Mis 30 años con Fidel
Alejandro Rodríguez Rodríguez
Este ha sido el año de Fidel en Cuba. Primero por su m,uy sonado
90 cumpleaños y segundo porque tres meses después se murió. Los locutores de la
televisión deben estar que cierran los ojos de noche y sienten el eco de su nombre
repicándoles el cráneo, y la gente, toda la gente, también.
Por eso yo iba a pasar del asunto, por respeto al derecho del
internauta a leer cosas que no tengan que ver con Trump y con Fidel, pero
entonces se hizo domingo y me aburrí.
Yo nací en 1986 y ya estaba muerta Ubre Blanca. La vida real en
Cuba era mas jodida en la concreta que en los discursos de un Fidel Castro
canoso.
En los 30 años que tengo siempre fue viejo Fidel; siempre pudo
morirse “en cualquier momento” por causas bastantes naturales, de modo que no
me sorprendió la noticia de su muerte, como no creo que haya sorprendido a
nadie sobre la faz de la tierra.
En mi barrio nunca fue precisamente el héroe de los chistes
populares y nadie se alegraba demasiado tras la inminencia de alguno de sus
discursos las noches con 2 canales de televisión: las mujeres preferían aprovechar
el alumbrón para ver el rostro del galán de la telenovela, y los hombres la
película del sábado, por muy recontra malísima que estuviera.
Teóricamente había que odiarlo o amarlo, pero allí siempre fue
posible sobrevivir ajeno a la dicotomía: la gente tenía la extraña costumbre de
guardarle el cariño a sus hijos y el rencor al vecino enemigo que alguna vez le
frustró la venta ilegal de croquetas de yuca mediante la polémica práctica del
chivatazo cederista.
Durante los últimos 30 años, además, no recuerdo haber escuchado
de la boca de Fidel ninguna noticia que me pareciera suficientemente
alentadora, ni haber descubierto en su rostro la expresión con qué vibrar para
siempre en sintonía. No a través de una imagen en colores.
Tampoco me sorprendió, tras su muerte, la reacción de quienes
quedaron vivos.
Cuando era niño, mi grupo de clases asistió a un acto fuera de
la escuela y de regreso descansábamos en el portal de una casa en cuya puerta principal
se leía: “Fidel, estamos contigo”. Niño al fin, se me ocurrió completar la rima
con un “…lo juramos por el ombligo” o algo así, que no cayó muy bien a los
adultos. Los dueños de la casa, por ejemplo, vociferaron que en su portal había
que comportarse como un revolucionario; el maestro por su parte, vociferó que “¡Qué
vergüenza de niño!”
Un niño que se divertía con la rima de una consigna fidelista era un niño-vergüenza que nunca
sería revolucionario en la Revolución de Fidel.
Desde entonces sé que para algunos cubanos los eventos naturales
son motivo de exagerada reacción.
Así habrán trascendido los festejos de Miami y los funerales de
la Carretera Central aunque en Miami celebraran mas personas de las que pueden
declarar una sola razón para hacerlo y en la Carretera Central lloraran mas de
las que en realidad van a extrañar a Fidel.
Yo, al saber de su muerte, no sentí alegría ni desconsuelo, ni
angustia por el futuro, o esperanza en que una Cuba mejor se aproxima sin su
apellido. Sentí lo mismo que seguramente hubiese sentido él al conocer la noticia
de la mía. Así de justa fue nuestra relación.
Reproducido
de su blog alejo3399
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