28 de mayo de 2015

La tristeza

La Tristeza
Por el Rev. Martín N. Añorga

¿Quién no ha estado triste alguna vez en la vida? Le hice la pregunta a un amigo exiliado y me dijo: “me siento triste al temer por mis hijos y mis nietos que han de crecer en este mundo lleno de guerras, tener que envejecer en tierra ajena y ver con dolor cómo mis compañeros se van, llevados por la muerte dejándome solo”.

Una joven francesa llamada Francoise Sagan, a sus dieciocho años, escribió una novela titulada “Buenos Días, Tristeza”, la que en el año 1958 alcanzó fama mundial al ser llevada al cine por Otto Preminger, y protagonizada por David Niven. La frase, tan repetida, sin embargo, no es original de la autora, sino que apareció mucho antes en una de las composiciones del prolífico poeta Paul Eluard; pero el hecho es que conocemos a muchas personas que al despertar, en lugar de alabar la luz del sol graban sus vistas en la oscuridad de las nubes. Después de una noche, de descanso o de inquietud, hay que disfrutar el regalo de un día que amanece, alabando a Dios y confiando en que habrá sonrisas y no lágrimas. Jamás digamos “Buenos días, tristeza”. La frase de los que saben superar escollos y conflictos tiene que ser esta:  “Adios, tristeza”.

La tristeza es una de las emociones inevitables del ser humano. Suele definirse como “el estado afectivo provocado por un decaimiento de la estabilidad emotiva, lo que desata el deseo de llorar,  las expresiones faciales de abatimiento, la falta de apetito y de interés en las cosas habituales de la vida.” Sentir tristeza es una experiencia normal de la cual no hay que asustarse, pues no se trata de una enfermedad. El problema consiste en la permanencia ininterrumpida de la tristeza. Hay personas que viven anegadas en el pantano de la desilusión y pierden la capacidad para disfrutar de momentos gratos y placenteros, especialmente las que le colocan al luto la etiqueta de perpetuidad.

Leí esta frase en un artículo y  me impresionó: “Dulce es al hombre en su penoso duelo, cuando el tormento pertinaz le aterra, decir a la mezquina tierra: ¡Allá es mi patria!, y señalar al cielo”. Luto es un vocablo que proviene del latín “luctus”, y significa “dolor, sufrimiento, aflicción, angustia, desolación y tristeza”. En efecto, es todo eso; pero cuando hay valores espirituales, convicciones religiosas y especialmente fe en Dios, ha de prevalecer el sentimiento de consuelo y victoria. “Es mediante la actualización y la expresión de los sentimientos que la persona en duelo se puede sentir aliviada y liberada” (Jorge Bucay).

Aunque la tristeza es un problema anímico, y no exactamente un conflicto espiritual, es acudiendo a las fuentes del espíritu como suele diluirse, vencida por un sentimiento de victoria. Recordemos estos emotivos versos de Amado Nervo:

                            “Dios mío, yo te ofrezco mi dolor
                            ¡Es todo lo que puedo ofrecerte!
                             Tú me diste un amor, un solo amor,
                            ¡Un gran amor!
                            Me lo robó la muerte
                            y no me queda más que mi dolor.
                            Acéptalo, Señor,
                            ¡Es todo lo que puedo ya ofrecerte”.

              La lección es simple y concreta: el dolor y la tristeza que le entregamos a Dios se nos quitan del alma y se nos ausentan del corazón. Se puede “reír llorando” como afirma el poeta Juan de Dios Peza. Bien claro se dice en un versículo de Los Salmos: “echa sobre Dios tu carga, y  El te sustentará”.  Hay que recordar también el consejo de San Pablo: “Regocijaos en el Señor siempre.  Otra vez os digo: ¡Regocijaos! (Filipenses 4:4).

A menudo una tendencia humana es la de prenderse de tristes recuerdos. Jules Renard escribió: “¡No despertéis la pena que duerme!”.  Y Romain Rolland dijo que “la vida no es triste. Tiene horas tristes!”. Entre varios casos que pudiera citar recuerdo el de una joven madre que perdió a su hijito de cinco años abatido por la leucemia. Mantuvo intacta la habitación del muchachito y todas las noches iba a su camita vacía a despedirse de él, y en la mañana, al despertar, acudía a besar su almohadita y a llorar sobre ella.  Esta mujer era la estampa de la tristeza, vivía atada a un doloroso recuerdo y se abatía en las lágrimas del mismo. Alguien dijo: “¡cuidado con la tristeza! Puede convertirse en un vicio”. Esta madre de la que hablamos superó el martirio de la aflicción el día en que la convencimos de que donara el juego de cuarto de su hijo fallecido, su ropita y juguetes a una familia necesitada. “Otro niño será feliz en nombre del que se fue con Dios -- le dije -- no repitas que lo perdiste, hazlo vivir ayudando a padres pobres hacer felices a sus criaturitas”.

Ciertamente la tristeza puede convertirse en un vientre en el que se geste la generosidad y se enaltezca la memoria de los seres amados, amando a los demás. La tristeza es un camino o un abismo.  Depende de cómo la manejemos.

          Nosotros, los exiliados, somos muy propensos a la tristeza. En los atardeceres otoñales, cuando el cielo se pinta de colores como de acuarela, el silencio empieza a envolver el ambiente y nuestra mirada se enturbia de nostalgias, no podemos reprimir una opresión de tristeza en el pecho. Para mí, sin embargo, estos momentos no son de dolor, ni de muerte, sino de vida. Dirigidos por el índice de la tristeza recorremos los parajes de nuestra niñez, los paisajes que una vez nos deslumbraron, los cariños de que disfrutamos y los incidentes gratos, y aún los desagradables, que le dieron sentido a nuestra vida.

La tristeza de la patria lejana es ternura, candidez, pureza y entusiasmo. Es paradójico, pero el hecho de que odiemos a los tiranos que profanan nuestro suelo, no implica  que dejemos de amar el recuerdo de nuestra cuna, de nuestro pasado y la ilusión de regresar algún día con una bandera redimida, contemplando un cielo sonriente de libertad. La tristeza de la distancia refuerza nuestro amor por la patria y por los que allá han quedado.

Uno de los grandes poemas de la historia es “Oda al Niágara”, del insigne poeta cubano desterrado José María Heredia. En sus versos, traducidos a todos los idiomas del mundo, el poeta exalta la deslumbrante e imponente belleza de las cataratas del Niágara; pero en medio del torrente de su poema, introduce esta estrofa: 

   “Mas, ¿qué en ti busca mi anhelante vista
   Con inútil afán?  ¿Por qué no miro
   Alrededor de tu caverna inmensa
` Las palmas ¡ay! las palmas deliciosas
   Que en las llanuras de mi ardiente patria
   Nacen del sol a la sonrisa y crecen, 
   Y al soplo de las brisas del Océano,
   Bajo un cielo purísimo se mecen.
   Este recuerdo a mi pesar me viene….. 
 
Hay muchos motivos para que estemos tristes; pero la tristeza de haber perdido a Cuba es la más grande de todas. Esa tristeza desaparecerá tan solo cuando le devolvamos a la patria el bendito don de la libertad.
Remitido por Blanca DePriest.

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