LA Plaza ya no es de los Castro.
Por un minuto fue de los cubanos libres
Para la religión del castrismo fue toda una desacralización. Un cubano
burla el férreo cerco en torno a la tribuna de Raúl Castro y se echa a correr,
20 metros por delante de la castrada muchedumbre, desplegando al viento una
bandera norteamericana en la Plaza de la Revolución.
Eso no había pasado nunca. Como centro litúrgico y político de la
dictadura, en la Plaza se complementaban la seguridad inexpugnable con el dogma
inmaculado. Si la calle es de Fidel, la Plaza es lo último que puede dejar de
ser de Fidel. Sin embargo, por un minuto, la Plaza fue del opositor Daniel
Llorente Miranda. Por extensión, tuya y mía. De todos los cubanos amantes de la
libertad. La Plaza de la Revolución volvió a ser la Plaza Cívica. Por un
minuto. ¡Pero qué minuto!
La dictadura recurre a la consabida lectura
anexionista. El anexionismo en Cuba tiene dos obstáculos fundamentales: 1) ni
dentro ni fuera de la isla hay una voluntad organizada en torno a una idea que
perdió su terreno natural a fines del siglo XIX frente al autonomismo y el
independentismo; 2) la experiencia del protectorado de Puerto Rico demuestra la
dificultad cultural (por no mencionar el exorbitante gasto) de trasplantar al ámbito
iberoamericano la tradición de institucionalidad y civilidad del Norte, a menos
que medie una inapelable presencia militar y policíaca.
Conste que hablo desde
la envidia. Si los puertorriqueños se han librado por más de un siglo del doble
flagelo de la dictadura y la miseria se debe a que los marines mantenían
a raya la amenaza foránea y el FBI mantiene a raya la corrupción autóctona.
Como le
ocurre a todas las naciones, en la independencia se muestra la medida de los
pueblos, la fertilidad de la mente propia, la potencialidad de trascender los
conflictos del origen. Trátese de Israel. Trátese del Congo. Sin la embajada
norteamericana velando por el orden de los civiles y el respeto a las
propiedades, nuestra república no nos hubiera permitido desarrollar una
sociedad próspera y forjar unas instituciones que pudieron sobrevivir a las
dictaduras de Gerardo Machado y Fulgencio Batista.
En cierto modo, el orden
colonial soviético (también fuimos para Moscú la siempre fiel isla de Cuba) le
impuso a Fidel una camisa de fuerza a lo largo de tres décadas. Ya lo sabemos,
el sistema comunista ni libera, ni produce, ni divierte. Pero los asesores
soviéticos sabían que era un disparate sembrar café en tierras favorecidas para
el arroz y que no por tener la cabeza en un congelador y la cola en la canícula
las vacas adquirían las combinadas virtudes de productividad y resistencia de
las razas Holstein y cebú.
La protesta de Llorente no concierne tanto a
la política como a la identidad. Lo cual constituye un mayor desafío. En la
escuela del castrismo nos contaban el episodio del joven que en la era
republicana había descargado su revólver contra un barco de guerra
norteamericano desde el muro del Malecón. Equivocado o no, aquel joven creía
tener, sentía que tenía una dignidad nacional, un proyecto reinvidicador, en
suma, un derecho. La única reserva de Llorente está en la desesperación.
A
los casi 60 años de una dictadura cuya piedra angular es el mesiánico
nacionalismo, Llorente, como muchos otros cubanos, no encuentra mejor símbolo
para expresar su oposición, mejor plataforma para mostrar su persona, que la
bandera de Estados Unidos. A riesgo de la cárcel y, a no dudar, de la vida.
Cualquiera que sea la lectura, esta vez no se le puede echar la culpa a los
americanos.
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