17 de febrero de 2016

El abuelo de Pablo

El abuelo de Pablo

Hermann Tertxch

Uno de los más claros indicios de que el Frente Popular, antes aún de ser reeditado en su versión 3.0/Siglo XXI, está ganando por fin la Guerra Civil española de 1936, está en que, desde hace ya mucho tiempo, las mentiras con las que se reescribe la historia de España son aceptadas sin reservas por todos. Incluso por quienes saben de su falsedad. El vencedor impone eso que llaman ahora la narrativa, el discurso o sencillamente la versión hegemónica de la historia y el canon bibliográfico que lo sustenta. Todas las administraciones públicas españolas, da igual quién las gobierne, publican desde hace lustros ya cuentos sobre la historia de la II República, la guerra y el franquismo. Siempre desde una visión partidaria del Frente Popular. Cada vez con menos ánimo de equidad.
 
En algunos de esos libros con más ficción que hechos, se cuenta que Manuel Iglesias, el abuelo del líder de Podemos, Pablo Iglesias, fue condenado a muerte por dictar sentencias desde un tribunal militar republicano. Y que su pena habría sido conmutada por informes favorables de falangistas que intercedieron en su favor. No. Es cierta su presencia en un tribunal militar que firmó centenares de penas de muerte. Pero eso podría entenderse como acto de guerra. El abuelo de Pablo Iglesias fue condenado a muerte por participar en sacas, es decir, en la caza de civiles inocentes desarmados en la retaguardia en Madrid.
 
En concreto, por ser quien identificó y sacó de su casa para asesinarlos al marqués de San Fernando, Joaquín Dorado y Rodríguez de Campomanes, y a su cuñado, Pedro Ceballos. Eso fue el 7 de noviembre de 1936 en la calle del Prado, número 20. Acudió allí Manuel Iglesias acompañado por Manuel Carreiro «el Chaparro», Antonio Delgado «el Hornachego» y otros milicianos armados conocidos como «el Vinagre», «el Ojo de Perdiz» y «el Cojo de los Molletes». El abuelo dirigía esa ilustre compañía porque era él quien conocía a su paisano de Villafranca de los Barros, el desdichado marqués. Este y su cuñado fueron conducidos a la checa en la calle Serrano, 43. Al día siguiente aparecieron ambos asesinados en la Pradera de San Isidro.
 
Detenido tras la guerra, Iglesias fue condenado a muerte. Sorprende que, conmutada la pena por 30 años de prisión, Iglesias saliera en libertad tras cumplir solo cinco y obtuviera además de inmediato un empleo en el Ministerio de Trabajo de José Antonio Girón de Velasco, un absoluto privilegio en la posguerra. No puso Manuel, como podría pensarse, una vela a sus benefactores Franco y Girón. Mantuvo viva la llama del odio en la familia. Al menos uno de sus seis hijos fue miembro de la banda terrorista FRAP. Era el padre de Pablo.

Lo preocupante hoy no es aquel crimen atroz del 7 de noviembre de 1936 en una guerra en la que hubo tantas atrocidades cometidas en ambos lados. Preocupante es la admiración sin reservas que muestra hacia aquel miliciano criminal un nieto suyo que puede pronto gobernar España. La trágica deriva de la democracia española ha convertido en práctica certeza de que, antes o después de nuevas elecciones, se constituirá un gobierno del Frente Popular en el que Iglesias ocupará, como otros comunistas, un cargo principal.
 
No se conoce a Iglesias en sus infinitas peroratas políticas y morales la mínima reflexión crítica sobre las prácticas criminales del Frente Popular en las que participó su abuelo. Ni una aproximación de luto y pesar por el dolor causados por los milicianos. Cuando los criminales se convierten en ídolos y ejemplo, alguien siempre cae en la tentación de emularlos.
 
En su celebrado libro «La incapacidad del luto», Alexander y Margarethe Mitscherlich expusieron que el proceso de curación de sociedad e individuo tras una tragedia traumática bélica y criminal exige luto y especial compasión por las víctimas ajenas, los muertos a manos del propio bando. Ellos trataban el nazismo y la necesidad de que los alemanes se reconciliaran con su pasado a través del luto por las víctimas causadas en su nombre.
 
Así fui educado yo por un padre que había servido como diplomático a un régimen criminal, la Alemania nazi, y que pagó después en cárceles de ese mismo régimen el repudio a su militancia anterior. Para que jamás cayéramos como él y millones habían caído en las ideologías del populismo y el odio, nos educó en el poder curativo de la verdad frente al mito político, en la defensa a ultranza de la conciencia individual frente a la muchedumbre.
 
La transición no estuvo lejos de este luto cruzado como proceso liberador en el marco de la reconciliación nacional, como paso necesario hacia una cultura de la memoria común de todos los españoles ya liberados de bandos. España, pobre siempre en escenificar y solemnizar intenciones, no llegó a institucionalizarla. Y después fue tarde. La frágil arquitectura de la reconciliación habría de saltar por los aires alevosamente dinamitada por el revanchismo liderado por José Luis Rodríguez Zapatero.

Hoy volvemos a estar lejos de aquella reconciliación y el odio brota de los discursos y medios de gran parte de una izquierda que asumió entera el discurso de Zapatero. Millones de españoles están en proceso de dejarse seducir por una ideología potencialmente tan criminal como la profesada en su día por el abuelo de Iglesias o mi padre, la comunista o la nacionalsocialista. Veo en Podemos la soberbia del desprecio y la voluntad de criminalización de todo discrepante.
 
Asustan la frivolidad de los políticos y su ignorancia al trivializar los mensajes totalitarios. Cuando niegan los peligros tachándolos de «imposibles» «a estas alturas» «en la Europa desarrollada». Así se negaba la amenaza en los años veinte y treinta del siglo XX cuando protagonizaron su brutal e imparable ascensión los totalitarismos, frente a democracias tan cuestionadas, frágiles y corruptas como las actuales. Europa estará sometida pronto a muy virulentos vaivenes que despertarán fuertes pasiones.
 
Tras setenta años de paz, se extiende y generaliza por el continente, y muy especialmente en España, la derrota de la razón frente a los tumultos de los sentimientos. Y la cobardía de la mentira, hoy también llamada corrección política. La única fuerza capaz de hacer frente a la amenaza de un nuevo delirio de masas como el que cubrió Europa de ruinas y de muertos en el siglo XX es la verdad.
 
Son las verdades que la política tradicional no se atreve a exponer a sus electorados y deja en manos de populismos de todo signo para que las manipulen a su antojo. La verdad por dura e implacable que sea, tan despreciada e ignorada en España, es el único instrumento que podría hacer reaccionar a las sociedades. Para hacer frente a la nueva barbarie totalitaria que llega cabalgando los torrentes de mentiras sentimentales tan perfectamente representadas por el cuento que esconde las verdades del abuelo de Pablo.

 ABC, Madrid

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