5 de mayo de 2017

LA PLAZA YA NO ES DE LOS CASTRO

 

LA Plaza ya no es de los Castro.

Por un minuto fue de los cubanos libres


Andrés Reynaldo

Para la religión del castrismo fue toda una desacralización. Un cubano burla el férreo cerco en torno a la tribuna de Raúl Castro y se echa a correr, 20 metros por delante de la castrada muchedumbre, desplegando al viento una bandera norteamericana en la Plaza de la Revolución.


Eso no había pasado nunca. Como centro litúrgico y político de la dictadura, en la Plaza se complementaban la seguridad inexpugnable con el dogma inmaculado. Si la calle es de Fidel, la Plaza es lo último que puede dejar de ser de Fidel. Sin embargo, por un minuto, la Plaza fue del opositor Daniel Llorente Miranda. Por extensión, tuya y mía. De todos los cubanos amantes de la libertad. La Plaza de la Revolución volvió a ser la Plaza Cívica. Por un minuto. ¡Pero qué minuto!


La dictadura recurre a la consabida lectura anexionista. El anexionismo en Cuba tiene dos obstáculos fundamentales: 1) ni dentro ni fuera de la isla hay una voluntad organizada en torno a una idea que perdió su terreno natural a fines del siglo XIX frente al autonomismo y el independentismo; 2) la experiencia del protectorado de Puerto Rico demuestra la dificultad cultural (por no mencionar el exorbitante gasto) de trasplantar al ámbito iberoamericano la tradición de institucionalidad y civilidad del Norte, a menos que medie una inapelable presencia militar y policíaca.
 
Conste que hablo desde la envidia. Si los puertorriqueños se han librado por más de un siglo del doble flagelo de la dictadura y la miseria se debe a que los marines mantenían a raya la amenaza foránea y el FBI mantiene a raya la corrupción autóctona.

Como le ocurre a todas las naciones, en la independencia se muestra la medida de los pueblos, la fertilidad de la mente propia, la potencialidad de trascender los conflictos del origen. Trátese de Israel. Trátese del Congo. Sin la embajada norteamericana velando por el orden de los civiles y el respeto a las propiedades, nuestra república no nos hubiera permitido desarrollar una sociedad próspera y forjar unas instituciones que pudieron sobrevivir a las dictaduras de Gerardo Machado y Fulgencio Batista.
 
En cierto modo, el orden colonial soviético (también fuimos para Moscú la siempre fiel isla de Cuba) le impuso a Fidel una camisa de fuerza a lo largo de tres décadas. Ya lo sabemos, el sistema comunista ni libera, ni produce, ni divierte. Pero los asesores soviéticos sabían que era un disparate sembrar café en tierras favorecidas para el arroz y que no por tener la cabeza en un congelador y la cola en la canícula las vacas adquirían las combinadas virtudes de productividad y resistencia de las razas Holstein y cebú.

La protesta de Llorente no concierne tanto a la política como a la identidad. Lo cual constituye un mayor desafío. En la escuela del castrismo nos contaban el episodio del joven que en la era republicana había descargado su revólver contra un barco de guerra norteamericano desde el muro del Malecón. Equivocado o no, aquel joven creía tener, sentía que tenía una dignidad nacional, un proyecto reinvidicador, en suma, un derecho. La única reserva de Llorente está en la desesperación.

A los casi 60 años de una dictadura cuya piedra angular es el mesiánico nacionalismo, Llorente, como muchos otros cubanos, no encuentra mejor símbolo para expresar su oposición, mejor plataforma para mostrar su persona, que la bandera de Estados Unidos. A riesgo de la cárcel y, a no dudar, de la vida. Cualquiera que sea la lectura, esta vez no se le puede echar la culpa a los americanos.

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