27 de julio de 2009

El milagro del Caballero de París


Después de algunos años de silencio, al emblemático Caballero de París se le ha erigido una estatua de bronce de tamaño natural a la entrada del antiguo convento de San Francisco de Asís en la localidad de la Habana Vieja.

Los capitalinos opinan que la decisión de perpetuar la figura de tan singular personaje mediante una escultura, y en general su exaltación, está asociada a la necesidad de promover el turismo, lo cual conlleva al rescate de las tradiciones, entre otros aspectos. Los habaneros están muy claros. Definitivamente el gobierno está necesitado de dólares, y para obtenerlos no reparará en levantar tantas estatuas como sean necesarias, trátese de John Lennon, el Gallo de Morón, El Caballero de París o el Burro de Bainoa, si se requiriera.

Mas, lo que nunca se imaginaron los funcionarios de la Oficina del Historiador de la Ciudad ni los sesudos y oráculos del Departamento de Orientación Revolucionaria (DOR) del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, sin cuya anuencia no se mueve un dedo en materia cultural e ideológica, es que la efigie del Caballero de París se convirtiera, como de hecho ha sucedido, en algo objeto de fe y veneración por parte de la población cubana y extranjera en la Isla.

Por extraño e insólito que pueda parecerle a algunos, a la estatua de nuestro parisino amigo se elevan peticiones y plegarias en sencilla actitud litúrgica, consistente en acariciar los dedos de las manos y la barbilla y la posterior despedida entre sentidas bendiciones. Siempre mirando de frente; nunca dándole las espaldas.

Pero, además, suelen acudir las parejas de recién casados luego de cumplimentar las formalidades en la notaría o en la iglesia. También las muchachas quinceañeras, antes o después de la fiesta, o haciendo un paro en plena celebración, van a tirarse unas fotos a los pies de aquél que fuera uno de los más incansables caminantes que ojos humanos hayan visto. Todo ello bajo un sol amarillo brillante que no conoce de distingos, y que lo mismo alumbra al Historiador de la Ciudad que al cantador de sones y guarachas para turistas extranjeros, y para otros que, siendo de aquí, viven tan bien y hasta mejor que los turistas extranjeros.

Al caballero de bronce y mejor andador de la república se acercan los extranjeros para pedirle lo que clama todo hombre de cualquier sociedad libre: salud, dinero y amor.

Al caminante de oscura capa y barba desaliñada acuden los de adentro para implorarle por la unión familiar, la conclusión de una permuta, el éxito en la travesía por el Estrecho de Florida o el triunfo en el bombo.

Y allí está él, erguido sobre los adoquines a la entrada del viejo convento; convertido en santo protector del amor y la familia por obra de una canonización que muchos dicen empezó por los turistas y luego tomó fuerza entre los nacionales. Para algunos todo fue urdido por el gobierno.

Sin embargo, los que por razones de edad tuvimos el gozo de ver al caballero en sus andanzas y hasta de cruzar con él algunas palabras, contemplamos su estatua con alguna dosis de insatisfacción. La escultura de metal que se levanta frente a la iglesia no permite evocar el recuerdo de aquel caballero andante de porte gallardo y semblante callado y apacible, que con su capa y su cartapacio de viejos papeles bajo el brazo, andaba La Habana acompañado de sus sueños y fantasías, y del cariño espontáneo de la población.

Este Caballero de París que representa la estatua del viejo convento, da la impresión de ser algo atlético. Su andar no es pausado sino más bien apresurado y asustadizo. Como el del "cederista" (miembro del Comité de Defensa de la Revolución), que siempre anda con la guardia en alto, acechando al enemigo y acechado por éste. Hasta calzando botas como aquel otro que también está canonizado por los pobladores del caserío de Higueras, en Bolivia.

¡Cuán diestro y habilidoso el hombre de hoy no sólo para fabricar computadoras, sino para construir falsos profetas y dioses de barro!

Oscar Mario González, Grupo Decoro

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Ilustración: web

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