Cien años
de Ingrid Bergman
Julio Bravo, ABC, Madrid
«Creo que ella eligió morir el mismo día que había
nacido; hay una especie de simetría en ello, es algo que le gustaba. Y es
apropiado, fue como cerrar el círculo de su vida». Son palabras de Pia Lindstrom, la hija mayor de Ingrid Bergman, que hoy, 29 de agosto,
hubiera cumplido cien años. La actriz sueca, uno de los grandes mitos de la
época dorada de Hollywood, es recordada hoy en todo el mundo. Suecia y Estados
Unidos le dedican un sello de
correos; en Estocolmo se ha estrenado, con la presencia de sus cuatro hijos, un
documental sobre su vida con material inédito, y el MoMA neoyorquino inaugura hoy un ciclo de proyecciones de sus
películas -también lo hace, en Madrid, el Circulo de Bellas Artes-, entre las que figuran algunos de los
títulos míticos de la historia del cine: «Encadenados», «Sonata de
otoño», «Luz que agoniza»,
«Juana de Arco» y, sobre todo, «Casablanca».
Isabella Rossellini, la más
popular de sus hijas, ha dicho de ella por su parte que «gustaba a las mujeres
porque veían en ella su misma
naturalidad». Su hermano Roberto
la ha definido así: «Fue una mujer libre, independiente, valiente y muy moderna. Rendirle homenaje a ella es
rendírselo a todas las mujeres».
Son dos
testimonios cercanos e íntimos sobre una mujer que se alejaba del canon de las grandes estrellas de Hollywood, que
ofrecía a las cámaras la serenidad de su mirada y la sencillez de su gesto; de
una actriz que enamoró a directores como Alfred Hitchcock -con el que trabajó en tres ocasiones-, Víctor Fleming, Stanley Donen o Michael
Curtiz; que rodó en cinco idiomas (sueco, alemán, inglés, italiano y
francés) y que obtuvo tres Oscar, por «Luz
que agoniza» (1974), «Anastasia»
(1956) y «Asesinato en el Oriente
Express» (1974). Según el American
Film Institute, es la cuarta estrella de Hollywood más importante, solo
por detrás de Katharine Hepburn,
Bette Davis y Audrey Hepburn.
Ingrid
Bergman tenía una sonrisa tibia y
una mirada transparente, a la que se asomaba con frecuencia la melancolía. Tal
vez eran las huellas de su infancia: perdió a su madre cuando apenas tenía dos
años y a su padre una década después. Siempre quiso ser actriz: «Cuando salí del escenario, yo estaba de luto,
estaba en un funeral. El mío. Fue la muerte de mi ser creativo», contaba al
recordar su primera audición en la Royal
Dramatic Theater School de su ciudad natal, Estocolmo. Tras una docena
de películas en Suecia el productor David
O. Selznick la llevó a Estados Unidos en 1939 para una nueva versión de
«Intermezzo». Y solo tres años
más tarde, llegó «Casablanca». la historia de amor imposible con Humphrey Bogart -«siempre nos quedará
París»- hizo que Ingrid Bergman se convirtiera en una estrella.
Su carrera tomaría un nuevo giro
en 1949. Fascinada por el cine de Roberto
Rossellini, le escribió diciéndole cuánto le gustaría trabajar con él.
Lo hicieron en la película «Stromboli»...
Y se enamoraron. La actriz quedó embarazada, y Hollywood la repudió -Ingrid
Bergman ya estaba casada con un médico sueco-; el asunto se trató incluso en el
Senado de Estados Unidos, que la
calificó como «una influencia poderosamente maligna». «La gente veía en mí a Juana de Arco y me convirtió en una
santa. No lo soy, solo soy una mujer, otro ser humano», declaró.
Tras
siete años de matrimonio llegó el tercer cambio en su vida. La actriz sueca retomó su carrera en Estados Unidos,
donde el escándalo que la obligó a emigrar se había ido diluyendo como un
azucarillo. Alternó el cine con el teatro, Hollywood con Europa, y se casó por
tercera vez. Su último papel fue el de la histórica líder israelí Golda Meir, por el que ganó su segundo
Emmy, ya a título póstumo. Un cáncer de
mama terminó con su vida en Londres el 29 de agosto de 1982, justamente
67 años después de su nacimiento.
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