Santa Teresa de Calcuta
Fragmentos de un artículo de Mons. Carlos Amigo Vallejo, Cardenal Arzobispo
emérito de Sevilla.
Los menesterosos, los
pobres y desvalidos son tantos que se
necesita un capital inagotable: el
amor de Cristo y la entrega sin condiciones de toda la vida para quemarse en
ese fuego incombustible de la caridad fraterna. Al pobre se le puede dar de comer y vendar sus heridas.
Es obligación primera y responsabilidad que a todos corresponde. Pero besarlo
con cariño, reconociendo la dignidad que el hombre tiene como hijo de Dios, es
obligación de quien siente la urgencia del amor de Cristo en lo más profundo y
noble de los entresijos de su alma.
San Martín vio a
Cristo cubierto con el trozo de su capa. San Juan de Dios, en el inválido que
portaba sobre sus espaldas. San Francisco de Asís, en el leproso al que
abrazaba. Madre Teresa de Calcuta, en los mil y mil desposeídos de las cosas de
este mundo. Su figura, la de Madre Teresa, frágil, casi insignificante, no deja
de crecer y agrandarse. Ella no quería ser más que eso: un parecido de
Jesucristo. Y lo había conseguido, porque acertó en el camino llevando como
único equipaje la pobreza y la humildad que contemplaba y vivía en el amor de
Cristo.
Sobre la vida y la
obra de esta admirable mujer se han hecho muchos discursos. Pero el gran
parlamento, y el más creíble de todos, es la misma Madre Teresa. Es que la
caridad no se discute, se vive. Es el lenguaje de las obras. El elocuente
silencio del saber estar junto al moribundo, sin poderle ofrecerle más que el
cariño de sentir que alguien que le quiere está a su lado.
La compasión es una virtud maltratada. Se la
humilla y tacha de miserabilismo, de actitud lastimosa ante el que sufre, de
afectividad dulzona e inoperante. Pero no, la virtud de la compasión es meterse
en el alma del que sufre y sufrir con él y hacer todo lo posible para aliviar
su dolor. Es una virtud que llena de humanidad el encuentro con el menesteroso.
Lo contrario puede ser un altruismo frío que da algo de lo que tiene, pero nada
de sí mismo.
Es cierto que hemos
avanzado mucho en la aplicación del principio de subsidiaridad, apoyando
aquellas iniciativas privadas que pueden contribuir al bien común. Quizá algún
día se pueda pensar en una subsidiaridad del espíritu. Que dejemos, al que está
lleno de amor fraterno, que lo reparta para el bien de todos. Madre Teresa no
sabía de principios, pero sí mucho de amores.
Ahora, el nombre de
Madre Teresa queda inscrito en el libro de los santos. Así lo proclama el Papa
Francisco. Los santos no mueren, porque están llenos de amor y el amor es
imperecedero. Por eso, más que recordar, hacemos memoria intemporal de su vida.
En ella, la pobreza se hizo riqueza de dar y de servir. Podían terminarse las
siempre escasas reservas del dinero, pero nunca se agotaba ese profundo y
limpio manantial del amor cristiano.
Junto a la pobreza,
Madre Teresa contaba con el valor de la humildad que la defendía de cualquier
formalismo vanidoso, de la autosuficiencia, de la resignación negativa, de la
desesperación o del desprecio a los poderosos. Por otra parte, esa humildad le
hacía tener por casa y refugio el mismo corazón de los pobres a los que servía.
Allí, en medio de tantos desgarrones, encontraba la huella de la cruz y del
amor de Cristo.
¡Qué bien supo Madre
Teresa usar el paño de San Agustín! Pues este santo decía que la misericordia
es como un blanco lienzo que se pone en nuestras manos para que con él se pueda
limpiar el corazón y ver a Dios. Con la pobreza, la humildad y la contemplación
de Dios fue recorriendo los caminos de este mundo: recogiendo a los leprosos y
poniendo estampas descoloridas en las manos de los obispos. Todo hablaba de
misericordia.
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