SEMBLANZA
DE FIDEL CASTRO
(5ª entrega)
Por el Dr. José Ignacio Rasco
DE VIAJE POR LAS AMÉRICAS (1959)
Otra vez me tocó representar al
periódico Información
en el viaje de Castro a los Estados Unidos, invitado por la Asociación de
Editores de Periódicos. El periplo se extendió a Canadá y Sur América. Así que
después de visitar Washington, New York, Princeton, Harvard y Boston, pasamos a
Toronto, y luego de una imprevista parada en Houston, seguimos hacia el Cono
Sur: Buenos Aires, Montevideo, Brasilia.
Aquello fue una experiencia única.
Sería imposible contar todas las vicisitudes de aquel alocado periplo. Nunca
olvidaré a quien fue un magnífico amigo y compañero de viaje, Nicolás Bravo,
siempre agudísimo en sus comentarios, veterano de la CMQ, que estaba también
convencido del carácter comunista de la revolución, y pensaba que había que
observarla con mucho cuidado.
No faltaron nuevas discusiones
nuestras con Castro, que se hacían cada vez más abiertas para asombro de algunos
colegas. En la misma escalinata del Capitolio de Washington, luego de su
entrevista con Nixon, discutimos sobre el problema de las elecciones, de la
reforma agraria y de otros temas. Castro perdió los estribos aquella noche ante
nuestros puntos de vista contrarios.
En el vuelo hacia Brasil Fidel se
sentó en el avión al lado mío por un rato. Me reiteró que él era un
«humanista», «un socialista no comunista». Que el problema con la Iglesia se
iba a arreglar, como el del Colegio Baldor… Me pidió que le explicara quién era
Maritain y lo que sostenía la corriente demócrata-cristiana. Entonces me dijo
que su revolución también era cristiana… Me dio tres razones por lo cual me
decía que no era comunista, en su inútil empeño para alejar mis objeciones.
La primera -me dijo- porque el
comunismo es la dictadura de una sola clase y «yo siempre he estado contra toda
dictadura».
La segunda, porque el comunismo es el
odio y la lucha de clases y que él «era alérgico a toda lucha que implicara
odio» y la tercera porque «choca con Dios y con la Iglesia».
Le contesté, ya molesto de su
hipocresía, y le dije «facta non verba», Fidel, hechos, no palabras. Si eso es
así ¿por qué has convertido la pantalla de televisión en una irritación contra
el que tiene dos pesetas y contra las señoronas que juegan canasta?» Al final
me dejó por imposible y me dijo «chico tú tienes razón… voy a cambiar». Se
levantó de mal humor y se fue sin más comentarios.
Durante el viaje había una serie de
cubanos comunistas que no iban oficialmente en la rara expedición, pero que se
entrevistaban a diario con él, preferentemente de noche. Formaban parte de lo
que algunos llamaban «el gobierno paralelo», es decir, los que de verdad
decidían las cuestiones fundamentales. Este gobierno secreto ya existió desde
la insurrección. Realmente desde el principio el poder revolucionario estaba en
manos de Castro y sus amigos, en su mayoría gente joven de la nueva ola
comunista, aunque Carlos Rafael Rodríguez, comunista de la vieja guardia,
participó también.
Rodríguez se convirtió por un tiempo, en el puente hacia la
vieja guardia del PSP (Partido Socialista Popular), bastante desprestigiado por
sus buenas relaciones con Batista. También Carlos Rafael resultó elemento de
enlace clave con los soviéticos. Núñez Jiménez, Alfredo Guevara y otros solían
reunirse con el Che Guevara y Castro en Tarará, donde el guerrillero argentino
se reponía de sus achaques. Luego fueron frecuentes algunas reuniones en
Cojímar en las que elaboraban planes para llevárselos a Fidel.
Durante el vuelo, pude ver a Alfredo
Guevara y otros comunistas hablar a escondidas con Fidel, como miembros del
llamado «gobierno paralelo», que bajo el mando absoluto de Castro, dirigían
todos los primeros balbuceos de sus intenciones pro-comunistas. Las discrepancias
siempre las decidía Castro.
Esta fue la razón de la imprevista visita a Houston
para entrevistarse con Raúl Castro sobre temas muy candentes como las
invasiones a Panamá y a otros lugares, así como lo que se haría el lro. de mayo
que se aproximaba. Castro pensó que todo aquello era inoportuno durante su
viaje exhibicionista.
En Washington Castro le jugó una mala
pasada a su equipo económico que mantenía muy buenas relaciones con financieros
del gobierno norteamericano y de los organismos internacionales. Estuve en una
reunión en la Embajada cubana, donde Castro anuló todas las gestiones y
compromisos que se habían hecho para recibir ayuda económica, dejando en una
mala posición a Rufo López Fresquet, a Felipe Pazos y demás gestores.
Castro vociferó
allí que él no era un mendigo internacional y que él no había venido invitado
por la Asociación de Editores de Periódicos de los Estados Unidos para firmar
acuerdos con el gobierno norteamericano.
Aquella invasión de milicianos
uniformados, con trajes de fatiga, que acompañaban a Castro, desesperaba al
Embajador Ernesto Dihigo, profesor de la Universidad, hombre de gran cultura,
que no podía soportar el primitivismo de aquella gente que ponía las botas
sobre las mesas, quemaban alfombras con las colillas de los cigarros y cometían
todo tipo de tropelías.
Además, el señor Embajador estaba molestísimo por la
falta de seriedad y puntualidad del visitante que tan pronto suspendía las
citas como las demoraba sin previo aviso. Dihigo ya estaba preocupado seriamente
por la penetración comunista en la revolución con la complicidad castrista.
En Brasil, el Embajador argentino en
La Habana Amoedo, buen amigo mío y crítico solapado de la revolución, siempre
nos hacía comentarios bien irónicos de aquel loco viaje y del viajero
principal. En el almuerzo, en Brasilia, Castro, ante la oficialidad brasileña,
pretendía saber más que ellos de cuestiones militares, mostrándose como un tipo
descompuesto y paranoide.
Por cierto, ante las críticas que
algunos periodistas le hicieron en Brasil, Castro, en el avión, nos dio un
largo show de iracundia contra todo
los que le hacían la menor objeción. Y más de una vez para asustar a los
viajeros, con la cabina abierta, trataba de manejar el timón del Britania
Turbo-jet que nos llevaba, con gran preocupación del Capitán Cook y de toda la
tripulación. A ratos se paseaba por los pasillos con furias de gato encerrado.
Otro gran espectáculo lo dio Castro en
Buenos Aires en la «Reunión de los 21», orquestada por la OEA, donde proclamó la
obligación del gobierno norteamericano de aportar 30,000 millones de dólares
para América Latina3. El que había dicho unos días antes en
Washington que no quería un solo centavo de las arcas norteamericanas, ahora,
sorpresivamente, proclamaba la obligación que tenía la América rubia de atender
el desarrollo latinoamericano, incluyendo a Cuba con una masiva ayuda en
dólares. Sus alegatos entusiasmaban a muchos y revelaban la medida de su odio
contra los norteamericanos.
Regresamos a La Habana el 7 de mayo de
1959 en un largo, disparatado y costoso viaje de 21 días, cuyo principal
objetivo era repetir por toda la América una caravana similar a la que había
realizado Castro en su lenta marcha de Santiago a La Habana y exhibiéndose en
su afán narcisista y megalomaniaco
por la televisión y demás medios de prensa.
El desorden, la irresponsabilidad y la
desfachatez con que se atrevía a inmiscuirse en problemas ajenos de otros
países, no tenía paralelo. Castro pontificaba de todo y sobre todo, con la
audacia y la agresividad alocada que lo caracteriza. Todo aquello no era más
que una representación de la figura de la propia revolución tal como la
retrataba, la clonaba, su propio «líder máximo». La incertidumbre, el temor, la
zozobra, los palos de ciego, las contradicciones verbales, son tan típicas de
Castro como de la revolución.
Este viaje de tres semanas me daba la medida
exacta de lo que era y sería aquel movimiento que se inició bajo la etiqueta
del 26 de julio y que tanto desorientaba a los que buscaban una revolución
honesta y democrática dentro de un definido estado de derecho.
Nuestra experiencia personal, como
condiscípulo de Castro y el acceso que me dio mi condición de periodista y
abogado, me llevó, con otros amigos, a la consideración de vertebrar un ideario
y una organización democrática de inspiración cristiana, de acuerdo con la
corriente mundial que en Europa y América había hecho frente al comunismo y
establecido democracias con alto sentido ético y de justicia social.
Al fundarse el Movimiento Demócrata
Cristiano (MDC), Fidel habló bien, en algunos sitios y en entrevistas de radio
y televisión, del grupo inicial y de mi persona. Decía que había que acabar con
la vieja politiquería, con partidos nuevos, con gente joven y de principios.
Pero pronto me envió un recado para
que lo fuera a ver al INRA (Instituto de Reforma Agraria). Y allí fui. Después
de una larga perorata sobre la situación, me advirtió que el MDC y yo podrían
subsistir siempre y cuando no criticáramos a la revolución. Al contestarle que
no seguíamos a hombres y a etiquetas sino a ideas y proyectos concretos, que
alabaríamos lo bueno y criticaríamos lo malo que viéramos, montó en cólera, se
puso de pie y me dijo que me atuviera a las consecuencias.
Nosotros fuimos
arreciando en nuestras críticas y una comparecencia en televisión, por la CMQ
desató la persecución contra el MDC y nos forzó a escaparnos por la vía del
exilio, a través de la Embajada del Ecuador, dignamente representada entonces
por don Virgilio Chiriboga.
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