El olor
de la sangre
Carlos Alberto Montaner
Me refiero a las crueles
decapitaciones de los periodistas norteamericanos Steven Sotloff y James Foley,
presumiblemente a manos de educados árabes de cultura y formación inglesas, y
las filmaciones de las matanzas masivas de prisioneros que son ejecutados con
disparos en la cabeza, administrados sin el menor dramatismo por asesinos
vinculados al califato islámico.
Estas imágenes estremecedoras suelen
provocar dos preguntas entre los espectadores.
La primera: ¿por qué estos grupos
violentos filman y exhiben estas salvajadas que demuestran el grado de
depravación moral en el que viven y matan?
Y la inevitable segunda: ¿cómo es
posible que unos jóvenes criados en las civilizadas ciudades europeas, estadounidenses
o australianas, se enrolen voluntaria y alegremente en unas bandas criminales
que realizan esas repugnantes carnicerías?
La respuesta vincula las dos
cuestiones: los filman porque el espectáculo de la violencia, aunque provoca el
rechazo de un porcentaje de la sociedad, atrae a numerosos jóvenes, casi
siempre varones, que se sienten seducidos por el espectáculo siniestro del
cuchillo filoso que saja o punza profundamente la carne humana.
Así ha sido siempre. Los romanos
acudían a los estadios para ver cómo los gladiadores se mataban sin compasión o
las fieras se los devoraban. Los mayas se enfrentaban en un juego de pelota,
parecido al balompié, que culminaba con el asesinato ritual de los perdedores
ante el regocijo fanático del público.
Uno de los personajes más famosos y
admirados de la Revolución Francesa fue el verdugo Charles-Henri Sanson, sexta
generación de ejecutores. Por su guillotina (era suya y la fabricó un lutier
que construía exquisitas violas) pasaron tres mil personas, desde el apocado
rey Luis XVI hasta los vehementes Danton y Robespierre.
Mientras realizaba su sanguinario
trabajo las mujeres cosían en la plaza, los chiquillos corrían y los hombres
jugaban a los naipes. Sólo aplaudían entusiasmados cuando Sanson alzaba por los
cabellos la cabeza recién cercenada de su última víctima y se la mostraba a la
multitud.
¿Cosas de franceses? Falso: cosas de
seres humanos. Uno de los espectáculos más exitosos de nuestros días en Estados
Unidos son los combates de peleadores de la Ultimate Fighting. Se patean, se
rompen la cara a golpes con los puños, las rodillas y los codos, se destrozan
dentro de un hexágono rodeado por una alambrada alta e inexpugnable. El
público, enardecido, suele alentar a su púgil favorito incitándolo al crimen: mátalo,
acábalo. Es un mundo encharcado en sangre y adrenalina, carente de piedad. Y
si eso no ocurre, si no muere el luchador derrotado, es porque el árbitro suele
detener la pelea poco antes del desenlace fatal.
Se conserva una carta del Che Guevara
a su primera mujer, la peruana Hilda Gadea, escrita en Cuba y fechada el 28 de
enero de 1957, donde el médico argentino le cuenta que no ha muerto por medio
de una frase reveladora: Querida vieja: aquí en la selva cubana (peleaba en
las guerrillas), vivo y sediento de sangre. Poco después de escribirla pudo
saciar copiosamente esa penosa urgencia.
En Centroamérica es frecuente que los
mareros prueben su lealtad a la mara a la que pertenecen asesinando a un
inocente. La muerte ajena se convierte en una especie de rito de paso asociado
a la masculinidad. El crimen transporta al criminal a un estadio nuevo de
respeto, como sucede en tribus en las que se llega a la mayoría de edad cuando
se mata a un animal peligroso o se sufre algún dolor terrible infligido por el
chamán o el curandero.
Nada de esto me sorprende. Hace muchos
años leí un par de textos que me alertaron sobre la terrible naturaleza humana.
Ambos conservan su alarmante vigencia.
El experimento de Stanley Milgram (Los
peligros de la obediencia), en el que demostraba cómo las personas normales
podían torturar hasta la muerte a unos semejantes desconocidos e inocentes,
sólo porque una autoridad se lo ordenaba.
Las víctimas del experimento, claro,
fingían el dolor y las convulsiones, pero sus verdugos pensaban que estaban
sufriendo realmente mientras ellos aumentabanel voltaje de la silla eléctrica
en la que supuestamente agonizaba el torturado.
El segundo libro fue Sobre la
Agresión, obra que le ganó un Premio Nobel al austriaco Konrad Lorenz, donde
analizaba las secretas pulsiones que precipitaban a los hombres a atacar a
otros miembros de su especie y el valor simbólico de esos actos terribles.
En esa época todavía no existía
YouTube. Pero los seres humanos eran idénticos a los de ahora, a los de
siempre.
Carlos
Alberto Montaner es escritor y periodista. Su último libro es la novela “Tiempo
de canallas”.
Reproducido
de CUBANET.
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