A partir del tiempo real
Vicente Echerri, Miami, Fl
Para los cubanos, la llegada
del Año Nuevo ha estado, por más de medio siglo, inextricablemente asociada a
otra efeméride: el triunfo de la revolución liderada por Fidel Castro en 1959,
la cual no tardó en convertirse en un régimen totalitario de partido único que
se extiende hasta hoy.
Si el recordatorio es unánime entre los
nuestros, no así su sentido: algunos, consumidores de trasnochados énfasis
nacionalistas —que cada vez son menos— celebrarán lo que definen como la
llegada de la soberanía e independencia verdaderas junto con la realización de
anheladas conquistas sociales; otros —tanto en Cuba como en el exilio—, que
alguna vez festejaron ese triunfo y hace mucho se consideran traicionados y
estafados por el régimen de la revolución, recordarán con nostalgia lo que, a
su parecer, pudo ser el rumbo hacia la verdadera democracia: la esperada
revolución que habría de barrer las “lacras coloniales”, que habían sobrevivido
en la república, para consolidar los ideales martianos de libertad, justicia y
equidad sobre los cuales se fundó la nación. Los más escépticos somos de la
opinión que ese 1 de enero de 1959 fue un día infausto, en el cual, en un acto
de colectiva irresponsabilidad, el pueblo de Cuba, y particularmente sus clases
más representativas, le entregaron la república a un demagogo, con conocidos
antecedentes gansteriles, que ya había puesto en marcha un proyecto para el
derribo de las instituciones democráticas y su vitalicia estada en el poder.
Somos cada vez menos los cubanos que conocimos
el país que precedió al triunfo revolucionario. Aunque no dispongo de datos
estadísticos al respecto, no es temerario afirmar que la mayoría de mis
compatriotas nació después y que incluso algunos que ya estaban en el mundo
entonces tienen una idea distorsionada del pasado gracias a tantos años de
insistente adoctrinamiento. No son pocos, por ejemplo, los anticastristas de
corazón y méritos que, sin embargo, aún creen que la revolución fue un recurso
al que se apeló justa y necesariamente para reformar lo que algunos insisten en
llamar la “pseudorrepública” y, en consecuencia, aunque cuestionan la gestión
del castrismo y su perpetuidad al frente del Estado, dan por buenos sus motivos
de origen.
Mi niñez transcurrió en la década del 50 y
tengo memoria del país pujante y vital que teníamos, y de las libertades que
gozábamos, a pesar del golpe de Estado de 1952, de ciertos niveles de
corrupción política y administrativa —insignificantes si los comparamos con los
existentes en la actualidad— y de los desmanes y ejecuciones extrajudiciales
cometidos por la fuerza pública durante la etapa de la guerra civil (que,
aunque condenables, son apenas una vigésima parte de los que le atribuyó la
revolución triunfante). Con esto no pretendo aligerar a Fulgencio Batista de
las responsabilidades que él y su gobierno tienen ante la historia, tan sólo
ponerlas en su justa perspectiva. El gobierno de Batista no puede calificarse
propiamente de tiranía (como suele repetirse en la prensa y los textos de
historia que circulan en Cuba), ni siquiera de dictadura en el sentido en que
lo fueron otros regímenes de esa estirpe en Latinoamérica. De haber sido una
tiranía, la supervivencia de Castro habría sido impensable: las tiranías se
comportan de otra manera. Además, Batista no tenía ningún plan de perpetuarse
en el poder. Cuando renunció a la presidencia, en la madrugada del 1 de enero,
adelantaba su salida de palacio por unas pocas semanas: las que mediaban entre
esa fecha y el 24 de febrero en que le hubiera entregado el gobierno a Andrés
Rivero Agüero y, casi seguramente, se habría marchado del país, como había
hecho, en circunstancias menos dramáticas, en 1944. Comparar el gobierno de
Batista con el castrismo es lo mismo que comparar un resfriado con un cáncer:
el primero, que coincidió, además, con una época de altísima prosperidad en
nuestra vida nacional, era un mal transitorio; en tanto el segundo ha
conseguido arruinar el país y envilecer al pueblo hasta niveles que habrían
sido inimaginables aquel primer día de 1959.
No tengo ninguna duda de que nuestra
experiencia democrática —que se extiende desde el 20 de mayo de 1902 hasta el 1
de enero de 1959, cuando los poderes públicos se desmoronaron para que Cuba
ingresara en el despotismo— fue, pese a todos los defectos que puedan
apuntársele, un orden infinitamente superior y más civilizado que lo que vino
después: un país que progresaba, no obstante ciertos niveles de corrupción y
algunos períodos de autoritarismo gubernamental que nunca lograron ni se
propusieron, estos últimos, suprimir las libertades fundamentales (como lo
prueba la prensa de la época). Todos los logros importantes de nuestra vida
nacional, incluida la salud y la educación pública gratuitas, son fruto de ese
tiempo (aunque algunos se extendieran cuantitativamente luego).
Si un defecto grave tuvo la república que
antecedió al castrismo fue el de la frivolidad de sus intelectuales y políticos
que contribuyeron, con sus críticas desmedidas, a socavar las instituciones
democráticas, en tanto invocaban, a la ligera, la Revolución (como un
expediente de violencia que advendría para resolver todos los problemas y curar
todos los males, sin comprender que soluciones y curaciones se iban logrando
por el lento y firme camino de la evolución). En los 25 años que preceden a la
llegada de Castro al poder (de 1933 a 1958), el pueblo cubano vivió
ingenuamente en expectativa de revolución, al punto que todos los movimientos
políticos de importancia y todos sus agentes (tanto desde el gobierno como
desde la oposición) se proclamaban revolucionarios; sin advertir que esa
actitud agredía los soportes mismos sobre los que descansaba una democracia que
en verdad necesitaba perfeccionarse, pero que no precisaba ser demolida.
En este momento en que empieza a surgir en
Cuba una nueva conciencia política que busca recobrar las libertades
conculcadas y los derechos perdidos durante tanto tiempo, se impone un análisis
radical (que llegue a las raíces) para negarle legitimidad y pertinencia a la
acción revolucionaria —que por malicia de unos cuantos e ignorancia de los más—
nos lanzó al abismo aduciendo que nos salvaba. Para reformular la patria nueva
no se puede partir, en mi opinión, del 1 de enero de 1959 que nos hizo entrar
en la intemporalidad totalitaria, sino del tiempo real —con luces y sombras,
grandezas y miserias— que le precedió.
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