LA NORMA
Por Eduardo F. Peláez
¡Una, Pepe! Ese era el
grito que retumbaba en las paredes de La Norma, ese establecimiento situado en
la Plaza de la Soledad que se cogía de las manos con la esquina del Gallo, el almacén
El Camino de Hierro, las oficinas de la compañía eléctrica, la Óptica Sabatés y
la vetusta Iglesia de La Soledad. “Una, Pepe” significaba que alguien había
pedido una “reforzada” y parecía que el mesero no podía contener su alegría y en lugar de escribirlo y pasarle la nota a Pepe, el encargado de confeccionarla,
lo anunciaba a pleno grito de júbilo como para que toda la plaza se regocijara
con la buena nueva.
Este local tenía un mostrador de unas diez
banquetas donde nos sentábamos a saborear esta delicadeza mientras que en otro
salón estaba Pepe al frente de su lonchera y una barra donde se vendía todo
tipo de licor, desde una Casalla, pasando por un Agustín Blázquez o un Vat 69, hasta
una Cristal bien fría.
También tenía una vidriera donde se compraban billetes
de la lotería, cigarros, tabaco, chicles Adams, sugar candy, africanas,
melcochas y demás chucherías.
Aunque ahora nos parezca increíble, toda esa diversidad
de clientes funcionaba de una manera armónica. El bebedor ocasional compartía
con el borracho, con el pepillo adolescente, con la señora un poco beata que
salía de la iglesia, con el profesional y con el obrero. Todos iban a disfrutar
de la variedad de productos que ofertaba este lugar.
La “reforzada” era un bocadito hecho de pan de
molde sin tostar al cual se le ponía una croqueta aplastada y se “reforzaba”
(de ahí viene el nombre) con una lasca de jamón y un pepinillo. Esta delicia
culinaria junto con un frozen de
chocolate constituía una merienda fabulosa por el absurdo precio de veinte
centavos. Si añadimos que la entrada al Cine Avellaneda, a sólo unos pasos de
distancia, costaba la matinée unos diez centavos, tenemos que con sólo treinta
centavos se podía experimentar toda una tarde esplendorosa que podía culminar
con el broche de oro de un paseo por la Calle Maceo a saludar a los amigos y a
piropear a las bellezas camagüeyanas.
Sí, amigo lector, eso existió hasta que se le
ocurrió a alguien demoler ese lugar de esparcimiento con la idea de construir
un parqueo. ¿En qué mente puede caber construir un estacionamiento de carros a
expensas del milagro de las “reforzadas”?
No me acuerdo exactamente cuándo ocurrió esta
torpeza y le pido al lector acucioso que me ayude para esclarecer las dudas. (1)
Me parece que cuando abandoné mi
ciudad en la primavera del 62, ya habían perpetuado el crimen. Además, la
hecatombe comenzaba, ya no había billeteros en la plaza, ya las gallinas habían
invadido el billar de Diego el Cojo que quedaba a cinco pasos de La Norma y ya se
había esfumado una guarapera en la misma cuadra, que funcionaba como una
alternativa criolla al americanismo del “frozen”.
La memoria a veces hace trampas, borra un
edificio o cambia las calles. A lo mejor conviene pensar que todo fue un sueño
como el que tuvo Segismundo, el héroe de Calderón de la Barca en La Vida es Sueño. Quizás el grito de “una,
Pepe” se escuchó en una novela del canal 23, la “reforzada” se inventó y el
precio de los diez centavos fue una alucinación. Pero no, no se debe dejar uno arrastrar
por los vientos traicioneros del olvido. Hay que exigirle a la memoria, tratar
de reconstruir los diálogos de nuestra juventud, arañar los cristales de la
historia y volver a repasar los álbumes familiares en busca del árbol que una
vez sembramos, de la pelota que se nos fue de entre las manos y de la mirada de
la novia que nos decía adiós, porque de esos recuerdos nos nutrimos, nos
formamos y llegamos a lo que hoy somos.
La Norma con sus reforzadas, y sus frozens existió. Pepe no es una figura
mítica, sino un buen hombre de carne y hueso con una voz de barítono que
anunciaba la buena vida, una vida que se nos escapó sin darnos cuenta porque
estábamos más preocupados por irnos que por mirar hacia atrás.
Medio siglo de desarraigo en una vida normal
es demasiado para que pase sin dejar huellas profundas. Nos duele el alma
cuando nos forzamos a mirar para atrás, cuando hacemos un alto en la vorágine
de lo cotidiano para intentar recuperar esas horas perdidas de nuestra
juventud. Las “reforzadas” se podrán recrear en una “Carreta” o en un
“Versailles” pero jamás podrán ser las mismas que hacía Pepe, porque como decía
Neruda: “nosotros los de entonces ya no somos los mismos”.
Fuente: Este artículo de Eduardo F. Peláez apareció
publicado en la revista “El Camagüeyano Libre”. A continuación, la aclaración
que el propio autor reclama de algún “lector acucioso”
(1) El “lector acucioso”, en este caso el Dr. Hatuey Agüero, miembro del
consejo de redacción de esta revista, me aclara lo siguiente:
Querido
Pancho: Tu crónica sobre La Norma está muy buena, pero creo debo aclararte algo. La
demolición del edificio de La Norma, no fue para construir un parqueo, eso fue
el resultado de la revolución.
La historia es la
siguiente, de la que puedo dar fe ya que intervine como abogado y notario en
todo el proceso: Don Federico Castellanos, donó al asilo Amparo de la Niñez, la
suma de $100.000.00 (equivalente hoy a un millón) para que los invirtiera y
asegurara su obra social. Con ese dinero, el Asilo procedió a comprar toda la
propiedad existente en la esquina de las calles República y Estrada Palma, y
luego de obtener el desalojo de los inquilinos (el Bar La Norma, propiedad del
señor José Guarch; el estanquillo de tabacos y billetes, propiedad del señor
Arniella; la dulcería y heladería, propiedad de los hermanos Freixas; la tienda
de víveres La Norma, propiedad de Zayas y Ribet; la Peluquería Leonor y la Farmacia
del Dr. Goicoechea) se negoció con Sears Roebuck and Co. un arrendamiento, con
una renta en los miles mensuales, por 30 años y por la que Sears fabricaría un
edificio de tres plantas para abrir una gran tienda regional, que daría empleo
a más de 100 personas, quedando el edificio propiedad del Asilo, al terminar el
arriendo. Una vez firmado el contrato, y con los planos de la edificación
aprobados, se procedió por la compañía constructora, a derrumbar el antiguo
inmueble para la construcción del nuevo edificio. En eso llegó Fidel, con sus
intervenciones de las firmas americanas, y todo se vino abajo. El terreno fue
ocupado por el Estado. Durante un tiempo, se mantuvo como un gran solar yermo,
pero luego pusieron un estacionamiento de autos y finalmente un parque, que
creo es lo que hay hoy.
Esa es la historia de
cómo nuestra ciudad perdió, no sólo las croquetas preparadas, sino la
oportunidad de tener una gran tienda Sears… pero ganó primero un estacionamiento
de autos y luego un parque. Un abrazo, HATUEY.
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