13 de abril de 2015

Tres años con Monseñor Román

Tres años con Monseñor Román

Daniel Shoer Roth
El Nuevo Herald, Miami

Al camarero que le sirvió la mesa y al alcalde que le otorgó la llave de la ciudad; al iletrado y al genio; al beneficiario de cupones de alimentos y al empresario de la nómina Forbes; a las mujeres, los jóvenes, los creyentes sincréticos y la comunidad gay; al taxista que lo hizo reír y al congresista que pidió sus consejos; al novicio y al cardenal… a todos, sin importar condiciones ni procedencias, Monseñor Agustín Román ofreció dosis iguales de cariño y respeto.

Fue cayado, faro y estrella de esperanzas. De hecho, su presencia aún pervive en esas almas, tres años después de que marchara tras las huellas de Henoc: “Anduvo con Dios, y desapareció porque Dios se lo llevó” (Génesis 5, 24).

Descuellan entre estas personas dos figuras cimeras de las iglesias de Estados Unidos y Cuba: el Cardenal Seán Patrick O’Malley –designado por el Papa Francisco para prestarle sus afanosas manos en el izamiento de la bandera de la reconquista de la fe católica– y Monseñor Dionisio García Ibáñez, custodio de la sagrada imagen de la Virgen de la Caridad en la Basílica del Cobre.

Sus testimonios, en audiencias privadas que gentilmente me concedieron, son dos de las diademas de la biografía del padre de los cubanos católicos exiliados, cuyo manuscrito –tras una inquisidora y rigurosa investigación de más de tres años– está listo para imprenta.

Con singular franqueza y apertura, el Arzobispo de Boston proclamó: «Monseñor Román era un apóstol incansable que tocaba las vidas de muchísimas personas, más que cualquier otro obispo, creo yo, pastoralmente, porque los obispos normalmente ocupan mucho de su tiempo en cuestiones administrativas. En el caso de Monseñor Román, toda su vida era el apostolado y el servicio ministerial directamente al pueblo».

Por su parte, el Presidente de la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba magnificó, con extraordinaria claridad, el papel del fundador de la Ermita de la Caridad: «El cubano cuando va a la iglesia necesita ser acogido; sentirse que aquello es de uno. En Cuba, puede haber una persona que no sea ni creyente, pero, cuando mira la iglesia del pueblo, dice: ‘esa es mi iglesia’. Entonces, eso había que vivirlo aquí [en el exilio]. Y yo creo que Román fue el hombre que no solamente trató de sostener y mantener la fe y darle una guía espiritual al cubano que vivía aquí, sino que se preocupaba mucho por el que llegaba. La Ermita era la puerta que lo recibía a un lugar que era suyo».

A través de las páginas del manuscrito, fluye su apacible caridad y sentida misericordia; su voluntad de luchar por el bienestar de los más frágiles; su tarea misionera en tres países; su compromiso con la educación y la catequesis en sus múltiples formas.

En el contexto histórico actual, el libro cobra mayor vigencia por las actitudes y pronunciamientos que en vida manifestó Monseñor Román. Mientras en la Cumbre de las Américas se predica un “borrón y cuenta nueva” en las relaciones entre La Habana y Washington, es saludable perpetuar la figura del líder desterrado que denunció, en palabras colmadas de amor y perdón, las injusticias y el dolor infligidos a su pueblo. Su conciencia crítica fue el más efectivo despertador del letargo de la indiferencia y la conformidad, al igual que, en su tiempo, la del insigne sacerdote Félix Varela.

Durante meses, tuve la dicha de reunirme periódicamente con el primer cubano nombrado obispo por la Iglesia norteamericana en aras de poder volcar, con el poder de la pluma, sobre las futuras generaciones, sus ideales de vida, su valentía, cubanidad y santidad. Como depositario de esa confianza, me he aferrado al diligente compromiso de proyectar su legado en la historia –y, bañado de regocijo, fui arrastrado a dar nuevos horizontes a mi propia vida.

Cumplida mi responsabilidad de escritor, llega la hora, con la publicación de la biografía, de la “resurrección” del trabajo pastoral de Monseñor Román con miles de refugiados e inmigrantes. Sus voces se incorporan en el texto gracias a pequeñas contribuciones de sus memorias que se transforman en un fecundo patrimonio común, imitando el modelo de la Ermita, construida con diminutos donativos –kilos prietos, les decían– de miles de fieles. Aquellos pioneros regaron este suelo con el sudor de la frente. El libro narra sus penas y proezas.

“La fiesta del exilio era ir a la Ermita”, me relató Francisca “Panchita” García, voluntaria de la primera hora de la capillita provisional que engendró un Santuario Nacional de fama mundial. “No había otra cosa; primero no teníamos los medios, ni teníamos el conocimiento, ni el idioma. Era importante tener un lugar donde encontrar a la Madre porque éramos un pueblo desterrado, un pueblo que esperaba constantemente regresar a Cuba; vivíamos con la idea de que esto era un tiempito, y ese tiempito se extendía y extendía”.

El Cardenal O’Malley, quien compartió una amistad de tres décadas con el biografiado, alaba ese don de servicio a la comunidad: «Era una persona de tanta paz, que inspiraba confianza por su forma de ser y tenía una gran prudencia pastoral en los consejos que daba a la gente, siempre dispuesto a acompañar a las personas en sus sufrimientos –afirma–. Claro, aquí, sobre todo en los primeros años de la diáspora en Miami, en Florida, la comunidad cubana había sufrido muchísimo y él entendía eso. Realmente sabía traer la fuerza de la fe a estas circunstancias tan difíciles».

Como el título de la película A Man for All Seasons, Román fue un hombre para todas las estaciones, para todas las circunstancias de su patria cubana; para la eternidad. Impulsado por su empeño apostólico, se hizo “todo a todos” (1 Corintios 9, 22).

A principios de la década de 1970, el artista del mural de la Ermita, Teok Carrasco, creó una pintura de la Virgen Mambisa para el otrora Padre Román. De espíritu generoso, este mandó a hacer vívidas litografías para sus allegados colaboradores en las asociaciones laicales.

Meses atrás, una de las devotas más queridas de la Archicofradía de la Ermita me obsequió una de esas litografías originales autografiada, a puño y letra, por Agustín Román. Tomé la libertad de reproducirla y, siguiendo el ejemplo del clérigo, regalé una copia a Monseñor Dionisio durante nuestra reciente entrevista en la Parroquia St. Brendan. Osé pedirle un favor: llevar al director espiritual del pueblo cubano fuera de la isla, representado en esta pintura, a la cuna del catolicismo cubano.

Prometió enmarcarla y ornamentar con ella su oficina en la Arquidiócesis de Santiago de Cuba. Cuatrocientos años después de su milagroso hallazgo, “Cachita” recibe en su hogar a Monseñor Román. Esperemos que pronto también atesore su biografía.

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