¿Desgracia o privilegio?
Alejandro Rodríguez
El pasado fin de semana
celebramos en Cuba el Día de los Niños. Oficialmente hubo el mismo tipo de
festejo que cuando el día es de jóvenes o mujeres, es decir, asamblea teatral
en La Habana, dedicada a los símbolos de la Revolución, y un discurso viejo que
espanta de tan solemne.
Como si hubiesen nacido bajo
bombas, los pequeños que vimos en la TV juraban lealtad, compromiso y darle
continuidad a un sistema social que apenas conocen, cual máquinas perfectas del
deber. Ninguno quería juguetes electrónicos, parques modernos, postre después
del almuerzo, nuevas asignaturas o programas dinámicos de estudio, sino más
Revolución, salvar del grosero reguetón a nuestra cultura tradicional, y la
misma vieja tángana por mochilas con Elpidio Valdés en vez de Spiderman.
Sin embargo, la falta de
naturalidad con que el oficialismo asume la fecha, no debería ser razón
suficiente para aprovechar la ocasión y mostrar un panorama infantil tan o más
ajeno a la realidad que el anterior.
Las dificultades
relacionadas con la precariedad económica son obvias, pero a pesar de ellas en
Cuba los niños siguen siendo un sector bastante protegido, por el Estado y por
la cultura popular, que apenas les dejan enterarse del desastre a su alrededor.
Yo fui niño aquí en una
época puñetera (década del 90), y aun así tengo gratísimos recuerdos de mi
infancia.
Puede que sea un criterio
basado en mi propia personalidad, pero no recuerdo amargura siquiera en aquella
ocasión en que se me pusieron los dedos de los pies cianóticos, porque los pies
de los niños crecen y las primeras zapatillas no.
Para nosotros el Período
Especial (versión jodida de la actualidad…) no fue otra cosa que una fiesta.
Tanto gusto me daba entonces ir a las recién estrenadas tienda en divisas por
las primeras zapatillas (que olían a nuevo, a yuma), que marcar la plantilla en
un pedazo de cartón para que la remendona del barrio me cosiera unos tenis con
suela de neumático de camión.
En la inocencia aquella no
veíamos el clarísimo trabajo que pasaban nuestros padres para que siguiéramos
siendo niños.
¿Hubo o hay trabajo
infantil? Algunos dicen que sí, que hay niños en Cuba que sudan para empujar
sus míseras economías familiares, pero yo, que sudé, creo que en realidad lo
que hice fue divertirme en aquel montecito de marabú donde mi padre logró sacar
medio saco de arroz y varias mazorcas de maíz que vendimos en el acto a un
costado de la carretera. Y también vendí limones, y pollos vivos y conejos
flacos, pero el rostro de ese niño no era una cara abusada de esas que
típicamente ilustran el trabajo infantil en los folletos de la ONU.
En el barrio vi una vez a
tres hermanos almorzarse un aguacate. Luego vi, mientras vacacionaba en un
campismo popular, a otros dos hermanitos guajiros con una jaba de nylon tocando
puertas, pidiendo algo para comer. Y después otro, en Obispo, pidiendo dinero a
tres de la madrugada.
Pero el hecho de que
recuerde esos casos, casi sus rostros, significa que no se trata de algo común,
porque lo común insensibiliza, y no ha pasado. Cuando surjan grupos auténticos
de la sociedad civil cuyo objetivo sea salvar niños del hambre y la
explotación, entonces valdrá calificar de desgracia el panorama infantil
cubano.
Un dato curioso es que
quienes defendieron siempre los valores de la familia, afectada por tantos años
de excesiva intromisión estatal en la educación de los niños, se quejan ahora
de que la familia tendrá que hacerse más presente frente al deterioro del
sistema educacional. No los entiendo.
No veo desgracia o
privilegio significativo en crecer en Cuba con escuelas y sin juguetes.
Pudiéramos haber tenido más y mejores juguetes, pero igual hubiésemos podido
crecer alejados de una escuela.
En fin, que la pregunta del
título fue solo una trampa para arrastrarlo hacia estas reflexiones
incoherentes, sobre las cuales tengo una sola certeza: cuando el asunto es la
vida de los niños, la propaganda ideológica y la política se vuelven más
asquerosas que de costumbre.
alejo3399.com
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