Panamá: su canal
y sus bellezas
naturales
Hablar de Panamá es
pensar, casi sin darnos cuenta, en su canal. Y no es para menos, ya que esta
faraónica obra –posiblemente el hito de la ingeniería más importante de la
historia de la humanidad– se ha convertido en el verdadero motor económico del
país.
Esto es muy fácil de
entender si pensamos que, desde que Estados Unidos cediera los derechos de
explotación a Panamá el 31 de diciembre de 1999, más del 30 por ciento de su
población se beneficia, de una forma u otra, de los ingresos generados por el
canal.
Y es que las cuentas son
muy claras: 365 días al año funcionando las 24 horas del día para conseguir que
unos catorce mil barcos soliciten atravesarlo anualmente, ingresando en caja
una media de 200.000 dólares por buque.
El funcionamiento del canal es simplemente increíble: utilizando un sistema de tres esclusas (que elevan las embarcaciones 26 metros sobre el nivel del mar) los barcos recorren los 80 kilómetros que separan los océanos Atlántico y Pacífico en poco más de diez horas, un tiempo récord si pensamos que la otra opción es una travesía de dos semanas y 13.000 kilómetros que nos obliga, además, a sortear el impredecible y peligroso Cabo de Hornos.
Pero quien piense que este ambicioso proyecto está finalizado se equivoca rotundamente. Desde el año 2007 se lleva a cabo la construcción de un segundo canal, paralelo al original, con el mismo sistema de esclusas, pero mucho más grandes y efectivas.
Esto permitirá la
entrada a los buques de mayor calado y con más de 34 metros de ancho, que
representan el 50 por ciento de los cargueros que navegan en la actualidad y,
en consecuencia, incrementar todavía más los pingües beneficios.
Pese a que la sombra del canal es muy alargada, sería realmente absurdo no mirar más allá para descubrir todos los encantos de la capital, la City, que gracias a su espíritu ecléctico ha sabido mezclar las antiguas edificaciones coloniales con enormes rascacielos futuristas construidos en terrenos ganados al mar.
Tal densidad de torres
ha compuesto un sorprendente «skyline», único en Centroamérica que, guardando
las distancias, podría ser comparado al de Manhattan o Hong Kong.
Sin querer restarle un ápice de mérito a la parte nueva de la ciudad, es justo decir que todos los monumentos históricos y los museos más importantes se encuentran en el casco viejo, que da buena fe de su riqueza cultural luciendo título de Patrimonio de la Humanidad desde 1998.
Es un verdadero placer
pasear por las angostas callejuelas enladrilladas, plagadasde tiendas y puestos
de artesanía, e ir descubriendo que estamos en un lugar único donde convergen
diferentes estilos arquitectónicos, como el colonial español o el art decó, sin
sospecha alguna de estridencias ni de mal gusto. Una ciudad que mira al futuro
sin olvidar su rico pasado.
Una forma perfecta de descubrir la diversidad cultural de Panamá es visitando un poblado indígena Emberá. A tan sólo un par de horas del centro de la City (la mitad del recorrido a bordo de una canoa siguiendo el curso del río Chagres), en medio de un mar de vegetación, vive, voluntariamente aislada y autosuficiente, esta comunidad indígena autóctona, sin atisbo de necesidad alguna de las modernidades que les brindaría la vida en la gran ciudad vecina.
Pescadores y
agricultores desde sus orígenes, vieron amenazadas sus fuentes de riqueza a
causa de una férrea política de conservación medioambiental que limitaba sus
plantaciones e impedía, entre otras cosas, la recogida de más madera que no sea
la flotante en el río. Debido a ello, no les quedó más remedio que apostar por otra
vía de ingresos permitiendo, desde 1998, la visita y el alojamiento de
turistas.
El ambiente en la aldea es cordial y hospitalario, aunque un tanto distante con el visitante. No es difícil adivinar que, si por ellos fuera, seguirían viviendo apartados y sin contacto con otra forma de vida o cultura. Es posible que, mientras esta mentalidad perdure, la visita de los turistas tarde mucho tiempo en edulcorar, o incluso transformar completamente, su modus vivendi.
Es importante recordar
que somos nosotros, los visitantes, los que debemos adaptarnos a sus costumbres
y no ellos a las nuestras; que nadie busque los lujos y comodidades que ellos
rechazan en su vida cotidiana. Así nuestra visita será un poco más «aséptica» y
menos conflictiva.
La Razón, Madrid: Destinos
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