Tres años con
Monseñor Román
Daniel Shoer Roth
El Nuevo Herald, Miami
Al camarero que le sirvió la
mesa y al alcalde que le otorgó la llave de la ciudad; al iletrado y al genio;
al beneficiario de cupones de alimentos y al empresario de la nómina Forbes; a
las mujeres, los jóvenes, los creyentes sincréticos y la comunidad gay; al
taxista que lo hizo reír y al congresista que pidió sus consejos; al novicio y
al cardenal… a todos, sin importar condiciones ni procedencias, Monseñor
Agustín Román ofreció dosis iguales de cariño y respeto.
Fue cayado, faro y estrella
de esperanzas. De hecho, su presencia aún pervive en esas almas, tres años
después de que marchara tras las huellas de Henoc: “Anduvo con Dios, y
desapareció porque Dios se lo llevó” (Génesis 5, 24).
Descuellan entre estas
personas dos figuras cimeras de las iglesias de Estados Unidos y Cuba: el
Cardenal Seán Patrick O’Malley –designado por el Papa Francisco para prestarle
sus afanosas manos en el izamiento de la bandera de la reconquista de la fe
católica– y Monseñor Dionisio García Ibáñez, custodio de la sagrada imagen de
la Virgen de la Caridad en la Basílica del Cobre.
Sus testimonios, en
audiencias privadas que gentilmente me concedieron, son dos de las diademas de
la biografía del padre de los cubanos católicos exiliados, cuyo manuscrito
–tras una inquisidora y rigurosa investigación de más de tres años– está listo
para imprenta.
Con singular franqueza y
apertura, el Arzobispo de Boston proclamó: «Monseñor Román era un apóstol
incansable que tocaba las vidas de muchísimas personas, más que cualquier otro
obispo, creo yo, pastoralmente, porque los obispos normalmente ocupan mucho de
su tiempo en cuestiones administrativas. En el caso de Monseñor Román, toda su
vida era el apostolado y el servicio ministerial directamente al pueblo».
Por su parte, el Presidente
de la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba magnificó, con extraordinaria
claridad, el papel del fundador de la Ermita de la Caridad: «El cubano cuando
va a la iglesia necesita ser acogido; sentirse que aquello es de uno. En Cuba,
puede haber una persona que no sea ni creyente, pero, cuando mira la iglesia
del pueblo, dice: ‘esa es mi iglesia’. Entonces, eso había que vivirlo aquí [en
el exilio]. Y yo creo que Román fue el hombre que no solamente trató de
sostener y mantener la fe y darle una guía espiritual al cubano que vivía aquí,
sino que se preocupaba mucho por el que llegaba. La Ermita era la puerta que lo
recibía a un lugar que era suyo».
A través de las páginas del
manuscrito, fluye su apacible caridad y sentida misericordia; su voluntad de
luchar por el bienestar de los más frágiles; su tarea misionera en tres países;
su compromiso con la educación y la catequesis en sus múltiples formas.
En el contexto histórico
actual, el libro cobra mayor vigencia por las actitudes y pronunciamientos que
en vida manifestó Monseñor Román. Mientras en la Cumbre de las Américas se
predica un “borrón y cuenta nueva” en las relaciones entre La Habana y
Washington, es saludable perpetuar la figura del líder desterrado que denunció,
en palabras colmadas de amor y perdón, las injusticias y el dolor infligidos a
su pueblo. Su conciencia crítica fue el más efectivo despertador del letargo de
la indiferencia y la conformidad, al igual que, en su tiempo, la del insigne
sacerdote Félix Varela.
Durante meses, tuve la dicha
de reunirme periódicamente con el primer cubano nombrado obispo por la Iglesia
norteamericana en aras de poder volcar, con el poder de la pluma, sobre las
futuras generaciones, sus ideales de vida, su valentía, cubanidad y santidad.
Como depositario de esa confianza, me he aferrado al diligente compromiso de
proyectar su legado en la historia –y, bañado de regocijo, fui arrastrado a dar
nuevos horizontes a mi propia vida.
Cumplida mi responsabilidad de escritor, llega la hora, con la
publicación de la biografía, de la “resurrección” del trabajo pastoral de
Monseñor Román con miles de refugiados e inmigrantes. Sus voces se incorporan
en el texto gracias a pequeñas contribuciones de sus memorias que se
transforman en un fecundo patrimonio común, imitando el modelo de la Ermita,
construida con diminutos donativos –kilos prietos, les decían– de miles de
fieles. Aquellos pioneros regaron este suelo con el sudor de la frente. El
libro narra sus penas y proezas.
“La fiesta del exilio era ir
a la Ermita”, me relató Francisca “Panchita” García, voluntaria de la primera
hora de la capillita provisional que engendró un Santuario Nacional de fama
mundial. “No había otra cosa; primero no teníamos los medios, ni teníamos el
conocimiento, ni el idioma. Era importante tener un lugar donde encontrar a la
Madre porque éramos un pueblo desterrado, un pueblo que esperaba constantemente
regresar a Cuba; vivíamos con la idea de que esto era un tiempito, y ese tiempito
se extendía y extendía”.
El Cardenal O’Malley, quien
compartió una amistad de tres décadas con el biografiado, alaba ese don de
servicio a la comunidad: «Era una persona de tanta paz, que inspiraba confianza
por su forma de ser y tenía una gran prudencia pastoral en los consejos que
daba a la gente, siempre dispuesto a acompañar a las personas en sus
sufrimientos –afirma–. Claro, aquí, sobre todo en los primeros años de la
diáspora en Miami, en Florida, la comunidad cubana había sufrido muchísimo y él
entendía eso. Realmente sabía traer la fuerza de la fe a estas circunstancias
tan difíciles».
Como el título de la
película A Man for All Seasons, Román fue un hombre para todas las
estaciones, para todas las circunstancias de su patria cubana; para la eternidad.
Impulsado por su empeño apostólico, se hizo “todo a todos” (1 Corintios 9, 22).
A principios de la década de
1970, el artista del mural de la Ermita, Teok Carrasco, creó una pintura de la
Virgen Mambisa para el otrora Padre Román. De espíritu generoso, este mandó a
hacer vívidas litografías para sus allegados colaboradores en las asociaciones
laicales.
Meses atrás, una de las devotas más queridas de la Archicofradía de la
Ermita me obsequió una de esas litografías originales autografiada, a puño y letra,
por Agustín Román. Tomé la libertad de reproducirla y, siguiendo el ejemplo del
clérigo, regalé una copia a Monseñor Dionisio durante nuestra reciente
entrevista en la Parroquia St. Brendan. Osé pedirle un favor: llevar al
director espiritual del pueblo cubano fuera de la isla, representado en esta
pintura, a la cuna del catolicismo cubano.
Prometió enmarcarla y
ornamentar con ella su oficina en la Arquidiócesis de Santiago de Cuba.
Cuatrocientos años después de su milagroso hallazgo, “Cachita” recibe en su
hogar a Monseñor Román. Esperemos que pronto también atesore su biografía.
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