El Sacramento de la Reconciliación
en la Historia de la Iglesia
En el Antiguo
Testamento ya se practicaba la reconciliación y penitencia de un pecador según el
ritual de la Ley Mosaica. En ella vemos (Levítico cc. 4 y 5) que Dios exigía un
sacrificio ceremonial por los pecados cometidos. El sacrificio se realizaba en
el Tabernáculo (luego en el Templo) y delante de los sacerdotes, lo cual en sí
era una admisión pública del pecado. El ejercicio de estas ceremonias no solo
era público sino que además enseñaba a los pecadores la inevitable consecuencia
del pecado, la muerte, porque el animal que se sacrificaba moría en lugar del
pecador.
Al surgir el cristianismo, la facultad de la Iglesia católica para conceder en
nombre de Dios el perdón de los pecados se sostiene en las palabras del mismo
Cristo, que confirió esta facultad a sus apóstoles y que se lleva a cabo a
través del sacramento de la Confesión o Reconciliación. Dos mil años de
existencia han dado lugar a profundas transformaciones en el modo en que la
Iglesia, -sus obispos y sacerdotes-, otorgan el perdón a pecadores
arrepentidos.
En los comienzos, la confesión era pública delante
del obispo y la comunidad de fieles. Se hacía regularmente una sola vez en la
vida y por faltas graves tales como la apostasía, el adulterio y el asesinato. A
comienzos del siglo III, esa única penitencia eclesiástica posterior al bautismo
ya estaba perfectamente organizada y se practicaba con regularidad tanto en las
iglesias de lengua griega como en las de lengua latina. El obispo Hipólito de Roma escribió que la potestad de
perdonar los pecados la tenían solo los obispos. En ambas tradiciones, y hasta
fines del siglo VI, no se conocía sino esa única posibilidad de penitencia.
La
práctica de la penitencia comenzaba con la exclusión de la Eucaristía y
terminaba con la reconciliación, que volvía a dar al penitente el acceso a
ella. Ese tiempo penitencial generalmente era largo, días, meses o años de
ayuno severo, de acuerdo a la gravedad del pecado y al criterio del obispo. Durante
ese tiempo debía mostrar su condición de
penitente con el uso de ropas características que acentuaban aún mas la
humillación a la que se le sometía. Además, debía dar testimonio de su
conversión y perseverancia con obras de penitencia (oraciones, limosnas y
ayunos).
Quedaba
excluido de la Iglesia en la medida que no podía recibir la Eucaristía y era
apartado de la comunidad pues se le prohibia asistir a sus reuniones. Finalmente, después que la comunidad hubiera
orado por él, y transcurrido el tiempo señalado por el obispo, el penitente
obtenía la reconciliación, mediante la imposición de manos por obispo, acto que se celebraba preferentemente el Jueves Santo.
La
práctica de esa penitencia canónica, después del siglo IV no modificó sustancialmente
su estructura y severidad, pero el Tercer Concilio de Toledo, (circa 589) condenó
el uso reiterado de la reconciliación
que, por influencia céltica se había introducido en España.
En
el siglo IV se sabe de penitencias de tres, cinco años y hasta de toda la vida,
autorizadas por el Concilio de Elvira. Fue a partir del siglo V que la institución de esta forma de la
penitencia canónica entró en crisis. Las cargas que comportaba eran
extremadamente duras; entre estas destacaba la de la continencia perpetua,
razón que invocó, por ejemplo, el Concilio de Arlés para no admitir a la penitencia a un pecador
casado sin consentimiento de su esposa. Tratándose de hombres y mujeres de edad
inferior a los 30 o 35 años, los obispos y concilios se mostraron partidarios
de retrasar la imposición de la penitencia, a fin de evitar castigos mayores,
como el de la excomunión en caso de abandono de la práctica penitencial.
Muchos
pecadores esperaban los últimos momentos de la vida para pedir la penitencia, y
una vez que se sentían recuperados de su enfermedad, rehuían al sacerdote para
evitar someterse a la expiación. La penitencia eclesiástica no se aplicaba por
lo general a los clérigos y religiosos que incurrían en pecados graves, ya que
se pensaba que su dignidad podía recibir agravio; solo se le deponía de su
cargo, podían acogerse a la penitencia privada y llevar una forma de vida
monástica, que era considerada como un segundo bautismo que permitía el acceso
a la Eucaristía.
Comenzó
a surgir entonces la práctica de la penitencia privada, cuyos orígenes se
encontraban en las prácticas penitenciales de la vida monástica y, sobre todo
en la llamada “penitencia tarifada o arancelaria”. Los "libros penitenciales", comenzaron
a aparecer a mediados del siglo VI, bajo
la influencia de comunidades monásticas implantadas en las Islas Británicas.
Su
uso no estaba sometido a unos tiempos litúrgicos determinados ni a una forma solemne
de celebración que exigiera la presencia del obispo, sino que se realizaba de
forma individualizada, con la sola intervención del penitente y del presbítero
confesor. Este, oída la confesión del penitente, le imponía una “penitencia”
proporcionada a la gravedad de su culpa o su estado de monje, clérigo o casado,
y le remitía a un nuevo encuentro para darle la absolución, una vez que hubiera
cumplido la penitencia impuesta. La confesión se hacía espontáneamente o por
medio de un cuestionario que utilizaba el confesor.
Los
«libros penitenciales» recogían el conjunto de faltas graves y leves en que
puede incurrir un cristiano, para ayudar a los confesores a fijar
equitativamente la duración y el sacrificio de las penitencias, según correspondían al número y gravedad de las
faltas. La «tasación» desciende a todo tipo de detalles, y fija con absoluta
precisión los tipos de mortificaciones, vigilias y oraciones. Las penas podían
durar hasta años. El más antiguo de los penitenciales conocidos es el
Penitencial de Fininan, escrito a mediados del siglo VI en Irlanda. La
penitencia tarifada tendía a una exagerada cuantificación de la realidad moral
del pecado y a su compensación penitencial o penal, subordinando excesivamente
el perdón a la obra material que realizaba el penitente como satisfacción por el
pecado. Este materialismo dio paso con el tiempo a conmutar penas por dinero en
limosnas o misas.
A
partir del siglo IX, los libros litúrgicos, que hasta entonces contenían
solamente el rito de la penitencia eclesiástica o canónica, incluyeron ya el
ordo de la penitencia “privada”. A partir del año 1000 se generalizó la
práctica de dar la absolución inmediatamente después de hacer la confesión,
reduciéndose todo a un solo acto, que solía durar entre veinte minutos y media
hora. A finales del primer milenio, la penitencia eclesiástica se aplicó
únicamente en casos muy especiales de pecados graves y públicos. La penitencia
privada, en cambio, se fue convirtiendo en una práctica extendida en toda la
Iglesia.
De
esa manera nació y se fue transformando el sacramento de la Reconciliación que
conocemos en nuestros días. En la actualidad, la Iglesia nos exhorta a que
confesemos por lo menos una vez al año, o lo antes posible después de haber
cometido un pecado grave.
Fuentes:
http://es.catholic.net/op/articulos/16816/el-sacramento-de-la-penitencia-en-la-historia.htmlFray Gilberto Cavazos-Glz., OFM
https://es.wikipedia.org/wiki/Penitencia
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