26 de diciembre de 2019

LA CELEBRACIÓN DEL NACIMIENTO DE CRISTO




La celebración del
Nacimiento de Cristo

Por Martín A. Cagliani
En el siglo II de nuestra era (100 años después del nacimiento de Cristo), los cristianos sólo conmemoraban la Pascua de Resurrección, ya que consideraban irrelevante el momento del nacimiento de Jesús y, además, desconocían absolutamente cuándo pudo haber acontecido.
Durante los siglos siguientes, al comenzar a aflorar el deseo de celebrar el natalicio de Jesús de una forma clara y diferenciada, algunos teólogos, basándose en los textos de los Evangelios, propusieron datarlo en fechas tan dispares como el 6 y 10 de enero, el 25 de marzo, el 15 y 20 de abril, el 20 y 25 de mayo y algunas otras.
Pero el papa Fabián (236-250) decidió cortar por lo sano tanta especulación y calificó de sacrílegos a quienes intentaron determinar la fecha del nacimiento del nazareno. La Iglesia armenia fijo el nacimiento de Cristo el 6 de enero, mientras otras iglesias orientales, egipcios, griegos y etíopes propusieron fijar el natalicio en el día 8 de enero.
Finalmente, dado que en el concilio de Nicea (año 325) se declara oficialmente que Jesús es una divinidad, ya que el Padre y el Hijo son el mismo, se decidió fijar el natalicio de Cristo durante el solsticio de invierno en el hemisferio norte, que por entonces se fijaba en el  25 de diciembre, fecha en que se festejaba el nacimiento de variadas deidades romanas y germanas.
Se tomó por fecha inmutable, durante el pontificado de Liberio (352-366), la noche del 24 al 25 de diciembre, día en que los romanos celebraban el Natalis Solis Invicti, el nacimiento del Sol Invicto, un culto muy popular y extendido y, claro está, la misma fecha en que todos los pueblos contemporáneos festejaban la llegada del solsticio de invierno. Las iglesias orientales siguieron y siguen festejando la Navidad el 6 de enero.
Con la instauración de la Navidad también se recuperó en Occidente la celebración de los cumpleaños, aunque las parroquias europeas no comenzaron a registrar las fechas de nacimiento de sus feligreses hasta el siglo XII.
En un principio la Navidad tuvo un carácter humilde y campesino, pero a partir del siglo VIII comenzó a celebrarse con la pompa litúrgica que ha llegado hasta hoy, creando progresivamente la iluminación y decoración de los templos, los cantos, lecturas y escenas piadosas que dieron lugar a representaciones al aire libre del nacimiento en portal de Belén, el famoso Pesebre.
Aunque la tradición nos ha llevado a creer que Jesús nació en el primer año de nuestra era, lo cierto es que no fue así, ni mucho menos, si nos atenemos a los únicos datos conocidos sobre el particular, eso es a las informaciones vagas y contradictorias reseñadas por sus biógrafos, Mateo y Lucas, que, además, situaron el domicilio habitual de José y María en dos lugares diferentes y muy distantes entre sí: Belén (Judea) y Nazaret (Galilea).
 El mismo Lucas relata en su texto el nacimiento de Jesús en dos fechas distintas, una en el año 6-7 d.C. y otra en el 4 a.C. De esta forma un mismo evangelista, en las cuatro primeras páginas de su texto, dató el nacimiento de Cristo en dos fechas separadas entre sí por un mínimo de 10 años. Mateo fijó el nacimiento de Jesús "en los días del rey Herodes" (Mt 2,1) y, por tanto, antes del año 4 a.C., durante el cual murió el monarca judío.
Los principales expertos actuales fechan el nacimiento de Cristo entre el año 9 y 5 a.C., habiendo un gran consenso alrededor del año 7 o 6 a.C. Lo sitúan en el contexto de la población judía de Palestina, y piensan que Jesús residió en Nazaret (Galilea), hasta la edad de cuarenta años, poco más o menos, trabajando en el oficio familiar de carpintero albañil hasta que lo dejó para ir al encuentro de Juan el Bautista, tras lo cual inició el corto período (alrededor de 2 años) de vida pública que relatan los Evangelios.
Si bien el lugar exacto del nacimiento de Jesús no se sabe, ya que los evangelista callan al respecto, una tradición cristiana tardía dio por cierta la suposición de que el nacimiento tuvo lugar en alguna de las muchas cuevas calizas que existen en las cercanías de Belén.
Habiendo sobrevenido el nacimiento de Jesús, según la tradición católica, mientras sus padres estaban refugiados en una cueva que contenía un pesebre por todo mobiliario, y estando aparentemente faltos de medios materiales y de calefacción (era invierno en esa zona), aparecen en escena los dos personajes infaltables en los pesebres, el buey y el asno, que con su aliento calentaron devotamente al niño recién nacido.
Esto es aceptado por la Iglesia, a pesar de que no figuran en ninguno de los Evangelios, sino en el evangelio apócrifo (no oficial) denominado Pseudo Mateo, del cual proviene el relato en el que está basado el pesebre que adorna todos nuestros belenes o nacimientos.
Recogido de ACIPRENSA

7 de diciembre de 2019

HISTORIA DE LOS REGALOS DE NAVIDAD


Historia de los regalos de Navidad

El origen de los regalos que se hacen en el tiempo de Navidad parece tener diferentes fuentes. Las primeras referencias que se conocen acerca de hacer regalos en los días del solsticio de invierno, nos llegan desde la Antigua Roma durante las fiestas de las calendas. Ya para las Saturnalias los dignatarios cercanos al emperador acostumbraban a ofrecerle regalos celebrando el nacimiento del Dios Sol. Sabemos que con el tiempo la fecha de la celebración de la natividad de Cristo coincidió con esa importante celebración del calendario pagano.


El ofrecimiento de regalos posee también otra fuente temprana y nos llega gracias a la generosidad de San Nicolás, obispo de Myra, elevado a la santidad por sus obras de bien y su generosidad. Acostumbraba a repartir comida, dinero y ropa entre los necesitados. La Iglesia señaló el 6 de diciembre para la festividad del santo, y fue creándose la costumbre de que en esa fecha los padres regalaran a sus hijos dulces y chocolates o frutas. Poco a poco la celebración, por su proximidad, fue asociándose con la de la Navidad, el 25 de diciembre.


El intercambio de regalos puede interpretarse también como un gesto de generosidad y aprecio, inspirado en los regalos que los magos de Oriente ofrecieron al Niño Dios.


Saltando a los tiempos modernos, podemos decir que el intercambio de regalos por Navidad comenzó en los Estados Unidos hacia el año 1820. Y lo que al principio fue un simple intercambio de pequeños obsequios, que en su mayoría consistían en deliciosos platos de dulces confeccionados en casa, fue convirtiéndose poco a poco en un exorbitante e incontenido dar y recibir, cada año con más esplendidez.


Ya en 1800 aparecieron en los periódicos los primeros anuncios «sugiriendo» regalos para Navidad. Y en 1820 es cuando la vorágine de anuncios comienza a crecer más y más, de modo que ya en la década de 1840 la costumbre podía ser considerada como algo propio e ineludible en este país.


Este interés súbito por regalar puede relacionarse también con la difusión obtenida en esa época del poema «Una visita de San Nicolás» de Clement Moore (1779-1863). Poema conocido también como «Twas the night before Christmass»


Hoy en día, muchas personas se quejan diciendo que «la Navidad se ha convertido sólo en regalos», y que «no es ya como cuando éramos muchachos». Eso mismo se ha venido afirmando desde hace más de siglo y medio.


Harriet Beacher Stowe, la autora de «La cabaña del Tío Tom» escribió también una historia en la que uno de los personajes se queja de los ríos de dinero que se gastan en Navidad a diferencia de cuando era niña, época en que apenas se conocían los regalos navideños.


Se estima que fue precisamente en los años en que Harriet Beacher escribió esta historia (1850) cuando se lanzó la definitiva comercialización de la Navidad.


Fuente: web
Ilustración: Google
Reproducido de los archivos de La Gaceta de Pto Príncipe, 10 de dic de 2009

27 de noviembre de 2019

LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA DESPUÉS DEL VATICANO II



La Celebración Eucarística
después del Vaticano II

Rogelio Celada

El 3 de abril de este 2019 se cumplieron los primeros 50 años de la solemne afirmación del trabajo de la renovación litúrgica aprobada por los padres conciliares y firmada por el papa San Pablo VI. El “Missale Romanum ex decreto Concilii Oecumenici Vaticani II instaurattum” es el fruto de largas jornadas del Concejo Pontificio para implementar las normas generales emanadas de la “Sacrosantum Concilium”, la Constitución sobre la Liturgia.

El nuevo misal llevó a cabo las directrices del concilio para la reforma de la liturgia de la Misa, según lo pedía la Sacrosanttum Concilium #50: “Revísese el ordinario de la Misa, de modo que se manifieste con mayor claridad  el sentido propio de cada una de las partes y su mutua conexión y se haga más fácil la piadosa y activa participación  de los fieles. En consecuencia,  simplifíquense los ritos, conservando con cuidado la sustancia, suprímanse aquellas cosas menos útiles que, con el correr del tiempo se han duplicado o añadido; restablézcanse, en cambio, de acuerdo con la primitiva norma de los santos Padres, algunas cosas que han desaparecido a causa del tiempo, según se estime conveniente y necesario”.

El nuevo misal no contenía, como el Tridentino, las lecturas bíblicas, sino que un excelente catálogo de las lecturas de la Sagrada Escritura recogidas en nuevos leccionarios, aumentarán  no solo el número de lecturas dominicales y la recuperación del salmo responsorial, sino además la distribución de aquéllas en tres años, enmarcados por  los Evangelios Sinópticos.

El nuevo Misal de Pablo VI presenta una nueva preocupación pastoral por la asamblea, primer actor de la celebración; una comunidad de creyentes presidida  por Cristo, cuya presencia la invade por completo.  El pueblo de Dios es llamado a participar en el santo sacrificio de la Misa de manera plena, activa y consciente; la celebración de la Eucaristía aparece como el banquete de la asamblea presidida por el obispo o el presbítero, representante de Cristo, cabeza viviente. La presencia del obispo en una ceremonia ya no debe presuponer una mayor solemnidad en el rito, sino la expresión “más clara del misterio de la Iglesia, que es sacramento de unidad”. (SC 59)

La reforma litúrgica propone la designación de ministros y ministerios otorgados a laicos que respondan a la estructura de la comunidad celebrante. Destaca la importancia del lector en la liturgia de la palabra, del cantor, del salmista y de los ministros del altar, con la posibilidad de crear nuevos ministerios según sea conveniente y necesario o lo exijan las necesidades de la iglesia local.

La intención fundamental del concilio fue recuperar las fuentes originales que dan sentido a los ritos del culto católico; destacar lo esencial, eliminando los gestos añadidos a lo largo de la historia, y recuperar aquellas formas y signos que se habían perdido: para ello se reconstruyó el marco celebrativo, teniendo como modelo funcional las antiguas basílicas cristianas: el altar del sacrificio se separó del retablo para expresar su lugar central en la celebración eucarística, una mesa circundable en la que se puede celebrar de cara al pueblo y enriquecer  el diálogo y la comunicación entre el que preside y la asamblea; la sede  presidencial tomó un sitio privilegiado, como para visibilizar la presencia de  Cristo en el obispo o el presbítero,  con asientos para los diáconos a cada lado; el ambón para proclamar solemnemente la Sagrada Palabra de Dios: todo un extraordinario encaje litúrgico para visibilizar la presencia de Cristo en estos signos visibles y permanentes. Todo tal como lo pedían los principios orientativos del concilio, que presenta la liturgia como “el ejercicio del sacerdocio de Cristo”.

Cristo es el centro. El Señor muerto y resucitado que nos dala auténtica vida. La liturgia no es otra cosa que la gran celebración creyente del misterio pascual de Cristo, el tremendo misterio que continúa en el tiempo  y la historia, la constante presencia del Señor en su Iglesia, que en y por él tributa culto.
San Juan XXIII, en su discurso de convocación al Vaticano II, reconocía que “Hay hombres de buena voluntad, pero de espíritu cerrado, para quienes todo es malo en nuestra época; creen que todo tiempo pasado fue mejor.  Disentimos de esos profetas de calamidades, que siempre vaticinan cosas peores. No estamos al borde del abismo porque estamos en manos de la Providencia”.

El Santo Papa intuía que había disensiones  e inconformidades con el propósito, los trabajos y los resultados del concilio. Los hubo en el Vaticano I, con el resultado de la escisión sectaria de algunos obispos alemanes y franceses y la aparición de los “Viejos Católicos”, una iglesia que en Estados Unido se ha llamado  los “Católicos Liberales”, ya muy alejada de la ortodoxia de la Iglesia Romana.

Le tocó a San Pablo VI la conclusión  de las tareas conciliares y la promulgación  de sus grandes constituciones,  documentos y decretos. Los principios orientativos de la constitución “Sacrosantum Concilium” consideran la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Cristo, cumbre y fuente de la vida cristiana, que requiere de toda la Iglesia una participación plena, consciente y activa  porque manifiesta la naturaleza de la Iglesia  que es esencialmente comunidad, con una unidad sus- tancial, no una uniformidad rígida, que pueda conservar la santa tradición y a la vez el legítimo progreso del lenguaje de la Fe, porque es teológicamente hecha oración  que, teniendo a Cristo como centro,  significa y realiza la santificación de los hombres y mujeres que forman la Iglesia.

San Juan XXIII legó su estilo y espíritu a la reforma litúrgica. Un santo de enorme sentido común y amplísima visión a pesar de su avanzada edad, que llenó de aire fresco y espíritu renovador las antiguas estructuras y tradiciones que tanto han lastrado la imagen de las instituciones eclesiales. Se cuenta que, recién elegido Papa, pidió a su secretario que invitara a unos amigos a cenar con él en la casa apostólica. El secretario le contestó: “Imposible, el Santo Padre siempre debe comer solo”. El Papa Roncalli le preguntó asombrado. “¿Y esto a qué se debe?” La respuesta: “Porque uno de sus predecesores lo instituyó así”  -“¿Y era Papa como yo?” – “Ciertamente, así es” – “Pues como yo también soy Vicario de Cristo, como lo fue ese Papa,  yo lo anulo ahora mismo. Así que mañana y de ahora en adelante, el Papa no volverá a comer solo”.

Esa es la riqueza de la iglesia: la capacidad de hacer como aquel padre de familia del Evangelio, que es capaz de sacar de su arcón lo viejo y lo nuevo, en beneficio del pueblo de Dios.

Rogelio Celada es Director Asociado de la Oficina de Ministerios Laicos de la Arquidiócesis de Miami.



10 de septiembre de 2019

LA LITURGIA: EL ARTE DE CELEBRA LA FE




La liturgia:
El arte de celebrar la fe

Rogelio Zelada

En una reunión de pastoral y vida parroquial, un grupo de laicos se quejaba ante el párroco porque la celebración dominical de la Eucaristía, “era demasiado larga, insípida, monótona y aburrida”. El párroco, que era quien siempre la presidía, muy molesto, les contestó:

«Pues, prepárense, ¡Que el cielo es una Misa que no se acaba nunca!» Una justificación no excenta de ambigüedad ya que, si bien la Misa no es un espectáculo para entretener  a los creyentes, la forma de celebrar los sagrados misterios de Cristo debe ser el lenguaje con que la Iglesia vibra y hace vibrar la experiencia vital de la comunidad. Un lenguaje articulado en la más profunda convicción cristiana que saca de la historia y de la teología los signos para celebrar y vivir la Fe que ha recibido del mismo Cristo, de la tradición fundante de los apóstoles  y del enriquecimiento que la reflexión a lo largo de siglos ha ido aportando a las formar litúrgicas.

Todo lo que es objeto de la Fe tiene su lugar en la oración de la iglesia. Celebramos aquello que creemos, y toda celebración es una reafirmación en la comprensión de las verdades a las que somos llamados a adherirnos desde adentro. La liturgia no sólo celebra la Fe dentro de un modelo de iglesia, sino que lo manifiesta. No sólo celebra los acontecimientos (el recuerdo del pasado), sino también todas las afirmaciones que brotan de las experiencias importantes que ha vivido y vive actualmente. La ley y las formas de oración, celebración y culto, no son únicamente la ley de la Fe sino también la ley del ser y el hacer de la comunidad creyente, porque hay una relación directa en la manera de entender  el presente en que se vive y, desde esa experiencia compartida, asumir una determinada imagen de Dios, de Cristo de la iglesia y también de la liturgia y de la acción pastoral.

El antiguo lenguaje de la liturgia ha adquirido expresiones más actuales a partir de la gran renovación del Concilio Vaticano II. San Juan XXIII advertía a los padres conciliares que la mejor forma de conservar el tesoro de la tradición y la Fe no era “guardarla en un museo”, sino devolviéndole la vitalidad propia y la necesaria comprensión de los signos y ritos por parte del pueblo de Dios, válido y verdadero celebrante de la liturgia.

En los primeros siglos de la Iglesia se accedía al bautismo a través de una auténtica conversión consolidada por el proceso del catecumenado, que demoraba el tiempo que fuera necesario; una vez que el candidato, después de la cuaresma y en la noche de la vigilia pascual, era plenamente iniciado a través de los sacramentos del bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, el obispo los convocaba a todos durante las siete semanas de pascua para iniciarlos en la comprensión de los contenidos y el lenguaje sagrado de la liturgia. Estas catequesis, llamadas mistagógicas, completaban la instrucción recibida durante el catecumenado y permitían a los neófitos entender el significado de los ritos, signos y símbolos que podían encontrar en las celebraciones comunitarias.

La catequesis Mistagógica era imprescindible para que el creyente accediera al entendimiento del lenguaje litúrgico y pudiera entender los sagrados misterios de Cristo y disfrutar de ellos a plenitud. Con el paso de los siglos y el devenir de la iglesia, estas catequesis fueron abandonadas y la celebración de la asamblea creyente se convirtió  en un rito misterioso al que había que asistir en silencio, sin participación,      exterior, separados por la barrera  del latín, exento  de visibilidad, con el altar ahogado por inmensos retablos, en el que la más importante liturgia, la de la Eucaristía, aparecía como asunto exclusivo  del sacerdote o del obispo, y que nos obligaba a “oír Misa los domingos y fiestas de guardar”, con una actitud pasiva y al menos, aunque tardíamente, siguiendo lo que pasaba ante nosotros con la ayuda de un misal bilingüe.

La renovación litúrgica nos hizo saltar desde la extremada pasividad a la que estábamos reducidos en la liturgia preconciliar a la extrema exteriorización en una participación  plena, activa y consciente de los ritos del culto católico, pero con la deficiencia de la ausencia de una catequesis simbólica que ayudara a la comprensión de la rica tradición celebrante de la Iglesia. Nos queda el reto de asumir el entendimiento del sentido de los ritos del año litúrgico, del valor de las fiestas, de la apropiación de los gestos que se realizan y la palabras que se pronuncian, de asimilar los textos que se proclaman, se recitan y se cantan y en definitiva de dejarse penetrar por las imágenes que se observan y los perfumes que se huelen. Se nos invita a celebrar bien para dar la mejor imagen de una iglesia que, alimentada en el espíritu, manifiesta su verdad en la calidad de los signos.

San Juan Pablo II nos recordaba que «la asamblea litúrgica es el signo de la hospitalidad a Cristo y a los que El ama». Hay que cuidar de la calidad de la liturgia, de los signos, las personas y el lugar  de la celebración de la Fe, para que éstos hablen por sí mismos, catequicen, manifiesten y guíen a Cristo. De esta manera la asamblea de los fieles se transforma en el gran signo de la Palabra de Dios, escuchada y asumid, expresada en la oración, el canto, la música, las personas, los colores, las vestiduras y el silencio, se trata de manifestar la conexión entre lo humano y lo divino para transparentar la presencia de Cristo en el hermoso centro de la liturgia».

Tal como pedía el Papa Pablo VI al comienzo de la aplicación de la reforma litúrgica:«dediquen sumo cuidado al conocimiento y la aplicación de las normas con las que la Iglesia quiere celebrar el culto divino». Y también reconocía en su alocución que esto «No es cosa fácil, es una cosa delicada, requiere asistencia personal. paciente, amorosa, verdadera- mente pastoral».

Y en eso estamos…

Reproducido de “La Voz Católica”, revista mensual de la Arquidiócesis de Miami. Rogelio Zelada es Director Asociado de la Oficina de Ministerios Laicos. 

25 de julio de 2019

EL DOLOR DE UNA FORTALEZA


EL DOLOR DE UNA FORTALEZA

María Teresa Trujillo
San Carlos de la Cabaña

“El dolor del presidio es el más rudo, el más devastador de los dolores, 
el que mata la inteligencia y seca el alma 
y deja en ella huellas que no se borrarán jamás”  
-José Martí-




          
Es la mayor  edificación  militar  construida por España en América, al cubrir un área de 700 m de largo por 240 de ancho. Está  situada a la entrada de la Bahía de La Habana, junto a la fortaleza de San Salvador de La Punta y del Castillo de la Real Fuerza -estas  dos en terreno de la Habana- y llegaron  a formar la defensa  militarr frente a cualquier futuro ataque enemigo, como había sucedido cuando los ingleses tomaron el Castillo del Morro.

Desde la loma conocida entonces con el nombre de Cerro de la Cabaña y sirviéndose de esa privilegiada posición, situaron su artillería inglesa atacando y dominando a la Ciudad de La Habana. Tiempo después Inglaterra restituyó la ciudad -en 1763- a cambio de la Florida. Es así que, en esa loma  y en noviembre de 1763 empezó a edificarse  la fortaleza San Carlos de la  Cabaña detrás del Castillo de los Tres Reyes del Morro, en el alto litoral de la zona Este del puerto de La Habana, en terreno cedido gratuitamente por su propietario Agustín Sotolongo. Fue construida la fortaleza bajo la orientación del ingeniero militar Brigadier Silvestre  Abarcar, y desde ella se domina  la vista de La Habana, capital de la Isla de Cuba.

Con sus  10 hectáreas  de  extensión y sus extensos  muros  resultó   sin duda alguna no solo ser la mayor de Cuba sino  de  toda la America. 

Las murallas 

 Desde la fortaleza de la Cabaña se disparaba al amanecer un cañón que servía de anuncio-apertura de los portones de la muralla que, con sus de 10 metros de altura,  circundaba la ciudad de La Habana, al igual que a la noche el cañonazo avisaba el cierre total de esos  portones. Así quedaba protegida la ciudad. El mismo anuncio  servía para retirar en la mañana las "cadenas" que la noche anterior habían cerrado la entrada de barcos al puerto habanero, "cadenas"  ubicadas entre los castillos del Morro  y el de La Punta.

 Dato histórico
Se sabe que en la  fortaleza de San Carlos de la Cabaña  trabajó  Mariano Martí Navarro, sargento primero de la cuarta batería de la primera brigada del Regimiento de Artillería, hasta abril del 1854 cuando fue promovido al cargo de sargento de brigada.

Varios años más tarde y tras el hallazgo de una carta dirigida a Carlos de Castro y de Castro en la casa de los Valdés Domínguez, a Fermín se le impuso una pena de seis meses de arresto en esa  misma fortaleza a partir del 4 de marzo de 1870. Meses después José Martí ingresaba a este lugar cuando, tras múltiples gestiones de sus padres, fue autorizado su traslado desde la Cárcel Nacional donde cumplía condena por el delito de infidencia, por cuya acusación realizaba trabajo forzado en las Canteras de San Lázaro.


El Paredón Nacional  

El Foso de los Laureles es un sitio tristemente célebre, ubicado en la fortaleza San Carlos de la Cabaña. Éste es el Paredón Nacional, lugar en el que, cuando Cuba era colonia española, se ajusticiaba al cubano cuyo único delito era ver a Cuba Libre. Se fusilaba además en el  "foso del Morro" y en el foso que está detrás de "las galeras".
El poeta y escritor cubano –oriundo de Bayamo- Juan Clemente Zenea, que ejerció gran influencia en la literatura cubana marcando una nueva  línea en la poesía hispanoamericana, el 25 de agosto de 1871, con las manos atadas y los ojos vendados, recibió la muerte en el Paredón Nacional de La Cabaña, en cuyo muro  aún se conserva el cenotafio dedicado a la memoria del patriota.
Su situación política  a favor del inicio  de la Guerra Grande lo había expuesto  a situaciones delicadas. Intentó viajar a los Estados Unidos y fue interceptado por una columna española y puesto en la cárcel. Después de siete meses  de prisión en la fortaleza de La Cabaña fue fusilado.  Son muchas las obras literarias y artículos periodísticos que publicó en su relativamente corta vida. Su padre era un militar español y su madre fue hermana del poeta cubano José Fornaris.

El doloroso regreso de la Cabaña 

A mediados del siglo XX, esta fortaleza regresó a reflejar una muchísima más profunda angustia por injustificados fusilamientos –sin una defensa eficaz en un juicio.

Con la llegada de la revolución  cubana al Gobierno Central  en enero de 1959, el argentino Ernesto Guevara ocupó militarmente la fortaleza de la Cabaña, denigrando el total  valor de aquella edificación que se había construido con el fin de proteger a la población habanera. Allí, Guevara estableció su comandancia y su propio  estratégico lugar para fusilar a cientos y cientos  de ciudadanos, no solo del personal militar del gobierno anterior, sino también de sus  ex-compañeros de lucha revolucionaria por el solo hecho no aceptar las ideas socialistas del recién implantado gobierno cubano. Intenciones anti-democráticas que todos desconocían durante la lucha. Desde entonces, además, miles de valiosos hombres guardaron prisión y sufrieron inhumanas torturas.
Durante los primeros meses Guevara supervisó personalmente los fusilamientos que se llevaban a cabo, ordenados por él mismo  con la aprobación del líder revolucionario sin el debido proceso judicial de acuerdo a la Ley, y sin dejar resumen de fecha y horario de las brutales ejecuciones que allí se realizaban, por lo que se desconoce el número exacto de víctimas en aquellos primeros meses de la revolución en el poder.
Así, las paredes de la Cabaña, fortaleza fundada –repetimos- para proteger a la población, volvían a sentir  las angustias de la época colonial.  Ni tan  siquiera los altos muros ni el cercano murmullo del oleaje marino, apagaban la voz del jefe del pelotón de fusilamiento al ordenar: ¡apunten! ...¡¡fuego!!... Muchísimas fueron las noches en que se escuchaba el ruido de las armas tratando de acallar a los opositores del  nuevo régimen revolucionario, en tanto los ciudadanos antes de morir gritaban:  ¡Viva Cristo Rey!
Recordemos siempre lo que una vez declaró José Martí y que los hombres de la revolución socialista olvidaban:

"La independencia de un pueblo consiste
en el respeto que los poderes públicos demuestren 
a cada uno de sus hijos"



Publicado en el semanario LIBRE y en su edición digital LIBREonline-
Julio 25,   2014
ashiningworld@cox.net 



7 de julio de 2019

ENTRE LOBOS




Entre lobos

Rogelio Zelada

Las palabras del Maestro no encontraron esta vez un buen eco en el corazón de sus discípulos, tanto que de repente todos pensaron o quisieron pensar haber oído mal.  La mayoría no ha podido entender todo el alcance del anuncio de Jesús, pero ha tenido miedo de preguntar su significado. Solo Pedro, que no ha podido soportar que Jesús hable de rechazo, de padecer, de ser asesinado  por la conspiración de los sacerdotes y los maestros de la ley, y que, en privado, lo ha increpado por la imprudencia de lo que considera una locura sin sentido.  Al momento, Jesús, enérgicamente, rechaza la propuesta de Pedro  y lo compara nada menos que con el mismo Satanás: «Pedro, tus pensamientos vienen del mundo y no de Dios».

Una y otra vez Jesús anuncia su dolorosa muerte y el posible destino de martirio de los que deben compartir con él su cáliz. Un camino difícil que, por fidelidad a su maestro crucificado, deberá afrontar la Iglesia a través de los siglos. La vida gloriosa de la resurrección es el final de muchas historias dolorosas que tocará vivir desde el comienzo miso de la fe cristiana creyente.

A Esteban apenas le queda tiempo para perdonar a sus asesinos que lo aplastan tras una lluvia de piedras. Pedro, crucificado con los pies hacia arriba, regará con su sangre la arena de Roma, y Pablo, por ser ciudadano romano, tendrá el “privilegio” de una rápida muerte cuando el verdugo, con un golpe de espada, cercene su cabeza. El martirio será el signo que identifique el más alto honor de las comunidades cristianas de los primeros siglos, y también de toda la historia de la Iglesia.

Visitaba yo en París la iglesia del Convento de los Padres Carmelitas; un santuario que guarda las reliquias de ciento noventa y un mártires del terror, que en nombre de “la libertad, la igualdad y la fraternidad”, la revolución  francesa asesinó en varios lugares de la Ciudad Luz.

El templo guarda en sus nivel inferior  los cráneos de los arzobispos, obispos,  sacerdotes, religiosos y laicos  que, por fidelidad al Evangelio, se negaron a jurar la constitución civil del clero, por considerarla fundamentalmente opuesta a la Fe de la Iglesia.

El templo del Carmen, convertido en cárcel del clero, tenía, a ambos lados de la nave, dos escaleras que conducían a la huerta de los frailes carmelitas: por una debían bajar los que se negaban a firmar la constitución revolucionaria, y allí mismo recibían un disparo en le la sien y sus cuerpos eran arrojados al jardín, a una fosa común; por la otra puerta abandonaban el templo los que se plegaban al miedo y firmaban el acta que disolvía sus vínculos con la Iglesia de Roma.
Bajar a la cripta impresiona hondamente el ánimo del que la visita; cientos de cráneos humanos, cada uno de ellos con la huella de un disparo en la cabeza, se encuentran perfectamente colocados  en unos grandes relicarios encerrados en rejas de hierro.

Todas la víctimas de este martirio colectivo, que sucedió a principios del mes de septiembre de 1792, fueron beatificadas por Pío XI en 1926. Junto a estas reliquias  de los mártires de Francia, por expreso deseo personal, se encuentra la tumba de Federico Ozanam, un laico y político francés  que fundó la Sociedad de las Conferencias de San Vicente de Paúl.

Dos años después del crimen de los mártires de París, diez y seis Madres Carmelitas del Monasterio de Compiégne fueron a la guillotina  por la misma razón que éstos. A las religiosas contemplativas, como a todas las monjas de Francia, les confiscaros sus monasterios , ya que todos los conventos, también en nombre de la “libertad”, fueron suprimidos. La terrible persecución contra la Iglesia y las comunidades religiosas, amparada por una ley del 13 de febrero de 1790, declaró que la vida  conventual y claustral eran “enemigas de la razón”. Las carmelitas descalzas fueron obligadas a dejar no sólo el monasterio, sino también los hábitos religiosos, forzadas por una “revolución” ansiosa por “liberarlas” de aquel “sometimiento contrario a la libertad que era la vida religiosa” y de algo tan ”innecesario“ como el “dedicarse a la oración y a la vida contemplativa”. Las religiosas, desde el más absoluto anonimato, siguieron su vida de comunidad clandestinamente, en algunas casas de fieles católicos.
El culto fue eliminado y sustituido  por el “culto a la diosa razón, con una prohibición que alcanzaba incluso el ámbito privado. Toda expresión religiosa detectada y denunciada podía ser considerada  como alta traición a la revolución, un delito que conllevaba la pena de muerte.

Una denuncia anónima al Comité de Salud Pública desató las iras de las autoridades que detuvieron a las monjas acusadas de burlar la leyes al vivir en comunidad, y fueron condenadas a muerte por “conspirar para restablecer la monarquía  y la preponderancia católica”.  Las trasladaron con las manos atadas a la espalda  la Conciergerie de Paris, repleta de sacerdotes y religiosos condenados a muerte, acusadas de fanatismo, de mantener los votos religiosos, vivir en comunidad y de “apego a esas creencias infantiles y a sus tontas prácticas religiosas”, y de ocultar armas en el convento.

La priora, la M. de San Agustí, bandindo su crucifijo respondió al tribunal: «Esta es la única arma que guardamos en el convento, y jamás hemos tenido otra».
El 17 de julio de 1794, junto a la guillotina, las religiosas renovaron sus promesas bautismales y los votos que las unían al Carmelo. Cantaron el “Te Deum” y subieron tranquilas al cadalso, y las diez y seis  Carmelitas fueron guillotinadas mientrasiban cantando el “Veni Creator Spiritus”. El Papa San Pío X las inscribió en la lista de los beatos mártires el 27 de mayo de 1906.

Como antes, y desde entonces, la lista de mártires de la Iglesia Católica ha crecido y se ha extendido a todas partes del mundo, desde las dictaduras comunistas del este de Europa, al Asía, al mundo árabe, a Latinoamérica, África, India, etc.

Ya lo sabemos, los discípulos no podemos ser menos que el Maestro, y el leño seco no podrá ser mejor tratado que el verde. En definitiva, desde las palabras proféticas de Cristo, no podemos perder de vista  que hemos sido enviados como ovejas en medio de lobos.

Reproducido de la revista “La Voz Católica” de la Arquidiócesis de Miami. Rogelio Zelada es Director Asociado de la Oficina de Ministerios Laicos.

Ilustración: San Esteban conducido al martirio. Juan de Juanes. (Óleo sobre tela, Museo del Prado, Madrid).

22 de mayo de 2019

EL CONGRÍ




El Congrí

Carmencita San Miguel
Tomado del “Diario Las Américas”, Miami.

Congrí es un vocablo que nos viene de Haití, donde a los frijoles colorados se les dice “congo” y al arroz “riz” como en francés. “Congrí” en voz del creole haitiano significa “congos con arroz”. El congrí no equivale a “moros con cristianos”, que es un plato de origen africano.

La cuna del congrí en Cuba fue la provincia de Oriente por su proximidad a Haití. A continuación se transcribe lo escrito por el folclorista oriental Ramón Martínez: «Ha mucho tiempo, un negro de nación echó a hervir el arroz y los frijoles y casi se cocinaron al mismo tiempo  porque los frijoles eran frescos.  Más tarde se cocinaron con más cuidado  y se pusieron primero los frijoles hasta que estuvieron blanditos. Luego se sazonaron y se les incorporó el arroz y cuando se hubo reventado se eliminó un poco de agua y se dejó secar a fuego lento, y así nació este plato cuyo nombre no aparece en el diccionario pero sí en las listas de comida… Pasó el tiempo y se mejoró el congrí agregándole manteca de puerco y masitas de carne cerdo frita o chicharrones (Nota: no está cerrada la cita en el texto original).

Congrí Oriental (Carmencita San Miguel)

1 taza (½ lb) de frijoles colorados
5 tazas de agua
2 tazas de arroz de grano largo
1 pimiento verde, cortado en tiras
1 cebolla, picadita
1 cda de sal
2 sobres de sazón Goya
1½ taza de masa de cerdo picada y frita hasta dorarla.

En una olla se ponen los frijoles en agua fría para remojarlos. Se cubre con un paño y se dejan en remojo durante la noche. Al siguiente día se ponen a cocinar en la misma olla en que se remojaron y en la misma agua del remojo. Se ponen sobre calor alto hasta que hasta que rompa a hervir a borbotones y entonces se reduce el calor (simmer) y se tapa.  Se cocina lentamente hasta que los frijoles estén blandos. Se escurren y se mide el agua de la cocción para obtener tres tazas. Si no da exacta la medida se agrega agua. En una cacerola apropiada, preferiblemente de material pesado, se vierten los frijoles bien escurridos y el agua medida. Se pone sobre calor alto hasta que comience a hervir de nuevo y entonces se revuelve dentro el arroz, el pimiento, la cebolla, la sal y la sazón Goya. Se añaden dos cucharadas de manteca de cerdo (de la que destiló la carne al freírla). Se deja que hierva a borbotones. Se reduce el calor al mínimo, se tapa y se cocina lentamente durante 25 minutos. (Durante este tiempo no se destapa ni se revuelve).

Pasados los 25 minutos se revuelve bien y se añaden las masas de puerco fritas y unas tiras de  pimiento verde adicionales.  Se tapa y se deja reposar por 5 minutos. Da 6 raciones abundantes.   


20 de mayo de 2019

LAS HERMANAS DE JOSÉ MARTÍ


Las hermanas 
de José Martí

Teresa Fernández Soneira

Han permanecido en el anonimato por más de 100 años. Nunca nos hablaron de ellas, ni nos dijeron sus nombres, y en las escuelas no nos enseñaron sus vidas. La mayoría de los cubanos desconoce que José Martí tuvo siete hermanas, siendo él el primogénito. Y aunque quizás, al igual que Leonor Pérez Cabrera, la madre, ellas no estaban de acuerdo con la posición política de su hermano(1), es necesario dar a conocer a estas mujeres que también formaron parte importante de nuestra historia.

Leonor Pérez Cabrera(2) contrajo matrimonio con Mariano Martí Navarro(3) en 1852 en la iglesia parroquial de Nuestra Señora de Monserrate en La Habana. Poco más de un año después del nacimiento de José Martí y Pérez en La Habana en 1853(4), vendría al mundo la primera de las hembras.

Leonor Petrona Martí y Pérez, (La Habana, el 29 de julio de 1854-México, 1900), conocida cariñosamente como “La Chata”, fue bautizada en la capilla del Castillo del Morro. El 16 de septiembre de 1869 Leonor Petrona contrajo matrimonio con Manuel García y Álvarez con quien tuvo cuatro hijos: María M. Andrea, fallecida a los tres años de edad; Alfredo, Oscar y Mario, este último nacido en México entre 1875 y 1876. Leonor fallece del corazón en La Habana, en julio de 1900.

El tercer hijo del matrimonio fue Mariana Salustiana “Ana” Matilde Martí y Pérez que nace en La Habana el 8 de junio de1 1856. Fue novia del pintor mexicano Manuel Ocaranza e Hinojosa(5). Falleció en México, D.F., el 5 de enero de 1875, a los 19 años. Se conserva un poema de su autoría dedicado a la madre. De ella escribió Martí una crónica y unos versos. He aquí un fragmento: “Impaciente y estúpido el correo, lucha y vence mi amor y mi deseo. Carta es mi carta, más si bien la peso, me une a tu imagen tan estrecho lazo, que es cada frase para ti, un abrazo, y cada letra que te escribo, un beso”(6). (1868)

El 2 de diciembre de 1857, estando la familia residiendo en Valencia, buscando hacerse de un futuro en esa ciudad española, y estar junto al resto de la familia, les nace María del Carmen (La Valenciana) Martí y Pérez, (1857-1900), de ahí que la apodaran «La Valenciana». En 1882 María del Carmen se casa con Juan Radillo y Riera, y de esa unión nacen: Juan Paulino, María del Carmen Eleuteria, Pilar, Enrique y Angélica Mauricia. María del Carmen murió en La Habana, el 14 de junio de 1900.

Se cree que la familia también residió por poco tiempo en Santa Cruz de Tenerife, donde por entonces vivía la madre de doña Leonor. Pero la familia decide regresar a Cuba al no poderse encaminar don Mariano en la Península. Es muy probable que en el viaje de regreso para Cuba doña Leonor fuera embarazada, ya que el 13 de noviembre de 1859 nace en La Habana, María del Pilar Martí y Pérez. Pero la niña fallece en la niñez, cuando contaba solo 6 años, el 12 de noviembre de 1865.

Rita Amelia Martí y Pérez (1862-1944), la sexta de las hembras, nace en La Habana, el 10 de enero de 1862. En 1883 contrae matrimonio con José García y Hernández con el que tiene varios hijos: José Joaquín, Amelina, Aquiles, Alicia, Gloria - que murió a los diecisiete años -, Raúl y José Emilio. Rita Amelia vivió los últimos años de su vida en una casita que le había donado el gobierno de Fulgencio Batista(7). Rita muere en La Habana, el 16 de noviembre de 1944.

La séptima hija del matrimonio, Antonia Bruna Martí y Pérez (1864-1900), nació en La Habana, el 6 de octubre de 1864. En 1885 contrajo matrimonio con Joaquín Fortún y André. Sus hijos fueron: Joaquín, Ernesto, María y Carlos. Algunos historiadores apuntan que estos dos últimos hijos se establecieron en México donde aún quedan descendientes. La historiadora Olivia América Cano Castro(8) afirma que estos descendientes residen en la ciudad de Tepic, capital del estado de Nayarit. Antonia Bruna falleció en La Habana el 9 de febrero de 1900, pocos meses antes que su hermana María del Carmen.

La última hija que tuvieron Leonor y Mariano fue Dolores Eustaquia «Lolita» Martí y Pérez. Nace el 2 de noviembre de 1865, diez días antes del fallecimiento de su hermana Pilar. Lolita muere en la niñez, el 23 de diciembre de 1873.

Cuando en Cuba corrían los terribles años de las conspiraciones y el comienzo de la guerra de los Diez Años (1868-1878), José Martí, todavía un joven de solo 16 años, se declara opuesto al gobierno de la Metrópolis, y es encarcelado por encontrársele escritos en contra del régimen. Su madre trata sin éxito de que sea liberado, y luego el gobierno decide expatriarlo para España. En el hogar de los Martí y Pérez hay preocupación y desasosiego por el futuro de aquel hijo que les ha resultado tan rebelde.

En 1875, al terminar sus estudios en la Península, Martí, ya graduado en leyes, va reunirse con su familia que ha viajado a México para estar junto a él. Nos podemos imaginar el alborozo y también las lágrimas en ese encuentro; llevaban seis años sin verse. Don Mariano Martí llega a México sin dinero ya que todo lo que tenía ahorrado lo había gastado en los trámites de la cárcel de su hijo José. Pero entonces conoce a Manuel Mercado(9) quien lo ayuda, y por el obtiene un contrato de suministros de arreos y mochilas para el ejército mexicano. Toda la familia se dedica a confeccionar estos artículos lo cual contribuye a poder salir de la penuria y poner casa propia, aunque es Martí quien más los ayuda económicamente con sus honorarios como periodista. En febrero de 1877 la familia regresa a La Habana.

En México Martí se relaciona con la camagüeyana Carmen Zayas Bazán con quien más tarde se casa. El matrimonio regresa a Cuba donde les nace en 1878 su único hijo, José Francisco(10). Estando en La Habana el gobierno español le pide a Martí que renuncie a sus ideas revolucionarias y que apoye al gobierno colonial, pero Martí se niega y una vez más es deportado a España. Pensamos que a partir de entonces José y las cuatro hermanas que quedaban vivas: Leonor, María del Carmen, Rita Amelia y Antonia Bruna, nunca más se volvieron a ver. Ellas habían constituido sus familias, y prosiguieron con sus vidas, aunque estarían al tanto de la trayectoria de su hermano, y habrían sentido la angustia y la incertidumbre por su futuro.

Martí muere en Dos Ríos al comienzo de la Guerra de Independencia. Las hermanas de Martí fallecerían, tres antes que él, y otras tres pocos años después que él. Rita Amelia sería la única que viviría hasta casi mediados del siglo XX. Fue Rita la que acompañó a su madre hasta el final. Debió haber sido muy duro para Leonor Pérez sobrevivir a todos sus hijos. Ciega y viviendo en la penuria, se ve obligada a solicitar del gobierno interventor norteamericano un puesto de oficial tercero en la Secretaria de Agricultura, Industria y Comercio. Pocos años después fallece en La Habana, el 19 de junio de 1907. Doña Leonor fue enterrada junto a su esposo en el Cementerio de Colón en un panteón que los emigrados revolucionarios de La Habana erigieron para ellos frente a las tumbas de Máximo Gómez y de la familia de Gonzalo de Quesada.

Esta es, a grandes rasgos, la historia de las mujeres de una familia insigne en la que el padre y la madre enseñaron a sus hijos el respeto por los padres; por las autoridades eclesiásticas, civiles y militares, y sobre todo, entre todos los miembros de la familia. Como dicen algunos historiadores, la unidad familiar de los Martí-Pérez nunca se fragmentó a pesar de ausencias y desarraigos.

Hace falta que los historiadores continúen la investigación y nos hablen más de las vidas, anhelos y pesares de los miembros de esta ilustre familia. Es importante que los investigadores sigan rastreando en archivos y museos para que los cubanos sepamos más de nuestros héroes y mártires. Sobre todo, que nos hablen de las mujeres, porque como dijo Gaspar Betancourt Cisneros (11): «las mujeres […] son el punto de partida de los pueblos; de ellas salen los héroes o los tiranos; los sabios o los ignorantes; los patriotas o los traidores; los filósofos o los libertinos»(12).

Conozcamos nuestra historia. Sin historia no tenemos raíces ni identidad. Y sin pasado, no hay futuro.

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1.          En una carta de 1882, doña Leonor amonesta a Martí diciéndole: «…Dentro de 3 días cumplirás 29, me resigno, pero no me conformo a que a esa edad, con tantos elementos de vida, sufras tantas angustias, y que mis muchas reflexiones nada hayan podido en tu destino…».
2.          Leonor Pérez Cabrera nació en Santa Cruz de Tenerife, en1828, y falleció en La Habana en 1907.
3.          Nació en Valencia en 1815 y falleció en La Habana en febrero de 1887.
4.          La historiadora Olivia América Cano Castro indica en sus investigaciones que José Martí nació en la enfermería de la Fortaleza de la Cabaña, y que estuvieron residiendo él y sus padres en la barraca no. 7 por un tiempo. Por ser don Mariano sargento de artillería, existía una orden que obligaba a estos militares a residir en la Fortaleza.
5.          Manuel Ocaranza e Hinojosa (1841-1882), fue un pintor mexicano modernista, amigo de José Martí.
6.          Obras completas de José Martí, «Hermanita mía», Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2002, vol. 17, pp. 18
7.          Fulgencio Batista y Zaldívar, (Banes, 1901-Marbella, España, 1973), fue el presidente electo de Cuba de 1940 a 1944, y gobernante de facto entre 1952 y 1959.
8.          Ver Olivia América Cano Castro: Leonor y Mariano, padres de Martí, Grupo de Comunicación Galicia en el Mundo, S.L., Vigo 2009, p. 62.
9.          Manuel Antonio Mercado y de la Paz (1838-1909). Oficial Mayor de la Secretaría de Gobierno, diputado al Congreso de la Unión. Desempeñó diversos cargos en los tribunales de justicia y en el gobierno, Secretario del gobierno del Distrito Federal. Al arribar José Martí a México, Mercado residía en la casa contigua a la de don Mariano Martí, y comienza así una amistad que perduraría toda la vida. Mercado conservó con cariño más de un centenar de cartas que Martí le escribiera, y gracias a ello se han conocido valiosos aspectos de la vida y el pensamiento del héroe cubano.
10.       José Francisco Martí y Zayas Bazán (2 de noviembre de 1878 –22 de octubre de 1945), contrajo matrimonio con la cubana María Teresa Bancés y Fernández-Criado (1890-1980) en la parroquia del Sagrado Corazón de Jesús del Vedado en La Habana, el 21 de febrero de 1916. El matrimonio no tuvo descendencia.
11.       Gaspar Betancourt Cisneros. El Lugareño, (Puerto Príncipe, 28 de abril, 1803 – La Habana, 12 de diciembre, 1866. Periodista, escritor y revolucionario independentista.
12.       Gaspar Betancourt Cisneros: Costumbristas cubanos del siglo XIX, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2003.

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Bibliografía

Betancourt Cisneros, Gaspar: Costumbristas cubanos del siglo XIX, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2003.

Cano Castro, Olivia América: Leonor y Mariano, padres de Martí, Colección Crónicas de la Emigración, Grupo de comunicación Galicia en el Mundo, Vigo, 2009.

Fernández Soneira, Teresa: Mujeres de la Patria, contribución de la mujer a la independencia de Cuba, (Guerra de 1895), vol. II, Ediciones Universal, Miami, 2018.

Mañach, Jorge: Martí el Apóstol, Editorial Verbum, Madrid 2015.

Obras completas de José Martí, Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2002.



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Teresa Fernández Soneira (La Habana 1947), es una historiadora y escritora cubana radicada en Miami desde 1961. Ha hecho importantes aportes a la historia de Cuba con escritos y libros de temática cubana, entre ellos, CUBA: Historia de la educación católica 1582-1961, Ediciones Universal, Miami, 1997, Con la Estrella y la Cruz: Historia de las Juventudes de Acción Católica Cubana, Ediciones Universal, Miami, 2002. En los últimos años ha estado enfrascada en su obra Mujeres de la Patria, contribución de la mujer a la independencia de Cuba, (Ediciones Universal, Miami 2014 y 2018). El volumen I dedicado a la mujer en las conspiraciones y la Guerra de los Diez Años, y el volumen 2, de reciente publicación, trata sobre la mujer en la Guerra de Independencia. En estos dos volúmenes la autora ha rescatado la historia de más de 1,300 mujeres cubanas y su quehacer durante nuestras luchas independentistas.

Teresa Fernández Soneira es Miembro Correspondiente de la Academia de Historia Cubana radicada en el Exilio.

 Reproducido del Blog “Gaspar, El Lugareño”