LOS PERSONAJES DE LA NAVIDAD
Jesús de las Heras,
revistaeclessia.com
JESÚS, el hijo de Dios, el hijo de mujer.
Es niño recién
nacido, envuelto en pañales y reclinado en un pesebre. Es niño anunciado por
los ángeles, adorado por los pastores, buscado, adorado u obsequiado por los
magos, odiado y perseguido con sangre inocente por Herodes, tomado en brazos y
reconocido por los ancianos Simeón y Ana. Es el hijo de Dios hecho carne. Es el
hijo de María, alumbrado de sus purísimas entrañas y acostado por ella,
acompañada y servida siempre por José, en el pesebre. Es la gran gloria de Dios
en la mayor de las precariedades humanas. «Lo esperaban poderoso y un pesebre
fue su cuna; lo esperaban rey de reyes y servir fue su reinar».
MARÍA DE NAZARET, la Madre de
Jesús.
Es la Madre de
Dios. Es Madre de Cristo total. Ella es la Mujer creyente que llevó a Jesús en
su seno y lo dio a luz virginalmente y lo recostó entre pañales. Ella es figura
de la comunidad de los creyentes, dando testimonio de Cristo en la historia y
engendrando en su seno a los hombres de la nueva creación. El «sí» de María
floreció en Belén en la Palabra; su «hágase» de la anunciación fue el fruto
bendito de la natividad, mientras Ella, madre y modelo del pueblo creyente,
seguía peregrinando en la fe y «conservando todas estas cosas y meditándolas en
su corazón».
JOSÉ DE NAZARET, el esposo de María, el padre
adoptivo de Jesús.
Siempre fiel,
silente y obediente. Siempre abierto a la providencia de Dios y de los hombres.
Siempre discreto y en segundo plano. Siempre necesario e imprescindible. Es el
José que sube con su grávida esposa María hasta Belén; el José que acuna al
niño; el José que recibe a los pastores y a los magos de Oriente; el José que
se pone en marcha y en camino cuando Herodes buscaba al niño para hacerlo
desaparecer. Navidad es tiempo también excepcional para escuchar, en el
silencio y en la admiración, el «sí» de José.
LOS ÁNGELES. Fueron, de nuevo, los mensajeros,
los pregoneros de la buena nueva, de la presencia de Dios entre nosotros.
Fueron los periodistas de la Navidad. Fueron la voz de la Palabra y la voz de
los sin voz: «No temáis –dijo el ángel a los pastores–, os traigo la buena
noticia, la gran alegría para todo el pueblo: hoy en la ciudad de David os ha
nacido un Salvador: el Mesías, el Señor, Y aquí tenéis la señal: encontraréis un
niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». Ellos compusieron el
primero de los villancicos: «¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a
los hombres de buena voluntad!». Ellos nos definieron así que Navidad es la
gloria de Dios manifestada, revelada, encarnada, y que la paz es su don, su
prenda y su rostro.
LOS PASTORES. Pasaban la noche al aire libre en
aquella región, en Belén, la más pequeña de las aldeas de Judá, aunque de ella
había surgido el Rey David. Velaban por turnos su rebaño. Cuando el ángel les
habló, envolviéndolos de resplandor con la luz de la gloria del Señor, quedaron
sobrecogidos de gran temor. Pero reaccionaron ante las palabras del ángel y,
creyendo, se pusieron presurosos en camino, tras decirse unos a otros: «Vamos
derechos a Belén, a ver eso que ha pasado y que nos ha comunicado el Señor». Y,
en efecto, «fueron corriendo y encontraron a María y a José y al niño, acostado
en el pesebre. Al verlo les contaron lo que les habían dicho de aquel niño.
Todos los que lo oían se admiraban de lo que decían los pastores». Los pastores
nos hablan de la paradoja de la Navidad, de su fuerza transformadora, de su
carga de misterio y de realidad, de su inequívoca dimensión anunciadora y
misionera. Ellos fueron los primeros misioneros, los primeros testigos, los
primeros orantes, los primeros adoradores, los primeros creyentes. «Los
pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y
oído; todo como les habían dicho».
EL REY HERODES. Fue alertado por los magos de
Oriente del nacimiento del Rey de Reyes. Con astucia y con mentira quiso
engañarlos al sentir amenazado su trono. Cuando sus planes no dieron el fruto
por él previsto, desató su ira contra los más inocentes. Navidad es oferta,
jamás imposición.
LOS MAGOS DE ORIENTE. Sabemos poco de
ellos. Que eran de Oriente y que miraban y observaban los cielos esperando y
escrutando los signos de Dios. Vieron salir una estrella que brillaba con
especial fulgor y resplandor. Y fueron siguiendo su rastro. Era la estrella que
anunciaba el nacimiento del Rey de los Judíos. Se entrevistaron con Herodes
como gesto de cortesía y éste quiso engañarlos. Continuaron su camino hasta que
la estrella se posó encima de donde estaba el niño. «Al ver la estrella, se
llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con María su
madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le
ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. Y habiendo recibido en sueños un
oráculo para que no volvieran a Herodes se marcharon a su tierra por otro
camino». El «personaje» navideño de los Magos está lleno de simbolismo y de
interpelación sobre el sentido y el reto de la Navidad: la atenta observación y
escucha de los signos de Dios y de los hombres, la búsqueda de la verdad y del
saber ponerse en camino, la perseverancia hasta llegar a la meta, los
sentimientos y actitudes de alegría, de adoración y de ofrenda ante Dios y el
volver a su tierra por otro camino. Volvieron por otro camino para evitar, sí,
a Herodes, y también como gesto, como signo, del cambio transformador que
supone siempre el encuentro con Jesucristo, que cambia nuestras caminos y
rumbos. Quien encuentra a Jesús, siempre cambia. En este personaje coral de los
Magos y con ellos se complementa la gran Manifestación, que es luz para todos
los hombres: los pastores en la Natividad, los magos en la Epifanía, los de
cerca y los de lejos, los pobres e ignorantes y los poderosos y sabios. Para
todos y por todos nace Dios.
LOS SANTOS NIÑOS INOCENTES. «Un grito se
oye en Ramá, llanto y lamentos grandes: es Raquel, que llora por sus hijos y
rehúsa el consuelo porque ya no viven». Herodes montó en cólera cuando no pudo
hacerse con aquel recién nacido que tanto le turbaba. Desató su ira sobre los
más inocentes e indefensos y mató a todos los niños de dos años para abajo, en
Belén y en sus alrededores. Fueron los primeros mártires de Jesucristo. Aquella
tan débil y preciosa sangre inocente derramada fue ya semilla de salvación.
EL ANCIANO SIMEÓN Y LA PROFETISA ANA. La
liturgia de la Iglesia nos presenta a estos dos personajes en el tiempo
ordinario, pero tan sólo cuarenta días después del nacimiento de Jesucristo.
Son, por ello, personajes de la Navidad, del evangelio de la infancia. El,
Simeón, era un hombre honrado y piadoso que aguardaba el Consuelo de Israel y
en quien moraba el Espíritu Santo. Había recibido un oráculo de lo alto de que
no moriría –era ya muy anciano– sin ver al Mesías. El día de la presentación del
Señor, niño de tan sólo cuarenta días, se hizo realidad esta promesa: Vio al
Mesías, lo reconoció en la debilidad del recién nacido, lo tomó en brazos y
alabó al Señor, profetizando quién era, en verdad, el bebé: «luz para alumbrar
a las naciones, gloria de tu pueblo Israel y signo de contradicción». También a
María le auguró que una espada de dolor le traspasaría el alma.
Ella, Ana, era una profetisa viuda también muy anciana. No se apartaba del templo ni de la ley de Dios, sirviéndoles día y noche. También reconoció al Mesías, al Salvador, en la debilidad y en la fragilidad. Dio gracias a Dios y «hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel».
Ella, Ana, era una profetisa viuda también muy anciana. No se apartaba del templo ni de la ley de Dios, sirviéndoles día y noche. También reconoció al Mesías, al Salvador, en la debilidad y en la fragilidad. Dio gracias a Dios y «hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel».
JUAN EL BAUTISTA. No nos consta
nada de él en referencia al misterio mismo del nacimiento de Jesucristo. Pero
toda su vida, toda su misión fue anunciar esta buena noticia. El debía preparar
un pueblo bien dispuesto para Quien nacía en la Navidad. Y el ciclo navideño se
despide precisamente con él, que nos lo anuncia sin parangón en el adviento. De
sus colmadas del agua del Jordán brotará la voz y la presencia de Dios, se
abrirá el cielo y comenzará definitivamente la andadura salvífica de Dios entre
nosotros.
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