26 de julio de 2009

Viena



Wien, la ciudad del Danubio, de Sissi, de Strauss, de María Teresa y de los Habsburgo, es quizás la que más atrae la atención de quienes visitan las capitales del antiguo Imperio Austro-Húngaro. Personalmente, el verme en ella fue un sueño satisfecho.

La huella de los Habsburgo se hizo notar no solamente en la grandiosidad de su imperio, sino también -y de modo suntuoso-, en Viena. Quedan de entonces tres espléndidos palacios: Schonbrunn, Hofburg y Belvedere, la Ópera, incontables palacetes de nobles cortesanos, hermosísimas plazas y amplios jardines. Por su parte, la Edad Media nos legó el casco antiguo y la impresionante catedral de San Esteban.

El románico, el gótico, el barroco y el neoclásico conviven y comparten el esplendor de una ciudad única que nos lleva a evocar -a ritmo de vals- los grandes salones palaciegos, o asombrarnos ante los dieciséis hijos de María Teresa y la visible anorexia de Sissi, su soledad y los devaneos de Francisco José; la tragedia de Mayerling y la muerte violenta de una emperatriz que no fue feliz. Recordar a Mozart, el genio que encontró en Viena días de gloria y de miseria, y que descansa en ella -perdidos sus huesos- mientras su música resuena por el mundo haciéndolo inmortal. Y contemplar el Danubio, no tan azul como lo vio Strauss, pero con un mismo hechizo misterioso.

Toda una amalgama histórica que no pudimos digerir a plenitud en apenas dos días. Embriagada por Viena, coroné mi corta estancia en ella probando su famosa tarta de chocolate creada por Franz Sacher en 1832, y que ya también es emblema de esta ciudad maravillosa.

Foto: Palacio de Hofburg
Foto y texto: Ana Dolores García

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