11 de marzo de 2004,
cuando Madrid conoció el silencio
Javier Ors
La
Razón, Madrid.
Lo
último que pierde un loco es la capacidad de razonar. El XX ha sido un siglo
prolífico en justificaciones racionales de actos irracionales, dando vigencia a
aquello que enunció Francisco de Goya de que la razón produce monstruos.
Algunos
de los mayores actos criminales de la centuria pasada han estado sustentados
por un aparato teórico, por un intento de pasar por el cedazo de la lógica lo
que no tenía amparo cabal alguno. No existe ninguna causa o motivo que respalde
un asesinato, quitarle lo único que una persona posee: la vida. Y, sin embargo,
jamás se han derrochado tantos esfuerzos en conseguirlo.
La
historia, la religión, la política o cualquier otra trampa ideológica se han
manipulado, tergiversado o dado la vuelta para fomentar odios, orgullos
equivocados, prejuicios anacrónicos, rencores generacionales o disparatados
choques, como el de Oriente y Occidente. Y todo con una única meta: cargar un
arma o detonar una bomba.
Ha
ocurrido en todas partes, sin distinción de países o continentes.
Entre
las 7:30 y las 7:40 horas, cuatro trenes explotaron en Madrid. Dejaron 191
muertos y 1.858 heridos, demostrando a todos que la violencia es una estrategia
equivocada, un camino tapiado que no lleva a ninguna parte. El atentado estuvo
dirigido, como en infinitas ocasiones, como el pasado se encarga de recordar,
contra la población civil inocente, los trabajadores que esa mañana se
levantaron para incorporarse a sus empleos. Lo que encontraron resultó un
acontecimiento imprevisto que iba a segar su cotidianeidad, a poner un antes y
un después en sus existencias con nombre propio: el 11-M. (Once de marzo).
Diez
años después, en la ciudad todavía pervive la cicatriz de una tragedia que
afectó a todos. Y es capaz de evocar el ruido de aquellas explosiones, pero,
sobre todo, el silencio posterior que se extendió por las calles y las plazas
como una bruma invisible que envolvía edificios, manzanas y plazas.
Casi
todos los testimonios recuerdan la ausencia de ruido de una ciudad ruidosa, que
tiende al jaleo en tráfago diario y nocturno, que tiene en la alegría una de
sus señas de identidad. Los que no creen en la democracia y la libertad intentaron
quitar la palabra a los que pretenden aniquilar, dejarles sin nada que decir.
Una
década después este país no olvida aquel silencio, pero tampoco ha quedado
mudo. Y, por supuesto, sigue en democracia y libertad.
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