21 de diciembre de 2009


La ollita roja

Leonardo Cosada Alén
Cubanet.org

La mujer, algo nerviosa ante lo que parecía una inminente partida, preguntó:


-Hija, ¿revisaste bien? No vaya a ser que por cualquier detalle se nos fastidie la salida. -Sí, sólo queda esperar al inspector.


En ese momento tocaron a la puerta. Era el funcionario. Inventario en mano inició la revisión. Primero el auto, un Chevrolet de 1953, en buen estado. Después la sala, el comedor. Luego entró en las habitaciones.

La última fue la de la abuela. Miró debajo de la cama. Sí, ahí estaba el orinal. Entró en la cocina y repasó el inventario: refrigerador marca Westinghouse, americano, año 1950. Comprobó el buen funcionamiento del equipo.

Había también una mesa con sus cuatro sillas y una tostadora de pan antigua. La inspección se centró finalmente en los cacharros de cocina, uno por uno; acercó el papel a sus ojos, volvió a leer y dijo:


- Señora, no veo la olla roja.


-Compañero, déjeme explicarle, hace unas semanas fuimos de paseo a la playa. Los espaguetis cocinados los llevamos en la ollita roja, era domingo, imagínese usted qué barullo de gente. Se nos extravió, pero no hay problemas, compañero, compramos otra y reponemos la que perdimos.


-¡De ninguna manera! Aquí dice bien claro: una olla esmaltada de rojo de 20 centímetros de circunferencia y diez de alto. No puedo admitirles otra, cometería fraude y puedo ser sancionado.

-¡Por Dios, señor! Usted sabe que si no aprueba el inventario no nos dan el permiso de salida ¡No podremos volar! Compadézcase de nosotras, es el último trámite que nos queda.


-Señora, ¿a quién se le ocurre llevar a la playa una olla del inventario?


La abuela, sentada en su sillón, arrojó la luz en el oscuro callejón sin salida:


-¿Por qué no buscan una ollita con esas dimensiones y la pintan con esmalte rojo?


-¡Abuela, te la comiste! Eres un tesoro.


Compraron la olla de aluminio de la misma medida, pintaron el exterior, y al tercer día, ya seca, la enterraron en el jardín para quitarle lustre y envejecerla. La desenterraron al cuarto día y la lavaron sin frotar mucho para no quitar la pintura. Sólo había que esperar la visita del inspector, que ya estaba al caer.


Cuando el hombre llegó echó una ojeada al mobiliario. Todo estaba en su lugar, y fue al grano:

-¿Y la olla roja?


-La encontramos, compañero, la encontramos. Por favor, pase a la cocina.


El hombre cogió la olla en sus manos. La miró de arriba abajo. El foco de atención se desplazó al fondo externo, sonrió y estampó en el documento la ansiada firma, prueba de que todo estaba okey.


-Ahora, por favor, salgan de la casa, tengo que sellarla.


Madre e hija se abrazaron. La madre dijo en un murmullo:


-Gracias a Dios que no descubrió el cambio.


Puesto el sello oficial del Instituto de la Vivienda en la puerta de la casa, el funcionario les dijo:


- Fue un trabajo casi perfecto. Digo casi porque la ollita de verdad tenía grabada en el fondo MADE IN JAPAN, y la ollita falsa dice MADE IN CHINA.


-¿Entonces? -preguntaron las mujeres, a punto de desmayarse.


-Tranquilas. Cuando se descubra el embuste, si es que se llega a descubrir, ya ustedes estarán muy lejos. ¡Feliz viaje!


Tomado de Cubanet.org
Foto: Google
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2 comentarios:

  1. Parece mentira lo vulnerables que estábamos en Cuba frente a los esbirros castristas. Me acuerdo que nosotros lo dejamos todo, pero mi suegra no quería de ninguna manera que le dejáramos el carro a Castro.
    Alberto lo vendió y le dió a sus padres el dinero.
    Cuando llegamos al aeropuerto de Rancho Boyeros, con una maletica donde llevabamos tres mudas de ropa cada uno, llaman a Alberto por los altavoces. En ese momento era tanto el miedo que no podíamos ni hablar. Alberto fue hasta el mostrador y dijo que era el a quien estaban llamando. Lo pasaron adentro y no lo ví más. A los treinta minutos salió, blanco como la cera. Todo el mundo nos miraban con cara de lástima pensando que nos habían anulado el vuelo.
    Resulta que le estaban pidiendo el carro. El juró y perjuró que el no tenía carro. Se mantuvo firme durante todo el interrogatorio. No sabíamos si nos iban a dejar salir o no. Nos quedamos callados y tranquilos por fuera y la procesión iba por dentro porque Alberto había estado preso dos veces y yo una.
    Al fin llamaron el numero del vuelo, después los nombres, y nos llamaron a nosotros y nos montamos en el avión. Los dos empezamos a llorar.
    Martha

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  2. Querida Martha, con motivo de la publicación de este relato he recibido varios comentarios con el recuento de situaciones similares sufridas por quienes abandonábamos nuestra patria. Sin embargo, ninguno tan electrificante como este tuyo, ya en el aeropuerto y con el nudo en la garganta de si podrían tomar el avión o no. Fue parte de los muchos momentos difíciles que tuvimos que padecer, producto de los crueles requisitos que se imponían a los miles que salíamos en busca de libertad.
    Lola

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