A Cuba le toca lo peor
de ambos mundos
Andrés Reynaldo
Si podemos relacionar tres
acontecimientos recientes que perfilen la Cuba del neocastrismo ahí están: el
VII Congreso del Partido Comunista, el arribo de los cruceros de Carnival y el
desfile de la casa Chanel. Cada evento una respectiva anticipación de la
continuidad del modelo político de familia única, el reciclaje del colectivismo
al capitalismo de estado y la manipulación de la cultura y el espectáculo al
servicio del cambio-fraude.
Del
congreso ya se ha hablado bastante. Su objetivo fue trazar un claro lineamiento
frente a la actual coyuntura: Washington sigue siendo el enemigo y los Castro
siguen siendo los dueños de Cuba. Fue el portazo oficial a la reforma. Las
cancillerías callaron. El Vaticano no se dio por aludido. Sin embargo, la Casa
Blanca respondió con un acto de fe: la política de Estados Unidos hacia la
dictadura continúa su imperturbable curso.
El crucero de Carnival
ilustra el ideal turístico de la dictadura. Un programa de viaje didáctico que
permite, según la propaganda de la empresa, interactuar con los artistas, los
músicos, los empresarios y las familias que constituyen el tejido de la
sociedad cubana. A buen entendedor, con pocas palabras. Un vistazo a la
biblioteca del MV Adonia despeja dudas acerca de cuál es “la Cuba real” que
Carnival quiere presentar al viajero.
Del desfile de modas del
grandísimo Karl Lagerfeld, director de la casa Chanel, puede decirse que fue el
baile de presentación internacional de la oligarquía castrista. Por primera vez
desde 1959, la familia Castro y sus acólitos de ambas orillas alternan
públicamente en suelo cubano con las estrellas de Hollywood y las principales
caras de la moda mundial. El escándalo no está en el hecho sino en los protagonistas
y las circunstancias.
En
la era republicana, Pierre Cardin estrenaba colección anual en la tienda El
Encanto. Los millonarios alternaban en sus fiestas con astros de cine, magnates
y políticos de medio mundo. María Luisa Gómez-Mena y Vila, nuestra condesa de
Revilla de Camargo, fue clienta exclusiva (entre otras acaudaladas cubanas) de
Hubert de Givenchy. De su generosa mesa comieron y bebieron el rey Leopoldo de
Bélgica, los Condes de Barcelona, los Duques de Windsor y los Duques de Alba.
Para Fidel Castro, aquella
burguesía que fundaba hospitales, protegía las artes, desplazaba al capital
extranjero y, a fin de cuentas, pagaba sus excesos de sus propios bolsillos,
era el epítome de la frivolidad y el egoísmo. Puestos a mirar detrás de la
máscara, la destrucción de ese irremplazable patrimonio económico y humano
obedeció más a la mezquina y parásita constitución del caudillo que a los
dictados de las recetas leninistas. En resumidas, ni siquiera son comunistas.
Simplemente son gánsters.
Gastadas
las coartadas ideológicas, gobernando sobre un recalentado polvorín, los hijos
y nietos de los Castro se codean con the beautiful people en un performance
de amnesia histórica y soberbia clasista. A dos cuadras, contenida por cordones
de policías, la gente observa el paso de las modelos, imagina el olor de los
perfumes, especula sobre el menú del banquete y trata de encajar en su amarga y
cutre soledad que una libra de tomate de ensalada (si se encuentra) pueda
llegar a costar el 5 por ciento del salario mensual promedio.
Ese es el escándalo. Tanto
en el socialismo como en el capitalismo la elite castrista está destinada a
vivir la mejor parte y el pueblo la peor. Para ser más exactos, al cubano le ha
tocado la espantosa suerte de estar viviendo a la vez lo peor del socialismo y
lo peor del capitalismo. Hasta que se seque el Malecón.
Publicado
originalmente en El Nuevo Herald, Miami.
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