Miguel de Cervantes,
Cuarto Centenario de su
llegada a la Historia
Nicolás del Hierro
El 23 de abril de 1616,
Miguel de Cervantes se despedía de la vida. Se le quebraban las cadenas del ser
y el existir para pasar, afortunadamente, a la inmortalidad que la literatura
ofrece a sus elegidos.
Su existencia personal
dejaba de ser creadora en la gran parcela terrenal del idioma castellano; pero
también desde aquel mismo día la virtud de su palabra escrita impulsaría con
mayor fuerza la hasta entonces impecable altura que, desde lustros atrás, ya
hubiera comenzado a ser el trampolín que agigantara la perpetuidad con su
literatura.
No pocas veces,
paradójicamente, el cuerpo de la persona donde radica el genio ha de tragárselo
la tierra para que el nombre del mismo se prolongue en la constancia a través
de su quehacer anterior.
Aquel luchador de Lepanto,
presidiario, cobrador de alcabalas, buena persona y permanente buscavidas,
magnífico prosista, ponedor de su propio pensamiento humano en el cerebro y
labios de un tranquilo neurótico, aquel “famosillo” entrecomillado, junto a
famosos de turno que, como poeta, mintiera asegurando que fuera ésta, la
ciencia del verso, “una gracia que no quiso darle el cielo”, le bastó sola su
mano derecha para escribir la mejor prosa española que haya dado jamás la
literatura en nuestro idioma.
Perdonad que me cite en uno
de mis ya antiguos sonetos dedicados al genio cervantino; un soneto que repite
su auto-rima:
De una mano tan sólo,
de la mano
tan sólo con que el hombre,
el escritor,
se sirve cuando escribe,
cuánto amor
pudo salir, Cervantes, de
una mano.
No hacía falta más, sólo tu
mano
derecha y tu cerebro
soñador,
soñando que la vida y su
dolor
estaban al alcance de tu
mano.
Tú eras la vida misma, la
existencia,
el fruto y la razón, eras
conciencia,
de noble humanidad, eras el
brote
más puro del amor,
naturaleza,
la poesía misma, la
grandeza…
Y te nos diste todo en Don
Quijote.
Esto, que sucedió con don
Miguel, no es una excepción ni mucho menos, pero sí lo es un vivo ejemplo, un
gran ejemplo. La segunda parte de El Quijote, sumó y acrecentó el acierto que
ya obtuvo en la primera, no sólo por el éxito editorial sino también por lo que
suponía la corona literaria del escritor casi septuagenario, que había peleado
durante toda su vida entre las luchas de guerra, las sociales y las del
espíritu, pero sobre todos con las económicas, dentro siempre del duro
resultado que la cruda existencia le proporcionó en los personales campos de
todas sus batallas, y cuyos ecos triunfales le llegaban postrado en un sillón
donde, todavía, el escritor incombustible y nato, daba los postreros retoques a
la última de sus novelas, “Los trabajos de Persiles y Segismunda”, cifrando en
ella sus mayores esperanzas, pero harto convencido de que aquello era el final
de su existir. No en vano su confesional apoyo sobre los versos de antiguas
coplas en la dedicatoria que, desde esta obra, hizo al conde de Lemos:
“Puesto
ya el pie en el estribo,
con las ansias de la
muerte,
gran señor, ésta te escribo...”
Premonitorio, y adivinando
cercana su terrenal despedida, lo escribiría en su casa de la madrileña calle
de León, en el hoy “Barrio de las Letras”, o de “las Musas”, barrio que
hicieron inmortal las triunfadoras obras literarias que salieron de mentes y de
plumas, de dramaturgos, poetas y escritores que en aquel Siglo de Oro español
lo habitaron, nombres y apellidos tan ilustres como fueron y son Lope de Vega,
Quevedo y el propio Miguel de Cervantes, entre otros, aseverando los
investigadores y biógrafos de éste que tal dedicatoria al Conde resultó ser lo
último escrito por el “Príncipe de las Letras”, muy pocos días antes de aquel
infausto 23 de abril, cuyas cercanas, próximas y nominadas calles podemos
recorrer aún cualquier día, incluso visitar la casa donde alguno de ellos
próceres habitara entonces.
Lo cierto es que, de una u
otra forma, una vez más la desidia nacional y el generalizado poco aprecio de
los valores personales en los momentos de la existencia de quienes están
dotados de méritos para una mayor atención con su persona, sus restos quedaron
confundidos en el osario común, casi imposible de identificar cuando el nombre
se inmortalizó a través de la obra y quisieron recuperarse.
Sí quedó a buen recaudo el
manuscrito de “Los trabajos de Persiles y Segismunda”, en los que tantas
esperanzas había puesto Cervantes, terminados como estaban y en vías, entonces,
de hallar el privilegio necesario para su publicación, que pronta y
afortunadamente consiguiera su viuda doña Catalina Salazar y Palacios y que
vendiera a Villarroel.
La obra apareció en librerías en los primeros
días de 1617, alcanzando desde el primer momento tal popularidad, que aquel año
se hicieron siete ediciones de la misma. Pero luego, como es bien sabido, la
generalizada, extensa y maravillosa obra cervantina, quedaría minimizada ante
la magnitud y grandeza de “Don Quijote de La Mancha”, imponiéndose en el mundo
de las traducciones, publicaciones y lecturas.
Se dice, y es la pura verdad, que el mejor homenaje que
podemos hacerle a un autor, vivo o ya no entre nosotros, es leerle en sus
obras.
Por ello, cuando de nuevo el 23 de abril celebremos el
Día del libro y con él el de Cervantes, o lo que supone mayor fuerza aún, el
mismo día en el que ya vayan a cumplirse o se hayan cumplido cuatro centurias
de tres importantes eventos literarios en la vida y en la obra del mejor y más
universal prosista que hayamos tenido en nuestro idioma (obran completa de Don
Quijote: 1615; fallecimiento del escritor: 1616, y publicación de Los trabajos de
Persiles y Segismunda: 1617).
No deberíamos dejar de ejercer este ejemplo en la
extensión de su obra y a través suyo, porque amplio es el mundo de las
bibliotecas, inmenso el de las librerías, o lo que hoy nos impulsa con mayor
fuerza, la digitalización de los libros y la fecunda publicación de tan
inmortales y conocidos títulos.
No dejemos, pues, de viajar por ellas, de visitar unas y
otras, abordando con un diálogo entre todos, los ambientes, medios y modos para
llegar a la mejor lectura en castellano que mantienen los siglos.
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