4 de septiembre de 2016

Santa Teresa de Calcuta

Santa Teresa de Calcuta

Fragmentos de un artículo de Mons. Carlos Amigo Vallejo, Cardenal Arzobispo emérito de Sevilla.

Los menesterosos, los pobres y desvalidos son tantos que se necesita un capital inagotable: el amor de Cristo y la entrega sin condiciones de toda la vida para quemarse en ese fuego incombustible de la caridad fraterna. Al pobre se le puede dar de comer y vendar sus heridas. Es obligación primera y responsabilidad que a todos corresponde. Pero besarlo con cariño, reconociendo la dignidad que el hombre tiene como hijo de Dios, es obligación de quien siente la urgencia del amor de Cristo en lo más profundo y noble de los entresijos de su alma.

San Martín vio a Cristo cubierto con el trozo de su capa. San Juan de Dios, en el inválido que portaba sobre sus espaldas. San Francisco de Asís, en el leproso al que abrazaba. Madre Teresa de Calcuta, en los mil y mil desposeídos de las cosas de este mundo. Su figura, la de Madre Teresa, frágil, casi insignificante, no deja de crecer y agrandarse. Ella no quería ser más que eso: un parecido de Jesucristo. Y lo había conseguido, porque acertó en el camino llevando como único equipaje la pobreza y la humildad que contemplaba y vivía en el amor de Cristo.

Sobre la vida y la obra de esta admirable mujer se han hecho muchos discursos. Pero el gran parlamento, y el más creíble de todos, es la misma Madre Teresa. Es que la caridad no se discute, se vive. Es el lenguaje de las obras. El elocuente silencio del saber estar junto al moribundo, sin poderle ofrecerle más que el cariño de sentir que alguien que le quiere está a su lado.

 La compasión es una virtud maltratada. Se la humilla y tacha de miserabilismo, de actitud lastimosa ante el que sufre, de afectividad dulzona e inoperante. Pero no, la virtud de la compasión es meterse en el alma del que sufre y sufrir con él y hacer todo lo posible para aliviar su dolor. Es una virtud que llena de humanidad el encuentro con el menesteroso. Lo contrario puede ser un altruismo frío que da algo de lo que tiene, pero nada de sí mismo.

Es cierto que hemos avanzado mucho en la aplicación del principio de subsidiaridad, apoyando aquellas iniciativas privadas que pueden contribuir al bien común. Quizá algún día se pueda pensar en una subsidiaridad del espíritu. Que dejemos, al que está lleno de amor fraterno, que lo reparta para el bien de todos. Madre Teresa no sabía de principios, pero sí mucho de amores.

Ahora, el nombre de Madre Teresa queda inscrito en el libro de los santos. Así lo proclama el Papa Francisco. Los santos no mueren, porque están llenos de amor y el amor es imperecedero. Por eso, más que recordar, hacemos memoria intemporal de su vida. En ella, la pobreza se hizo riqueza de dar y de servir. Podían terminarse las siempre escasas reservas del dinero, pero nunca se agotaba ese profundo y limpio manantial del amor cristiano.

Junto a la pobreza, Madre Teresa contaba con el valor de la humildad que la defendía de cualquier formalismo vanidoso, de la autosuficiencia, de la resignación negativa, de la desesperación o del desprecio a los poderosos. Por otra parte, esa humildad le hacía tener por casa y refugio el mismo corazón de los pobres a los que servía. Allí, en medio de tantos desgarrones, encontraba la huella de la cruz y del amor de Cristo.

¡Qué bien supo Madre Teresa usar el paño de San Agustín! Pues este santo decía que la misericordia es como un blanco lienzo que se pone en nuestras manos para que con él se pueda limpiar el corazón y ver a Dios. Con la pobreza, la humildad y la contemplación de Dios fue recorriendo los caminos de este mundo: recogiendo a los leprosos y poniendo estampas descoloridas en las manos de los obispos. Todo hablaba de misericordia.

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