11 de marzo de 2014

11-M: Cuando Madrid conoció el silencio




11 de marzo de 2004,
cuando Madrid conoció el silencio


Javier Ors
La Razón,  Madrid.

Lo último que pierde un loco es la capacidad de razonar. El XX ha sido un siglo prolífico en justificaciones racionales de actos irracionales, dando vigencia a aquello que enunció Francisco de Goya de que la razón produce monstruos.

Algunos de los mayores actos criminales de la centuria pasada han estado sustentados por un aparato teórico, por un intento de pasar por el cedazo de la lógica lo que no tenía amparo cabal alguno. No existe ninguna causa o motivo que respalde un asesinato, quitarle lo único que una persona posee: la vida. Y, sin embargo, jamás se han derrochado tantos esfuerzos en conseguirlo.

La historia, la religión, la política o cualquier otra trampa ideológica se han manipulado, tergiversado o dado la vuelta para fomentar odios, orgullos equivocados, prejuicios anacrónicos, rencores generacionales o disparatados choques, como el de Oriente y Occidente. Y todo con una única meta: cargar un arma o detonar una bomba.

Ha ocurrido en todas partes, sin distinción de países o continentes.

Entre las 7:30 y las 7:40 horas, cuatro trenes explotaron en Madrid. Dejaron 191 muertos y 1.858 heridos, demostrando a todos que la violencia es una estrategia equivocada, un camino tapiado que no lleva a ninguna parte. El atentado estuvo dirigido, como en infinitas ocasiones, como el pasado se encarga de recordar, contra la población civil inocente, los trabajadores que esa mañana se levantaron para incorporarse a sus empleos. Lo que encontraron resultó un acontecimiento imprevisto que iba a segar su cotidianeidad, a poner un antes y un después en sus existencias con nombre propio: el 11-M. (Once de marzo).

Diez años después, en la ciudad todavía pervive la cicatriz de una tragedia que afectó a todos. Y es capaz de evocar el ruido de aquellas explosiones, pero, sobre todo, el silencio posterior que se extendió por las calles y las plazas como una bruma invisible que envolvía edificios, manzanas y plazas.

Casi todos los testimonios recuerdan la ausencia de ruido de una ciudad ruidosa, que tiende al jaleo en tráfago diario y nocturno, que tiene en la alegría una de sus señas de identidad. Los que no creen en la democracia y la libertad intentaron quitar la palabra a los que pretenden aniquilar, dejarles sin nada que decir.

Una década después este país no olvida aquel silencio, pero tampoco ha quedado mudo. Y, por supuesto, sigue en democracia y libertad.

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