23 de abril de 2013

EN EL DÍA DEL LIBRO: DULCINEA DEL TOBOSO



Dulcinea del Toboso 


Pocos lugares habrá más famosos y mentados que estos dos muy castizos de La Mancha y el Toboso; porque hasta los que no leyeron "El Quijote" y aun los que juran que no lo leerán jamás, pues afirman y protestan que es un libro plúmbeo y soporífero, saben que Miguel de Cervantes ubicó la patria de su héroe en un lugar de La Mancha: "En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme...".

Y en cuanto al Toboso ¿quién alguna vez en su vida no oyó referirse a Dulcinea del Toboso como expresión y ejemplo de la mujer en la que se tienen puestos los más altos pensamientos? Sin embargo no falta quien crea que tales nombres son imaginarios como el de la ínsula Barataria, o más al alcance de la mentalidad corriente, como el del "país de las maravillas" o algo parecido.

Pero La Mancha está aquí, a un paso de Madrid camino hacia el sur, en los confines de Castilla la Nueva; porque como Castilla la Vieja es la tierra del Cid, así Castilla la Nueva es la del Quijote que, aunque creado por la fantasía de Cervantes, no es por eso menos real con esa realidad que en el pueblo adquieren ciertos personajes literarios…  

Y un día, de mañana temprano -aunque no al alba como cuando Don Quijote salió de su aldea- en un pesado autobús -que ya no se usan ni Babiecas ni Rocinantes- emprendí viaje hacia la patria de Don Quijote y Dulcinea, y después de cruzar por un puente las revueltas aguas del Tajo, famoso, que corren apresuradas hacia la imperial Toledo por un angosto cauce de piedra, llegamos a La Mancha, una vasta llanura, un descampado inmenso que ocupa el centro de la península, rodeado a lo lejos por las sierras de Cuenca al este, los Montes de Toledo al poniente y la Sierra Morena y la Sierra de Alcaraz al sur.

Entramos así a esta abierta y dilatada llanura, muy ligeramente ondulada, sin árboles que amengüen el ardor de los veranos ardientes ni reparen del viento frío de los crudos inviernos. Como que en verdad, muy pocas veces la magra figura del Quijote se nos muestra a la sombra y abrigo de los árboles como en su primera aventura…   Es que el paisaje manchego es paisaje de estepa, de tierra seca, que eso dijeron los moros al llamarle Mancha o Mauxa en árabe.

Y en medio de esa inmensa llanura desolada y seca, nuestros ojos, ansiosamente van descubriendo los caminos que siguió en sus andanzas el héroe cervantino y que tantas veces vimos surgir de las páginas de su libro admirable, mientras nos viene al recuerdo aquella justa exclamación de Flaubert: «¡Cómo se ven esas rutas de España, que sin embargo no están descriptas en ninguna parte de este libro!»

Con estos pensamientos llegamos por fin al Toboso. Un caserío bajo, todo blanco y un largo y ancho callejón que serpentea suavemente por una doble fila de esas casas espaciadas por tapiales también blanqueados con cal. Hay un gran silencio; tan grande, que sentimos deseos de caminar en puntas de pie para que no le turben nuestros pasos. Un hombre de no muy cumplida estatura y de hasta cincuenta años más o menos, en la calle solitaria, toma el sol de esta mañana luminosa, de cielo azul y limpio. Es, sin duda, un hidalgo toboseño, como aquellos que en tiempos del Quijote eran "de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor". Me acerco a él y Le pregunto si sabe si en este pueblo vivió, hace años, una señora llamada Aldonza Lorenzo.

Dulcinea del Toboso, ¿labradora, o princesa?


- ¿Cómo dice ustes que se llamaba? ¿Aldonza Lorenzo?

Y repetía en voz baja el nombre mientras se acariciaba el mentón en actitud de honda cavilación; y luego de un rato me contestó con firmeza:

- Pues mire usted. Yo soy nacido en este pueblo del Toboso y de una vieja familia toboseña y jamás oí semejante nombre.

- ¿Y Dulcinea? volví a preguntarle. Y al hidalgo al momento se le iluminó la cara. Dulcinea sí; Dulcinea vivió en el Toboso y, según el testimonio de sus antepasados, fue el único personaje del Quijote que existió realmente, pues todos los demás son creación de la fantasía de Cervantes. Y tan vivió en el Toboso, que se conserva allí su palacio, pues Dulcinea, me dijo, era una princesa hermosísima.

Yo me quedé perplejo. Para los toboseños no fue Dulcinea la que conoció y describió Sancho, aquella moza labradora hija de Lorenzo Corchuelo, llamada Aldonza Lorenzo, medio hombruna como las serranas del Arcipreste, que cribaba el trigo en el corral de su casa y a quien ayudó el mismo Sancho a cargar su costal sobre un jumento, en cuya circunstancia le tomó cierto olorcillo a hombre por el ejercicio y trabajo en que estaba; mientras para su amo era una princesa, reina de la hermosura que olía deliciosamente a cierta fragancia exquisita como las que se usaban en el adobo de los guantes de los grandes señores.

Pues es el caso que el hidalgo que tales señas me daba de Dulcinea, muy comedidamente me acompañó a ver el palacio que, me dijo, según la tradición inmemorial de su pueblo, era el palacio de Dulcinea. Y el palacio está allí con su escudo de piedra sobre el dintel del portal, con su inscripción correspondiente para turistas, que asegura que allí vivió Dulcinea del Toboso. Y aún más: las calles que llevan a este sitio, en hitos de piedra, con letras negras de hierro, van reproduciendo un imaginario diálogo entre Don Quijote y Sancho, quien va guiando los pasos de su amo hasta la morada de la dueña de sus pensamientos.

Dulcinea del Toboso, vesión Lladró
 Al mediar el día enderecé mis pasos hacia la "Posada de Don Quijote" a tomar alguna parvedad: un huevo frito, dos chorizos tan pequeños como colorados, un pedazo de pan y de queso conservado en aceite y unos vasos de vino exquisito.

-“Todo, señor, está hecho en esta casa, que es también la suya”, me dijo la posadera según trasegaba el vino, un vino claro, trasparente como un rayo de sol, con un auténtico gusto a uvas.

Debajo de la mesa irradiaba calor un brasero encendido, Se oyó cantar a lo lejos un gallo y luego el rebuzno destemplado y anhelante de un borrico en el corral, mientras los gorriones ateridos de frío piaban en el alero acariciado por el sol de esta siesta de invierno.

Luego llegó el "practicante" quizás un viejo estudiante de medicina que, truncada su carrera, se había incorporado a la administración sanitaria como "enfermero" o ayudante del médico del pueblo; y en una mesa próxima, con su mujer y las dueñas de la posada -madre e hija- dieron cuenta bien pronto de un apetitoso y suculento "cocido". El diálogo se trabó de inmediato y volví al tema, desde luego, de la vida en el Toboso y las fiestas y canciones populares. Y como en las ventas donde solía llegar Don Quijote, aparecieron tres doncellas que cantaron y bailaron al compás de las palmas de los otros comensales, a falta de música, que no hubo tiempo de traer una guitarra porque la tarde declinaba y se acercaba la hora de la partida:

“Seguidillas corridas
van por tu calle,
como van tan corriendo,
no las ve nadie.

En casa de mi novia
entró un amigo;
él se quedó por novio,
yo despedido.

En medio de la plaza,
cayó la luna;
se hizo cuatro pedazos,
tu cara es una.

Eso decía
un amante del alma
que yo tenía".

Y luego de las seguidillas, la jota manchega:

 "La jota quieren que cante,
la jota yo no la sé;
por darle gusto a mi amante,
la jota yo cantaré.

Toboso, ya no es Toboso,
ya es un segundo Madrid,
porque gastan las mozuelas,
bolsillos en el mandil".

Para el Domingo de Resurrección las niñas toboseñas hacen un muñeco o pelele y como a Sancho en la venta, lo mantean en la puerta de calle o en la plaza, mientras los mozos tratan de arrebatarlo entre el canto de la niñas.
Pero es necesario volver a Madrid. Hasta que subo al autobús, me acompañan el "practicante" don Ángel Iglesias, y el hidalgo don Manuel Sánchez Lucendo.

-¿Qué hace usted en este pueblo?, le pregunto.
- Pues tengo unas viñas. Unas cerca del Toboso y otras más lejos. Y también algún ganado.
- Es usted entonces, le digo bromeando, el cacique del Toboso.
- No señor, me contesta sonriente. Nada de eso. Tengo sí para vivir tranquilamente, nada más, gracias a Dios.

Las doncellas, que también han venido a la despedida, mientras agitan las manos a los labriegos y a los hidalgos que presencian como todos los días la partida del autobús, cantan con mucha gracia:

"Soy del Toboso,
tierra manchega,
donde eligió el Quijote,
su Dulcinea.
¡Que viva el amor,
que viva Olivera,
Miguel de Cervantes,
y la Dulcinea!".

Y mientras vuelvo a cruzar La Mancha que va esfumándose en este dulce y melancólico atardecer invernal, pienso en cómo las visiones y fantasías del Quijote cobraron vida y realidad en este pueblo perdido en medio de la “tierra seca" de los moros, que está dispuesto a cualquier cosa antes que aceptar que su Dulcinea fue tan imaginada por Cervantes como el Quijote y Sancho.

Reproducido de Revista América Nº 11, Argentina.  El Litoral, 13 de abril de 1967, sin mencionarse el nombre del autor.

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