5 de septiembre de 2012

LOS PARGUITOS, CUENTO


LOS PARGUITOS

Por  Elsa M. Rodriguez
Todos los días sale Jorge con su pequeño bote a pescar. Vive de eso, de los peces que roba al mar con su caña o con su red para luego llevarlo a la compañía de distribución, que le paga un precio miserable, pero que luego los vende como si no fuesen producto del mar sino oro sacado de las entrañas de la tierra.

Pero a Jorge eso no le molesta. Sabe que así es como funciona el engranaje de la economía en todas partes y que él es solamente un eslabón de esa cadena. Solo que mientras tanto, Jorge sueña con poder tener un par de botes más y así crear una especie de corporación con sus dos hermanos que también se dedican a la pesca, pero como no tienen bote, lo hacen desde la orilla. -“Algún día tendré una flota de barquitos de pesca”-se dice para sí Jorge mientras acomoda en la neverita portátil que tiene en su botecito, las dos docenas de parguitos que ha podido pescar hoy.

Cuando llegó a la distribuidora de los peces, encontró que las puertas del local estaban cerradas, y ese día ya no podía venderles el producto de sus largas horas bajo el sol pescando sus parguitos. Se marchó con los hombros caídos, abrumado por la preocupación que le causaba este contratiempo. Llegó a su casa, y le dio a su hija –“Luisita, hija, dile a tu madre que hoy no he podido vender mi pesca”- y es que Jorge era algo apocado y no quería enfrentarse a su mujer María, porque sabía que una vez más le recriminaría por el poco dinero que llevaba a casa, y prefería que fuese su pequeña hija quien le diese la mala noticia a su mujer. María había escuchado a Jorge pero siguiendo el mismo juego que su marido, dijo –“Luisita, dile al poca cosa de tu papá que no me venga con cuentos, que busque la manera de resolver porque con palabras no comemos”. Así sucedía casi todos los días y el matrimonio, a pesar de vivir juntos por casi diez años, se comprendía menos que el primer día de casados.

 Como tenía tantos pescados y no podía comérselos todos en su casa decidió acercarse al restaurante que estaba a unas cinco millas de su casa para proponérselos al dueño. La casualidad hizo que ese día el dueño del restaurante no había recibido el suministro de pescado que normalmente le llegaba congelado de una compañía al norte de la ciudad. Esta vez,  Jorge tuvo suerte, porque pudo vender el producto de su trabajo a un precio que duplicaba lo que le pagaba la distribuidora donde siempre los vendía. En vista de esto, Jorge se animó y sacó el pecho y se decidió proponerle al dueño del restaurante traerle todos los días el resultado de su pesca a cambio de que se los pagase tan bien como había hecho hoy. Se pusieron de acuerdo y así comenzó una relación de negocios que sería muy productiva no solo para Jorge sino para José que era el dueño del “Rape a la brasa”, el restaurante que compraba sus pescados a Jorge. Así pasaron los meses y Jorge pudo hacerse de un par de botes más con lo cual sus hermanos también pudieron trabajar y ya no solamente le vendían sus pescados a José, sino que se buscaron otros restaurantes de este tipo donde colocaban su mercancía a buen precio.

Su creciente éxito en el negocio, al parecer animó a Jorge, quien poco a poco fue acercándose más a María, su esposa. Ya apenas discutían, y comenzaron a contarse cosas personales que ninguno sabía del otro, con lo cual su unión se hizo más estable y funcionó mejor.


Una tarde, estaban sentados en portal de su casita cuando María le comentó-“Jorge, ¿te has fijado que desde el día aquel que no pudiste vender tu pesca al dueño de la distribuidora, las cosas te han ido mejor económicamente y nosotros también nos llevamos mejor?”.

Jorge sonrió, abrazó a su esposa y la pequeña Luisita que estaba sentada con ellos en el columpio del portal, y dijo-“Si, María, es que he comprendido que para obtener algo bueno de la vida y ser feliz, no hacen falta intermediarios, yo vendo directamente el producto de mi trabajo y eso me da más ganancias, y ahora, cuando tengo algo que decirte, no tengo que utilizar a mi hija Luisita para que lo haga, he comprendido que mirándote a los ojos y diciéndote la verdad, me comprendes mejor y juntos podemos resolver nuestros problemas”.

Jorge y María siguieron meciéndose en el columpio, mientras Luisita comenzó a corretear por el jardín con su perrito. Ya eran una familia feliz y todo gracias a un par de docenas de parguitos que no pudieron venderse en una distribuidora de pescado.

Elsa M. Rodríguez
Hialeah, 3 de Septiembre de 2012

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