El bolero de Guillot
Oscar Haza
La iglesia de Saint Michael ha sido el último escenario de Olga Guillot. La parroquia se encuentra al lado del Dade County Auditorium, donde tantas veces fue ovacionada nuestra Reina del Bolero. El miércoles por la noche, cuando salía del templo, entraba un delgado Frank Domínguez, quien con paso lento llegaba a dar su última mirada a la que internacionalizó su Tú me acostumbraste.
Frank, quien vino desde México, se quedó mirando a Olga en su ataúd lleno de flores blancas, vestida con una guayabera también blanca. Adornaba su cuello una bufanda con los colores de la bandera de Cuba y un rosario semejando perlas, como un subliminal mensaje de que se llevaba para siempre a la Perla de las Antillas entre sus dedos.
En la triste mirada del compositor de Imágenes, de Pedacito de cielo y de tantas otras que interpretara Olga, quizá se despedía en un acompañamiento en otra dimensión, con un piano imaginario, con una orquesta imaginaria en un lugar imaginario, a lo mejor preguntándole a su intérprete: ¿por qué no me enseñaste cómo se vive sin ti? Ese día, en horas de la mañana, en conversación telefónica desde México con el gran Lucho Gatica, con voz entrecortada, me hacía la anécdota de aquel restaurante en La Habana donde un larguirucho René Touzet le mostraba su más reciente creación, que tituló La noche de anoche.
El simpático chileno le respondió rápidamente: ``Se la compusiste a Olga Guillot'', a lo que el maestro Touzet con una pícara sonrisa asentía. En 1946 la intérprete había grabado su primer tema, que sería su primer éxito, Stormy Weather, lo tradujeron como Nube Gris. Luego llegaría el número que la consagraría en Cuba. En 1954 graba Miénteme para el sello Puchito del maestro Chamaco Domínguez. Se vendieron más de 500 mil copias, fue un éxito total, uno de cada diez cubanos compró el disco. Era el mundo mágico de una época descrita por Cabrera Infante, una Habana jamás abandonada por Olga. Las noches del Capri, del Riviera, del Club Parisién, de la CMQ, de los Jueves de Partagás se las llevó la Guillot para siempre en su pequeño equipaje y en sus pupilas.
Como me contara en nuestra última entrevista hace tres semanas, en mi programa A Mano Limpia, luego de que la famosa Pastorita Núñez le interviniera su casa y su edificio de apartamentos, Olga se marchó con un contrato a Venezuela. Llegó a Caracas con su Olga María en los brazos donde otra grande, Renee Barrios, allí la esperaba en su apartamento. Olga Guillot comenzaba nuevamente de cero.
Ante el fin de una era en su bella isla, empezaría otra más brillante aún, más luminosa, sería la etapa del boom de México, de España, del planeta todo.
Olga explotaba en medio de una pirotecnia musical donde Chamaco Domínguez, Luis Demetrio, Vicente Garrido y posteriormente Manzanero y Juan Gabriel serían los encargados, entre otros, de ofrecer las municiones para que la estrella, la reina del bolero, interpretara con su estilo, con el movimiento de sus inmensas manos, con su vibrato, su rubateo, sus erres bien pronunciadas, todo ese repertorio mágico plasmado en medio centenar de discos y 16 películas musicales.
Como una mueca del destino mi cariño especial por Olga y su hija Olga María fue acentuándose con los años por una serie de hechos, llamémosles coincidencias, que nos ocurrieron. Nunca supe hasta llegar a Miami que mi padre, junto a Casandra Damirón, la gran artista dominicana, recibieron hace más de 60 años a una joven y bella Olguita Guillot que debutaba en un Santo Domingo manso y somnoliento. Luego en otra mueca, esta trágica, Olga sería la última persona de Miami que vio con vida a mi hijo Rolando. Esos hechos acentuaron una relación que desbordó la simple amistad.
Con Olga se va una parte de mí, compartida con mi padre y con mi hijo.
Vivió como ella quiso, a su manera, como la canción de Paul Anka.
Esparció como si se tratara de un humo mágico el amor y la pasión que sólo los privilegiados pueden ofrecer.
Olga Guillot fue el bolero, no solamente porque lo interpretó como nadie, sino porque concurrió en su ciclo vital con la generación que definió el género. Juan Bruno Tarraza, René Touzet, Julio Gutiérrez, Mirtha Silva, Rafael Hernández, Rafael Solano, Manuel Sánchez Acosta, Bullumba Landestoy y tantos que no cabrían en un sencillo aporte periodístico.
Olga se va físicamente, pero se queda para siempre en sus discos, en sus filmes y en el amor incondicional que supo dar a quienes la conocimos.
Oscar Haza,
El Nuevo Herald
La iglesia de Saint Michael ha sido el último escenario de Olga Guillot. La parroquia se encuentra al lado del Dade County Auditorium, donde tantas veces fue ovacionada nuestra Reina del Bolero. El miércoles por la noche, cuando salía del templo, entraba un delgado Frank Domínguez, quien con paso lento llegaba a dar su última mirada a la que internacionalizó su Tú me acostumbraste.
Frank, quien vino desde México, se quedó mirando a Olga en su ataúd lleno de flores blancas, vestida con una guayabera también blanca. Adornaba su cuello una bufanda con los colores de la bandera de Cuba y un rosario semejando perlas, como un subliminal mensaje de que se llevaba para siempre a la Perla de las Antillas entre sus dedos.
En la triste mirada del compositor de Imágenes, de Pedacito de cielo y de tantas otras que interpretara Olga, quizá se despedía en un acompañamiento en otra dimensión, con un piano imaginario, con una orquesta imaginaria en un lugar imaginario, a lo mejor preguntándole a su intérprete: ¿por qué no me enseñaste cómo se vive sin ti? Ese día, en horas de la mañana, en conversación telefónica desde México con el gran Lucho Gatica, con voz entrecortada, me hacía la anécdota de aquel restaurante en La Habana donde un larguirucho René Touzet le mostraba su más reciente creación, que tituló La noche de anoche.
El simpático chileno le respondió rápidamente: ``Se la compusiste a Olga Guillot'', a lo que el maestro Touzet con una pícara sonrisa asentía. En 1946 la intérprete había grabado su primer tema, que sería su primer éxito, Stormy Weather, lo tradujeron como Nube Gris. Luego llegaría el número que la consagraría en Cuba. En 1954 graba Miénteme para el sello Puchito del maestro Chamaco Domínguez. Se vendieron más de 500 mil copias, fue un éxito total, uno de cada diez cubanos compró el disco. Era el mundo mágico de una época descrita por Cabrera Infante, una Habana jamás abandonada por Olga. Las noches del Capri, del Riviera, del Club Parisién, de la CMQ, de los Jueves de Partagás se las llevó la Guillot para siempre en su pequeño equipaje y en sus pupilas.
Como me contara en nuestra última entrevista hace tres semanas, en mi programa A Mano Limpia, luego de que la famosa Pastorita Núñez le interviniera su casa y su edificio de apartamentos, Olga se marchó con un contrato a Venezuela. Llegó a Caracas con su Olga María en los brazos donde otra grande, Renee Barrios, allí la esperaba en su apartamento. Olga Guillot comenzaba nuevamente de cero.
Ante el fin de una era en su bella isla, empezaría otra más brillante aún, más luminosa, sería la etapa del boom de México, de España, del planeta todo.
Olga explotaba en medio de una pirotecnia musical donde Chamaco Domínguez, Luis Demetrio, Vicente Garrido y posteriormente Manzanero y Juan Gabriel serían los encargados, entre otros, de ofrecer las municiones para que la estrella, la reina del bolero, interpretara con su estilo, con el movimiento de sus inmensas manos, con su vibrato, su rubateo, sus erres bien pronunciadas, todo ese repertorio mágico plasmado en medio centenar de discos y 16 películas musicales.
Como una mueca del destino mi cariño especial por Olga y su hija Olga María fue acentuándose con los años por una serie de hechos, llamémosles coincidencias, que nos ocurrieron. Nunca supe hasta llegar a Miami que mi padre, junto a Casandra Damirón, la gran artista dominicana, recibieron hace más de 60 años a una joven y bella Olguita Guillot que debutaba en un Santo Domingo manso y somnoliento. Luego en otra mueca, esta trágica, Olga sería la última persona de Miami que vio con vida a mi hijo Rolando. Esos hechos acentuaron una relación que desbordó la simple amistad.
Con Olga se va una parte de mí, compartida con mi padre y con mi hijo.
Vivió como ella quiso, a su manera, como la canción de Paul Anka.
Esparció como si se tratara de un humo mágico el amor y la pasión que sólo los privilegiados pueden ofrecer.
Olga Guillot fue el bolero, no solamente porque lo interpretó como nadie, sino porque concurrió en su ciclo vital con la generación que definió el género. Juan Bruno Tarraza, René Touzet, Julio Gutiérrez, Mirtha Silva, Rafael Hernández, Rafael Solano, Manuel Sánchez Acosta, Bullumba Landestoy y tantos que no cabrían en un sencillo aporte periodístico.
Olga se va físicamente, pero se queda para siempre en sus discos, en sus filmes y en el amor incondicional que supo dar a quienes la conocimos.
Oscar Haza,
El Nuevo Herald
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