cobarde derecha acomplejada. Que cada cual pudiera pensar que lo que ocurrió en 1936 fue que hubo una epidemia de gripe que, vamos, ni la del «Soldado de Nápoles» de comienzos de siglo. Epidemia que se llevó por delante a tantos tonsurados y a tantas esposas de Cristo.

Los mismos titulares de las informaciones sobre la ceremonia de beatificación han sido de un cobardón que tira de espaldas. Se han agarrado a un clavo ardiendo. «La beatificación no va contra nadie». Han citado «los años 30», vamos, como si a los obispos, los curas y las monjas mártires de su fe los hubiera matado Al Capone en Chicago Años 30. Han titulado genéricamente sobre «los mártires del siglo XX», como si fueran de la China.

Mas para redoble de conciencias y resplandor de la verdad de la Historia, el Cardenal Amato lo ha dicho bien clarito. Ni cortocircuitos ni epidemia de gripe:

«Los mártires no fueron caídos de la Guerra Civil, sino víctimas de una radical persecución religiosa, que se proponía el exterminio programado de la Iglesia.

Estos hermanos y hermanas nuestros no eran combatientes, no tenían armas, no se encontraban en el frente, no apoyaban a ningún partido, no eran provocadores.

Eran hombres y mujeres pacíficos. Fueron matados por odio a la fe, solo porque eran católicos, porque eran sacerdotes, porque eran seminaristas, porque eran religiosos, porque eran religiosas, porque creían en Dios, porque tenían a Jesús como único tesoro, más querido que la propia vida. No odiaban a nadie, amaban a todos, hacían el bien a todos».

Como el abuelo de Isabel mi mujer, un seglar asesinado en Guadalcanal por el terrible delito de ir a misa con devocionario. Menos mal que Amato habló claro. A mí es que, la verdad, leyendo sólo los titulares, me resultaba extraño que la Iglesia beatificara a 522 señores y señoras que habían muerto de infarto de miocardio.

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