LOS
PARGUITOS
Por Elsa M. Rodriguez
Todos
los días sale Jorge con su pequeño bote a pescar. Vive de eso, de los peces que
roba al mar con su caña o con su red para luego llevarlo a la compañía de
distribución, que le paga un precio miserable, pero que luego los vende como si
no fuesen producto del mar sino oro sacado de las entrañas de la tierra.
Pero
a Jorge eso no le molesta. Sabe que así es como funciona el engranaje de la
economía en todas partes y que él es solamente un eslabón de esa cadena. Solo que
mientras tanto, Jorge sueña con poder tener un par de botes más y así crear una
especie de corporación con sus dos hermanos que también se dedican a la pesca,
pero como no tienen bote, lo hacen desde la orilla. -“Algún día tendré una
flota de barquitos de pesca”-se dice para sí Jorge mientras acomoda en la
neverita portátil que tiene en su botecito, las dos docenas de parguitos que ha
podido pescar hoy.
Cuando
llegó a la distribuidora de los peces, encontró que las puertas del local
estaban cerradas, y ese día ya no podía venderles el producto de sus largas
horas bajo el sol pescando sus parguitos. Se marchó con los hombros caídos,
abrumado por la preocupación que le causaba este contratiempo. Llegó a su casa,
y le dio a su hija –“Luisita, hija, dile a tu madre que hoy no he podido vender
mi pesca”- y es que Jorge era algo apocado y no quería enfrentarse a su mujer
María, porque sabía que una vez más le recriminaría por el poco dinero que
llevaba a casa, y prefería que fuese su pequeña hija quien le diese la mala
noticia a su mujer. María había escuchado a Jorge pero siguiendo el mismo juego
que su marido, dijo –“Luisita, dile al poca cosa de tu papá que no me venga con
cuentos, que busque la manera de resolver porque con palabras no comemos”. Así
sucedía casi todos los días y el matrimonio, a pesar de vivir juntos por casi
diez años, se comprendía menos que el primer día de casados.
Como tenía tantos pescados y no podía
comérselos todos en su casa decidió acercarse al restaurante que estaba a unas
cinco millas de su casa para proponérselos al dueño. La casualidad hizo que ese
día el dueño del restaurante no había recibido el suministro de pescado que
normalmente le llegaba congelado de una compañía al norte de la ciudad. Esta
vez, Jorge tuvo suerte, porque pudo
vender el producto de su trabajo a un precio que duplicaba lo que le pagaba la
distribuidora donde siempre los vendía. En vista de esto, Jorge se animó y sacó
el pecho y se decidió proponerle al dueño del restaurante traerle todos los
días el resultado de su pesca a cambio de que se los pagase tan bien como había
hecho hoy. Se pusieron de acuerdo y así comenzó una relación de negocios que
sería muy productiva no solo para Jorge sino para José que era el dueño del
“Rape a la brasa”, el restaurante que compraba sus pescados a Jorge. Así
pasaron los meses y Jorge pudo hacerse de un par de botes más con lo cual sus
hermanos también pudieron trabajar y ya no solamente le vendían sus pescados a
José, sino que se buscaron otros restaurantes de este tipo donde colocaban su
mercancía a buen precio.
Su
creciente éxito en el negocio, al parecer animó a Jorge, quien poco a poco fue
acercándose más a María, su esposa. Ya apenas discutían, y comenzaron a
contarse cosas personales que ninguno sabía del otro, con lo cual su unión se
hizo más estable y funcionó mejor.
Una
tarde, estaban sentados en portal de su casita cuando María le comentó-“Jorge,
¿te has fijado que desde el día aquel que no pudiste vender tu pesca al dueño
de la distribuidora, las cosas te han ido mejor económicamente y nosotros
también nos llevamos mejor?”.
Jorge
sonrió, abrazó a su esposa y la pequeña Luisita que estaba sentada con ellos en
el columpio del portal, y dijo-“Si, María, es que he comprendido que para
obtener algo bueno de la vida y ser feliz, no hacen falta intermediarios, yo
vendo directamente el producto de mi trabajo y eso me da más ganancias, y
ahora, cuando tengo algo que decirte, no tengo que utilizar a mi hija Luisita
para que lo haga, he comprendido que mirándote a los ojos y diciéndote la
verdad, me comprendes mejor y juntos podemos resolver nuestros problemas”.
Jorge
y María siguieron meciéndose en el columpio, mientras Luisita comenzó a
corretear por el jardín con su perrito. Ya eran una familia feliz y todo
gracias a un par de docenas de parguitos que no pudieron venderse en una
distribuidora de pescado.
Elsa M. Rodríguez
Hialeah, 3 de Septiembre de
2012
Gracias, Lolita por publicarme este "cuentecito".
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