La (e)lección de Orlando Zapata
Vicente Echerri
El Nuevo Herald
El nombre de Orlando Zapata Tamayo, la última víctima del brutal régimen castrista, saltó este martes a los titulares de los periódicos y los telediarios del mundo cuando moría en La Habana luego de una huelga de hambre de 85 días y de varios años de cárcel en que no le faltaron vejaciones, palizas y torturas. Este humilde albañil negro, de sólo 42 años, es de pronto el rostro de Cuba, y ante el anuncio de su muerte --de su asesinato, como valientemente la calificara su madre-- la tristeza y el llanto vuelven a hermanar a todos los que padecemos esta tragedia de mi país que ya pasa del medio siglo.
Pienso, con horror, que Orlando Zapata nació cuando el castrismo llevaba casi una década en el poder, cuando hacía mucho que en Cuba había desaparecido todo vestigio de libertad, de partidos políticos independientes, de prensa libre, cuando ya habían pasado por el presidio de Isla de Pinos (que se clausura precisamente el año de su nacimiento) más de 17,000 presos políticos condenados a trabajos forzados en condiciones infrahumanas, víctimas de maltratos, de hostigamiento, de hambre y algunos de los cuales fueron asesinados.
En 1967, Zapata nace en una sociedad oprimida por un gobierno tiránico que coacta toda gestión independiente y automatiza la infancia. Puedo imaginarlo, pocos años después, con su uniforme de escolar y su pañoleta de pionero repitiendo cándidamente la consigna de ``seremos como el Che'' mientras retoña su esperanza de ser humano, de individuo, en un ambiente donde prima la intolerancia y donde cercenan cualquier amago de individualidad.
En esa atmósfera hostil, Zapata --y ciertamente otros como él, aunque de todos no sepamos sus nombres-- creció con aspiraciones de ser un hombre libre, de ejercer los derechos que alguna vez las instituciones cubanas les habían garantizado a sus ciudadanos y que ahora los facinerosos en el poder les negaban, de expresarse sin trabas, de elegir a quienes habrían de gobernarlo; y abrigar estos objetivos, que se dan por sentado en cualquier democracia del mundo, hicieron de él un hombre excepcional dispuesto a romper, con sus demandas, el cerco de la asfixia y a dar su vida, si fuera necesario, por lograrlo.
Es sorprendente que, con tantas cosas en su contra, este hombre (y los que como él se han agrupado en las distintas organizaciones de la disidencia) sintiera la necesidad de reclamar la justicia pendiente, la libertad que falta, los derechos que a diario pisotea el despotismo. Orlando Zapata, obrero, negro, pobre y nacido después del triunfo castrista, representa en una sola persona el perfil de aquellos para cuyo beneficio y felicidad dícese haberse hecho la revolución y en cuyo nombre todavía se intentan justificar sus líderes. Su muerte, al cabo de una espantosa ordalía, como antes su enfrentamiento al poder que sojuzga a los cubanos, es el más claro y rotundo mentís a la desvergonzada propaganda de una tiranía que no puede presentar ningún logro legítimo que la redima, que no cuenta con más vitrina que un paravant de ruinas y un prolijo muestrario de envilecimientos.
Como para sumar insulto a la injuria, los portavoces del régimen han lamentado la muerte de Zapata, a quien, por sus denuncias pacíficas, catalogan solamente como ``un preso''; al tiempo que el propio Raúl Castro niega, como de costumbre, que en Cuba haya habido torturas o ejecuciones y, para no faltar a los hábitos, culpa de este trágico final a la ``contrarrevolución'' y a Estados Unidos. En un país donde los desmanes del poder, ejercido irrestricta y arbitrariamente por más de cincuenta años, son responsables de millares de torturados y de ejecutados, este comentario --respaldado sin duda por una generosa ingestión de alcohol-- es en estos momentos un chiste macabro.
Orlando Zapata Tamayo, desde su indefensión, eligió la huelga de hambre y con ella las posibilidades de morir para llamar la atención de sus conciudadanos y del mundo sobre el estado de opresión que viven y padecen los cubanos y la urgente y suprema necesidad que hay de denunciarlo y de cambiarlo. Su muerte, pues, es el corolario de su argumento, la demostración fehaciente de la necesidad de su reclamo y, sobre todo, de su triunfo, que constituye para todos nosotros una inolvidable lección.
(C)Echerri 2010
El Nuevo Herald, Miami, Fl.
El Nuevo Herald
El nombre de Orlando Zapata Tamayo, la última víctima del brutal régimen castrista, saltó este martes a los titulares de los periódicos y los telediarios del mundo cuando moría en La Habana luego de una huelga de hambre de 85 días y de varios años de cárcel en que no le faltaron vejaciones, palizas y torturas. Este humilde albañil negro, de sólo 42 años, es de pronto el rostro de Cuba, y ante el anuncio de su muerte --de su asesinato, como valientemente la calificara su madre-- la tristeza y el llanto vuelven a hermanar a todos los que padecemos esta tragedia de mi país que ya pasa del medio siglo.
Pienso, con horror, que Orlando Zapata nació cuando el castrismo llevaba casi una década en el poder, cuando hacía mucho que en Cuba había desaparecido todo vestigio de libertad, de partidos políticos independientes, de prensa libre, cuando ya habían pasado por el presidio de Isla de Pinos (que se clausura precisamente el año de su nacimiento) más de 17,000 presos políticos condenados a trabajos forzados en condiciones infrahumanas, víctimas de maltratos, de hostigamiento, de hambre y algunos de los cuales fueron asesinados.
En 1967, Zapata nace en una sociedad oprimida por un gobierno tiránico que coacta toda gestión independiente y automatiza la infancia. Puedo imaginarlo, pocos años después, con su uniforme de escolar y su pañoleta de pionero repitiendo cándidamente la consigna de ``seremos como el Che'' mientras retoña su esperanza de ser humano, de individuo, en un ambiente donde prima la intolerancia y donde cercenan cualquier amago de individualidad.
En esa atmósfera hostil, Zapata --y ciertamente otros como él, aunque de todos no sepamos sus nombres-- creció con aspiraciones de ser un hombre libre, de ejercer los derechos que alguna vez las instituciones cubanas les habían garantizado a sus ciudadanos y que ahora los facinerosos en el poder les negaban, de expresarse sin trabas, de elegir a quienes habrían de gobernarlo; y abrigar estos objetivos, que se dan por sentado en cualquier democracia del mundo, hicieron de él un hombre excepcional dispuesto a romper, con sus demandas, el cerco de la asfixia y a dar su vida, si fuera necesario, por lograrlo.
Es sorprendente que, con tantas cosas en su contra, este hombre (y los que como él se han agrupado en las distintas organizaciones de la disidencia) sintiera la necesidad de reclamar la justicia pendiente, la libertad que falta, los derechos que a diario pisotea el despotismo. Orlando Zapata, obrero, negro, pobre y nacido después del triunfo castrista, representa en una sola persona el perfil de aquellos para cuyo beneficio y felicidad dícese haberse hecho la revolución y en cuyo nombre todavía se intentan justificar sus líderes. Su muerte, al cabo de una espantosa ordalía, como antes su enfrentamiento al poder que sojuzga a los cubanos, es el más claro y rotundo mentís a la desvergonzada propaganda de una tiranía que no puede presentar ningún logro legítimo que la redima, que no cuenta con más vitrina que un paravant de ruinas y un prolijo muestrario de envilecimientos.
Como para sumar insulto a la injuria, los portavoces del régimen han lamentado la muerte de Zapata, a quien, por sus denuncias pacíficas, catalogan solamente como ``un preso''; al tiempo que el propio Raúl Castro niega, como de costumbre, que en Cuba haya habido torturas o ejecuciones y, para no faltar a los hábitos, culpa de este trágico final a la ``contrarrevolución'' y a Estados Unidos. En un país donde los desmanes del poder, ejercido irrestricta y arbitrariamente por más de cincuenta años, son responsables de millares de torturados y de ejecutados, este comentario --respaldado sin duda por una generosa ingestión de alcohol-- es en estos momentos un chiste macabro.
Orlando Zapata Tamayo, desde su indefensión, eligió la huelga de hambre y con ella las posibilidades de morir para llamar la atención de sus conciudadanos y del mundo sobre el estado de opresión que viven y padecen los cubanos y la urgente y suprema necesidad que hay de denunciarlo y de cambiarlo. Su muerte, pues, es el corolario de su argumento, la demostración fehaciente de la necesidad de su reclamo y, sobre todo, de su triunfo, que constituye para todos nosotros una inolvidable lección.
(C)Echerri 2010
El Nuevo Herald, Miami, Fl.
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