21 de junio de 2011

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Europa no va bien

- Alejandro Muñoz-Alonso

 La misión militar contra la dictadura de Gadafi fue promovida por los europeos —específicamente por Sarkozy y Cameron- con el sólido argumento de que había que evitar que el dictador libio masacrara a su propia población. La resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas hacía de ese objetivo —la protección de la población civil- el principal objetivo de la misión. Los Estados Unidos, implicados en la complicada guerra de Afganistán -en la que la ayuda de los aliados europeos de la OTAN, con la excepción del Reino Unido, es poco más que simbólica- no mostraron ningún entusiasmo por la aventura libia y sólo se comprometieron a apoyar desde la retaguardia. Al final, son ellos los que llevan el peso de todas las operaciones porque son los únicos que cuentan con las capacidades militares adecuadas. Como se dijo hace algún tiempo, los americanos hacen la cocina y los europeos lavan los platos. 

Prácticamente desde que la OTAN se fundó haca ya más cincuenta años, los americanos vienen pidiendo a sus aliados europeos un “reparto de las cargas” que implica la pertenencia a la Alianza y vienen pidiendo que los gastos militares de todos los aliados sean, al menos del 2 por ciento sobre el PIB. Con distintos pretextos todos los países se echan atrás y la presente crisis económica se ha convertido ahora en el argumento más utilizado. Sólo Reino Unido y Francia tienen una Fuerzas Armadas medianamente útiles para los modernos compromisos. 

Se explica así el duro discurso de despedida —cesa al final de este mes- del secretario de Defensa de los EE UU, Gates, desarrollado en torno a un argumento ya viejo pero sólido y absolutamente verídico: Los europeos son meros consumidores de la seguridad de la que les proveen los americanos y apenas si aportan, por su parte, lo que sería necesario para completar el esfuerzo común. 

Esto ha sido verdad desde 1949, pero una vez terminada la Guerra Fría se puso de moda hablar de “los dividendos de la paz” que más o menos quería decir gastaremos el mínimo en defensa y si algún día necesitamos algo en este terreno ya llamaremos a los americanos. Como en la Primera y la Segunda Guerras Mundiales. Con el racaneo europeo en Afganistán y la operación de Libia —típica del capitán Araña: los europeos se lanzan pero después la cara la dan los americanos- esta actitud está llegando a su fin. Kissinger decía aquello de “si hay que llamar a Europa, cuál es su número de teléfono” porque no se sabía muy bien quién estaba al mando. Después del Tratado de Lisboa con su proliferación de cargos (Presidentes de la Comisión y del Consejo Europeo más la Alta Representante, por no hablar del ya en decadencia presidente de turno) saber a quién se llama para “hablar con a Europa” se ha hecho aún más complicado. 

Aunque como me decía alguien hace poco en Washington ya no se pregunta nadie a quién hay que llamar, sino para qué llamar a Europa, porque ya saben lo da de sí. Empezamos a ser perfectamente prescindibles. Además, los americanos empiezan a estar hartos de la autosuficiencia con que los europeos critican el sistema americano de seguridad social, tan pobre, ciertamente, si se le compara con el “Estado de bienestar” de que tan orgullosos están los europeos. ¿No se dan cuenta —se preguntan- que pueden disfrutar de su bienestar porque nosotros les damos gratis seguridad y defensa?

De ahí la irritada despedida de Gates: “La cruda realidad es que la Alianza más poderosa de la historia lleva once semanas en una operación contra un régimen pobremente armado en un país de población dispersa y muchos de los aliados no tienen ni munición, de modo que se la tienen que pedir a los Estados Unidos…No puede perdurar una división entre los que están dispuestos y pagan la carga y los que disfrutan de los beneficios de ser miembros de la OTAN pero no quieren compartir los riesgos y los costes”. 

A la vista de todo esto, da risa la pretensión europea de llegar a ser “un actor global”. Europa apenas pinta en este mundo globalizado, aunque sea por ahora la primera potencia comercial y se gaste un dineral en cooperación. Porque en el duro mundo de la política mundial no basta ese soft power que tanto encandila a los europeos. Los dirigentes políticos europeos no están al nivel que exige este tiempo y si no reaccionan se van a cargar cuanto significa la Unión Europea, que fue una de la grandes empresas del siglo XX, promovida, claro está, por unos dirigentes de una estatura muy diferente a la enanez política de los actuales. Estos males europeos tiene remedio si se evitan las tentaciones nacionalistas y electoralistas y se trabaja por una unidad más estrecha.

A la misma conclusión se llega si se reflexiona sobre la cuestión del euro. La moneda única era una empresa de largo alcance pero en la que sólo se podía participar desde la base de una seriedad y de un rigor a los que se tendía con el instrumento de los criterios de convergencia. Los tramposos no tenían cabida y, por ejemplo, los griegos han hecho trampas desde el principio. No se puede entender cómo se les permitió la entrada en la eurozona. Y, por lo que hace a España, todo fue bien mientras dirigió el país un Gobierno serio como fue el de Aznar, pero en cuanto nuestro país cayó en manos de unos irresponsables hemos vuelto a caer en el hoyo. 

Estas gentes que se echan a la calle, manipulados por los de siempre, protestan porque ha llegado la hora de apretarse el cinturón, algo inevitable cuando se ha disparado sin medida con la pólvora del rey que, en realidad es la de todos los ciudadanos. Una “pólvora” que es mucho más de los que se quedan en casa y votan cuando hay que hacerlo que la de estas pandas de farsantes que se arrogan una representación que nadie les ha dado. Sería mucho más lógico que se hubieran manifestado cuando sus gobiernos se gastaron lo que no tenían con el demagógico pretexto de “la primacía del gasto social”, tan a menudo mero instrumento para pagar a las clientelas políticas. Pero desde los griegos se sabe que cuando una democracia se corrompe se transforma en demagogia. Y en eso estamos con beneplácito y aplauso de los que esperan pescar en río revuelto que, también, son los de siempre, aunque hipócritamente se lamenten. 
ALEJANDRO MUÑOZ-ALONSO es catedrático de Opinión Pública de la Universidad Complutense y de la Universidad San Pablo CEU. Y, además, es europeo.
Reproducido de El Imparcial, Madrid

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