6 de febrero de 2013

Impresionismo, dos exposiciones en Madrid



Impresionismo,
dos exposiciones simultáneas
en  Madrid


En la Fundación Mapfre

El impresionismo fue un movimiento artístico de ocho exposiciones. Pero, más que en el grupo, se desarrolla y hace tangible en el individuo. Es la trayectoria personal de estos artistas, las derivas posteriores que siguieron todos ellos, lo que estudia «Impresionistas y postimpre- sionistas», la exposición que ha abierto la Fundación Mapfre en Madrid.

Si en un anterior evento la sala se había centrado en el nacimiento de esta escuela de pintores irreverentes que desafiaron la norma y apostaron por ellos mismos, ahora se centra en la carrera que desarrollaron después, cuando se disolvieron como grupo. Lo hace, además, a través de las obras maestras del Museo d'Orsay.

 Un conjunto de 78 piezas a las que resulta difícil ver fuera de sus salas originales y que enseñan la evolución de los pintores que adaptaron, cada uno por su cuenta, diferentes lenguajes. «Nuestro propósito –comenta Pablo Jiménez Burillo, comisario de la exposición junto a Guy Cogeval– es mostrar qué pasa al final del impresionismo. En otra exhibición anterior, analizábamos su nacimiento. Aquí empezamos con los impresionistas después del impresionismo. Vemos sus caminos personales.

Touluse-Lautrec
Renoir acaba en sí mismo. Cézanne se abre al arte del siglo XX. Gauguin también irá por esa senda. El postimpresionismo es una sucesión de pintores inclasificables, como Van Gogh y Tolouse-Lautrec, los puntillistas o los Nabis. Todas estas corrientes avanzan hasta llegar a los Nabis, que se verán sorprendidos por la Primera Guerra Mundial. Es ese momento en el que muere una idea de la pintura».

Las aportaciones plásticas que ofrecieron durante este periodo influyeron en las generaciones que vinieron después. Esto sucede con Renoir y sus bañistas, el ciclo de estilo «agrio» tan alejado del impresionismo; con Anquetin, que dio pie al Cloisonismo (que se caracteriza por utilizar colores planos contorneados por un trazo oscuro), o con Paul Sérusier y su famosa obra «El talismán», que influyó de manera determinante en los Nabis.

Dos caminos diferentes

«Hay distintas corrientes –explica Jiménez Burillo–. Uno es el de Cézanne, que va creando estructuras y composiciones, y pone las bases del cubismo. En sus cuadros se ven ya las cosas simultáneamente, desde diferentes partes. También está Gauguin, que persigue con su simplificación contar que también existe en la naturaleza una verdad espiritual. Ésas son las apuestas que llegan al siglo XX. Por un lado, una que es muy formal y, la otra, espiritual. La primera conducirá al cubismo y la abstracción; la otra, hacia el surrealismo, hasta Bois. Esas posibilidades nacen aquí». 

Degas
La exposición arranca con una impresionante pintura de Dégas, «Bailarinas subiendo una escalera» (1886-1890). A partir de ahí se abre un verdadero catálogo de obras maestras. No han traído un ejemplo de maestro representado. Lo que hay es un conjunto de piezas que forman un retablo adecuado para apreciar su evolución (se pueden ver, así, las famosas catedrales de Monet) y poder cotejar las diferencias existentes entre sus estilos. Sólo hay que comparar los retratos, en la misma sala, de Renoir con «Retrato de Madame Cézanne», de Cézanne; o los paisajes de este último con los de Gauguin (del que se puede contemplar el famoso óleo «Campesinas bretonas», «Marina con vaca» y «Los Alyscamps»). También está presente el intento de intelectualización de esta pintura a través de las propuestas de Georges Seurat (con el magnífico «El pequeño campesino de azul»), varios paisajes de Paul Signac, Charles Angrand, del que se exhibe «Pareja de calle», o Maximilian Luce.

«El impresionismo fue la cumbre del siglo XIX, un nuevo renacimiento. Creo que conecta con la gente porque es muy positivo. Es brillante, es colorista, no aburre. Por eso seduce tanto al público. Es una gran fiesta de la pintura. Uno de los momentos de gracia de la historia del arte», comenta Jiménez Burillo.

El recorrido termina con algunos autores menos conocidos por el gran público, como son Maurice Denis, Féliz Valloton (que se medirá precisamente a Bonnard a partir de unos lienzos con atrevidas luces interiores) o Édouard Vuillard, del que se exponen los paneles de una de sus obras más famosas y que es difícil que vuelva a prestarse en otra ocasión: «Jardines públicos».

En el Museo Thyssen:
De Corot a Monet,
la conquista de la luz a través de la pintura al aire libre

Seurat

 Los impresionistas salieron del taller para reencontrar la espontaneidad del arte y limpiar la mirada de academicismos. Los pintores habían comenzado a trabajar al aire libre cien años antes, con Pierre-Henri de Valenciennes, en un intento de enclaustrar la naturaleza en las dimensiones de un lienzo. Pero fueron ellos los que pasaron del realismo al paisaje personal; del respeto a las formas al estilo personal, que es la fidelidad hacia uno mismo.

Sus apuntes resultaron un viaje inesperado hacia esa vanguardia interior que llevaban con ellos y que desafiaba las rigideces que sobrevenían impuestas. La montaña, el río, la nube eran la excusa para apelar al talento, como ocurre con «Marea baja» (1883), de Renoir, y «Mar agitado» (1883), de Monet, donde el mar, en ambos casos, está dentro de ellos mismos más que fuera.

Por su parte, el Museo Thyssen inauguró ayer, miércoles 5 de febrero, una exposición que muestra la aventura artística que emprendieron estos creadores por ver de nuevo la luz. A través de 113 obras se enseña la sinuosa trayectoria que llevó desde los planteamientos de Corot, Courbet o Constable hasta los Monet, Cézanne o Van Gogh para conquistar el exterior.

El recorrido muestra esa evolución, no siempre lineal, y las soluciones que se propusieron para superar la obra precedente, el óleo ya hecho. «Ellos se jactaban de trabajar así. Formaba parte de su identidad», explicó Juan Ángel López-Manzanares, comisario de la muestra.

Nuevos desafíos

En su búsqueda, liberaron al paisaje de ese protagonismo secundario que le había reducido a ser una comparsa de una narración mayor, un decorado bonito para las pinturas heroicas. Lo convirtieron así en un motivo principal, desprendiéndolo del aliño histórico. Encontraron en esa exploración nuevos desafíos técnicos, que en esta exhibición pueden distinguirse, y la confirmación de que las sombras son azulencas, no negras, lo que supuso un avance en lo visual.

«Todos los cuadros hechos en el taller no valdrán nunca lo que valen los óleos realizados al aire libre. Al representar escenas desde fuera, las oposiciones de las figuras sobre los terrenos son asombrosas», aseguró en una carta Cézanne, el hombre que comenzó a entender que un objeto es una suma de ángulos diferentes.

La exposición arranca con las primeras aproximaciones a la naturaleza a partir de Valenciennes, Constantin, y esa enseñanza primera que mantuvieron después generaciones de creadores de que un óleo al aire libre «debe durar dos horas como máximo» y «si es un amanecer o una puesta de sol, media hora». A través de siete secciones se puede observar cómo trataron distintos temas: las ruinas, los árboles, cascadas... Cada uno parte de una fascinación propia por un determinado rincón, cielo o valle, que sólo es una preferencia que proviene de su sensibilidad, de sus fascinaciones.

Van Gogh
La grandiosidad, como en «El valle de las angustias» (1857), de Courdouan, va abriendo paso al intento por capturar el instante, el momento, que fue la principal preocupación de los impresionistas, llevando así de «Sauces junto a un riachuelo» (1805), de Turner, donde la figura pierde el contorno hasta convertirse únicamente en luz, a «El deshielo de Vétheuil» (1880), de Monet. En estas obras pueden encontrarse analogías, como se ve en «Cardo» (1880), de Manet, y «Estudio de accederas y hierbas» (1828). Pero, sobre todo, puede observarse cómo van formándose visiones tan singulares y diferentes como las que van de Van Gogh a Seurat o Cézanne.
 Reproducido de La Razón, Madrid

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