Ignacio Agramonte,
un diamante con alma de beso
un diamante con alma de beso
Ana Dolores García
El 11 de mayo de 1873 caía en una escaramuza contra el ejército español el Mayor General Ignacio Agramonte y Loynaz, jefe insurrecto de la región del Camagüey al comienzo de la larga e infructuosa Guerra de los Diez Años. Había nacido treinta y dos años antes en la capital de la región, Puerto Príncipe, el 23 de diciembre de 1841, en el seno de una de las familias de más abolengo de aquella ciudad de abolengos.
Cursó estudios de Filosofía y Humanidades en Barcelona, y a su regreso a Cuba obtuvo en la Universidad de La Habana la licenciatura en Derecho Civil y Canónigo. Dos años más tarde el doctorado, siguiendo así la larga tradición de su familia en la abogacía.
Alto, esbelto y de buena cuna, el joven se distinguía en los salones principeños. No podía haber puesto sus ojos en otra mujer que no hubiera sido Amalia Simoni, dotada de gran sensibilidad, esmerada educación y carácter decidido y tenaz. El futuro se encargó de demostrar lo acertado de su elección. Amalia le igualó en coraje y sacrificio, compartió sus ideales y sufrió con entereza persecuciones y el terrible dolor de la muerte de Ignacio.
Se casaron en 1868. Aquel año marcó el comienzo de un matrimonio y una guerra. Una guerra que convirtió al matrimonio en una breve e intensa historia de amor separada por la lucha en la manigua insurrecta y plasmada bellamente en testimonio epistolar. Tuvieron dos hijos, pero Ignacio no llegó a conocer a Herminia, su segunda hija: una descarga enemiga le arrebató la vida en un enfrentamiento habido en el potrero de Jimaguayú.
Hombre de leyes, Agramonte tuvo también el valor y la capacidad necesarios para convertirse en el Jefe Militar de Camagüey. Su figura sobresalió no sólo en las asambleas de los dirigentes que ideaban una Constitución para la futura república, sino que fue capaz de reorganizar las tropas mambisas que dieron tanto jaque a los hombres de Valmaseda.
Se enfrentó lo mismo a quienes preconizaban una reconciliación con la Colonia a cambio de ciertos derechos, o a Carlos Manuel de Céspedes cuando estimó que éste propasaba las atribuciones que se le habían asignado como presidente de la República en Armas. No dudó entonces en renunciar a su puesto de Representante a la Cámara y regresar al mando militar de su región, organizando la caballería «del Mayor» y levantando la moral de las tropas. En los anales de nuestra épica figura el rescate de su brigadier Julio Sanguily, arrebatado a las fuerzas españolas que lo tenían prisionero.
Aquel 11 de mayo, Agramonte se adentró en el potrero de Jimaguayú con pocos ayudantes. No sospechaban que serían víctimas de una emboscada. El Mayor fue alcanzado por una bala española y su cadáver fue llevado a Puerto Príncipe. Se le mantuvo por unas horas en el Convento-Hospital de San Juan de Dios, convertido a la sazón en Hospital Militar, mientras las autoridades decidían qué hacer con él. Al cabo, determinaron quemarlo.
Por la noche hubo festejos, banquete y celebración. La musa popular, dolida a la vez que orgullosa, dejó luego para la posteridad unas sencillas cuartetas que retratan la hidalguía y el valor del «Bayardo» cubano de quien José Martí dijera era «un diamante con alma de beso»:
El 11 de mayo de 1873 caía en una escaramuza contra el ejército español el Mayor General Ignacio Agramonte y Loynaz, jefe insurrecto de la región del Camagüey al comienzo de la larga e infructuosa Guerra de los Diez Años. Había nacido treinta y dos años antes en la capital de la región, Puerto Príncipe, el 23 de diciembre de 1841, en el seno de una de las familias de más abolengo de aquella ciudad de abolengos.
Cursó estudios de Filosofía y Humanidades en Barcelona, y a su regreso a Cuba obtuvo en la Universidad de La Habana la licenciatura en Derecho Civil y Canónigo. Dos años más tarde el doctorado, siguiendo así la larga tradición de su familia en la abogacía.
Alto, esbelto y de buena cuna, el joven se distinguía en los salones principeños. No podía haber puesto sus ojos en otra mujer que no hubiera sido Amalia Simoni, dotada de gran sensibilidad, esmerada educación y carácter decidido y tenaz. El futuro se encargó de demostrar lo acertado de su elección. Amalia le igualó en coraje y sacrificio, compartió sus ideales y sufrió con entereza persecuciones y el terrible dolor de la muerte de Ignacio.
Se casaron en 1868. Aquel año marcó el comienzo de un matrimonio y una guerra. Una guerra que convirtió al matrimonio en una breve e intensa historia de amor separada por la lucha en la manigua insurrecta y plasmada bellamente en testimonio epistolar. Tuvieron dos hijos, pero Ignacio no llegó a conocer a Herminia, su segunda hija: una descarga enemiga le arrebató la vida en un enfrentamiento habido en el potrero de Jimaguayú.
Hombre de leyes, Agramonte tuvo también el valor y la capacidad necesarios para convertirse en el Jefe Militar de Camagüey. Su figura sobresalió no sólo en las asambleas de los dirigentes que ideaban una Constitución para la futura república, sino que fue capaz de reorganizar las tropas mambisas que dieron tanto jaque a los hombres de Valmaseda.
Se enfrentó lo mismo a quienes preconizaban una reconciliación con la Colonia a cambio de ciertos derechos, o a Carlos Manuel de Céspedes cuando estimó que éste propasaba las atribuciones que se le habían asignado como presidente de la República en Armas. No dudó entonces en renunciar a su puesto de Representante a la Cámara y regresar al mando militar de su región, organizando la caballería «del Mayor» y levantando la moral de las tropas. En los anales de nuestra épica figura el rescate de su brigadier Julio Sanguily, arrebatado a las fuerzas españolas que lo tenían prisionero.
Aquel 11 de mayo, Agramonte se adentró en el potrero de Jimaguayú con pocos ayudantes. No sospechaban que serían víctimas de una emboscada. El Mayor fue alcanzado por una bala española y su cadáver fue llevado a Puerto Príncipe. Se le mantuvo por unas horas en el Convento-Hospital de San Juan de Dios, convertido a la sazón en Hospital Militar, mientras las autoridades decidían qué hacer con él. Al cabo, determinaron quemarlo.
Por la noche hubo festejos, banquete y celebración. La musa popular, dolida a la vez que orgullosa, dejó luego para la posteridad unas sencillas cuartetas que retratan la hidalguía y el valor del «Bayardo» cubano de quien José Martí dijera era «un diamante con alma de beso»:
Cuba tuvo un Agramonte,
un hijo de Camagüey,
que fue a combatir al monte
a los soldados del rey.
Cayó en su puesto de honor
el hijo de Camagüey;
y el muerto causó pavor
a los soldados del rey.
Y su cadáver augusto
quemaron en Camagüey,
porque el muerto daba susto
a los soldados del rey.
un hijo de Camagüey,
que fue a combatir al monte
a los soldados del rey.
Cayó en su puesto de honor
el hijo de Camagüey;
y el muerto causó pavor
a los soldados del rey.
Y su cadáver augusto
quemaron en Camagüey,
porque el muerto daba susto
a los soldados del rey.
Ana Dolores García
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