29 de octubre de 2013

Semblanza de Fidel Castro (5ª Entrega)


 
SEMBLANZA
DE FIDEL CASTRO

 (5ª entrega)

Por el Dr. José Ignacio Rasco

DE VIAJE POR LAS AMÉRICAS (1959)

Otra vez me tocó representar al periódico Información en el viaje de Castro a los Estados Unidos, invitado por la Asociación de Editores de Periódicos. El periplo se extendió a Canadá y Sur América. Así que después de visitar Washington, New York, Princeton, Harvard y Boston, pasamos a Toronto, y luego de una imprevista parada en Houston, seguimos hacia el Cono Sur: Buenos Aires, Montevideo, Brasilia.

Aquello fue una experiencia única. Sería imposible contar todas las vicisitudes de aquel alocado periplo. Nunca olvidaré a quien fue un magnífico amigo y compañero de viaje, Nicolás Bravo, siempre agudísimo en sus comentarios, veterano de la CMQ, que estaba también convencido del carácter comunista de la revolución, y pensaba que había que observarla con mucho cuidado.

No faltaron nuevas discusiones nuestras con Castro, que se hacían cada vez más abiertas para asombro de algunos colegas. En la misma escalinata del Capitolio de Washington, luego de su entrevista con Nixon, discutimos sobre el problema de las elecciones, de la reforma agraria y de otros temas. Castro perdió los estribos aquella noche ante nuestros puntos de vista contrarios.

En el vuelo hacia Brasil Fidel se sentó en el avión al lado mío por un rato. Me reiteró que él era un «humanista», «un socialista no comunista». Que el problema con la Iglesia se iba a arreglar, como el del Colegio Baldor… Me pidió que le explicara quién era Maritain y lo que sostenía la corriente demócrata-cristiana. Entonces me dijo que su revolución también era cristiana… Me dio tres razones por lo cual me decía que no era comunista, en su inútil empeño para alejar mis objeciones.

La primera -me dijo- porque el comunismo es la dictadura de una sola clase y «yo siempre he estado contra toda dictadura».

La segunda, porque el comunismo es el odio y la lucha de clases y que él «era alérgico a toda lucha que implicara odio» y la tercera porque «choca con Dios y con la Iglesia».

Le contesté, ya molesto de su hipocresía, y le dije «facta non verba», Fidel, hechos, no palabras. Si eso es así ¿por qué has convertido la pantalla de televisión en una irritación contra el que tiene dos pesetas y contra las señoronas que juegan canasta?» Al final me dejó por imposible y me dijo «chico tú tienes razón… voy a cambiar». Se levantó de mal humor y se fue sin más comentarios.

Durante el viaje había una serie de cubanos comunistas que no iban oficialmente en la rara expedición, pero que se entrevistaban a diario con él, preferentemente de noche. Formaban parte de lo que algunos llamaban «el gobierno paralelo», es decir, los que de verdad decidían las cuestiones fundamentales. Este gobierno secreto ya existió desde la insurrección. Realmente desde el principio el poder revolucionario estaba en manos de Castro y sus amigos, en su mayoría gente joven de la nueva ola comunista, aunque Carlos Rafael Rodríguez, comunista de la vieja guardia, participó también. 

Rodríguez se convirtió por un tiempo, en el puente hacia la vieja guardia del PSP (Partido Socialista Popular), bastante desprestigiado por sus buenas relaciones con Batista. También Carlos Rafael resultó elemento de enlace clave con los soviéticos. Núñez Jiménez, Alfredo Guevara y otros solían reunirse con el Che Guevara y Castro en Tarará, donde el guerrillero argentino se reponía de sus achaques. Luego fueron frecuentes algunas reuniones en Cojímar en las que elaboraban planes para llevárselos a Fidel.

Durante el vuelo, pude ver a Alfredo Guevara y otros comunistas hablar a escondidas con Fidel, como miembros del llamado «gobierno paralelo», que bajo el mando absoluto de Castro, dirigían todos los primeros balbuceos de sus intenciones pro-comunistas. Las discrepancias siempre las decidía Castro. 

Esta fue la razón de la imprevista visita a Houston para entrevistarse con Raúl Castro sobre temas muy candentes como las invasiones a Panamá y a otros lugares, así como lo que se haría el lro. de mayo que se aproximaba. Castro pensó que todo aquello era inoportuno durante su viaje exhibicionista.

En Washington Castro le jugó una mala pasada a su equipo económico que mantenía muy buenas relaciones con financieros del gobierno norteamericano y de los organismos internacionales. Estuve en una reunión en la Embajada cubana, donde Castro anuló todas las gestiones y compromisos que se habían hecho para recibir ayuda económica, dejando en una mala posición a Rufo López Fresquet, a Felipe Pazos y demás gestores. 

Castro vociferó allí que él no era un mendigo internacional y que él no había venido invitado por la Asociación de Editores de Periódicos de los Estados Unidos para firmar acuerdos con el gobierno norteamericano.

Aquella invasión de milicianos uniformados, con trajes de fatiga, que acompañaban a Castro, desesperaba al Embajador Ernesto Dihigo, profesor de la Universidad, hombre de gran cultura, que no podía soportar el primitivismo de aquella gente que ponía las botas sobre las mesas, quemaban alfombras con las colillas de los cigarros y cometían todo tipo de tropelías. 

Además, el señor Embajador estaba molestísimo por la falta de seriedad y puntualidad del visitante que tan pronto suspendía las citas como las demoraba sin previo aviso. Dihigo ya estaba preocupado seriamente por la penetración comunista en la revolución con la complicidad castrista.

En Brasil, el Embajador argentino en La Habana Amoedo, buen amigo mío y crítico solapado de la revolución, siempre nos hacía comentarios bien irónicos de aquel loco viaje y del viajero principal. En el almuerzo, en Brasilia, Castro, ante la oficialidad brasileña, pretendía saber más que ellos de cuestiones militares, mostrándose como un tipo descompuesto y paranoide.

Por cierto, ante las críticas que algunos periodistas le hicieron en Brasil, Castro, en el avión, nos dio un largo show de iracundia contra todo los que le hacían la menor objeción. Y más de una vez para asustar a los viajeros, con la cabina abierta, trataba de manejar el timón del Britania Turbo-jet que nos llevaba, con gran preocupación del Capitán Cook y de toda la tripulación. A ratos se paseaba por los pasillos con furias de gato encerrado.

Otro gran espectáculo lo dio Castro en Buenos Aires en la «Reunión de los 21», orquestada por la OEA, donde proclamó la obligación del gobierno norteamericano de aportar 30,000 millones de dólares para América Latina3. El que había dicho unos días antes en Washington que no quería un solo centavo de las arcas norteamericanas, ahora, sorpresivamente, proclamaba la obligación que tenía la América rubia de atender el desarrollo latinoamericano, incluyendo a Cuba con una masiva ayuda en dólares. Sus alegatos entusiasmaban a muchos y revelaban la medida de su odio contra los norteamericanos.

Regresamos a La Habana el 7 de mayo de 1959 en un largo, disparatado y costoso viaje de 21 días, cuyo principal objetivo era repetir por toda la América una caravana similar a la que había realizado Castro en su lenta marcha de Santiago a La Habana y exhibiéndose en su afán narcisista y megalomaniaco por la televisión y demás medios de prensa.

El desorden, la irresponsabilidad y la desfachatez con que se atrevía a inmiscuirse en problemas ajenos de otros países, no tenía paralelo. Castro pontificaba de todo y sobre todo, con la audacia y la agresividad alocada que lo caracteriza. Todo aquello no era más que una representación de la figura de la propia revolución tal como la retrataba, la clonaba, su propio «líder máximo». La incertidumbre, el temor, la zozobra, los palos de ciego, las contradicciones verbales, son tan típicas de Castro como de la revolución. 

Este viaje de tres semanas me daba la medida exacta de lo que era y sería aquel movimiento que se inició bajo la etiqueta del 26 de julio y que tanto desorientaba a los que buscaban una revolución honesta y democrática dentro de un definido estado de derecho.

Nuestra experiencia personal, como condiscípulo de Castro y el acceso que me dio mi condición de periodista y abogado, me llevó, con otros amigos, a la consideración de vertebrar un ideario y una organización democrática de inspiración cristiana, de acuerdo con la corriente mundial que en Europa y América había hecho frente al comunismo y establecido democracias con alto sentido ético y de justicia social.

Al fundarse el Movimiento Demócrata Cristiano (MDC), Fidel habló bien, en algunos sitios y en entrevistas de radio y televisión, del grupo inicial y de mi persona. Decía que había que acabar con la vieja politiquería, con partidos nuevos, con gente joven y de principios.

Pero pronto me envió un recado para que lo fuera a ver al INRA (Instituto de Reforma Agraria). Y allí fui. Después de una larga perorata sobre la situación, me advirtió que el MDC y yo podrían subsistir siempre y cuando no criticáramos a la revolución. Al contestarle que no seguíamos a hombres y a etiquetas sino a ideas y proyectos concretos, que alabaríamos lo bueno y criticaríamos lo malo que viéramos, montó en cólera, se puso de pie y me dijo que me atuviera a las consecuencias. 

Nosotros fuimos arreciando en nuestras críticas y una comparecencia en televisión, por la CMQ desató la persecución contra el MDC y nos forzó a escaparnos por la vía del exilio, a través de la Embajada del Ecuador, dignamente representada entonces por don Virgilio Chiriboga.

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