6 de enero de 2010


El amanecer de un día de Reyes

Ana Dolores García

De la infancia se pueden tener recuerdos tristes o alegres. Generalmente son más los alegres, que coinciden casi siempre con las pequeñas cosas cotidianas. Recordamos los juegos a la rueda y los cantos que las acompañaban, alguna que otra travesura, algún que otro regaño, algún que otro castigo…. También de entonces nos quedan recuerdos más importantes, como el primer día en que fuimos a la escuela, o cuando se nos cayó el primer diente.


Son recuerdos imborrables que se nos han pegado y que muy a menudo repasamos con la nostalgia por un tiempo en que practicábamos la inocencia. Inocencia que nos permitía creer que en la vida no había problemas. Y también en la visita anual de tres Reyes misteriosos. Tres Reyes que eran magos y que por eso no podíamos verlos.

Aprendimos que guiados por una estrella habían llegado hasta Belén para llevarle al Niño Jesús tres regalos. Sabíamos de memoria cuáles eran esos regalos aunque nunca comprendiéramos qué cosa era la mirra. Todos los mayores nos decían que, desde entonces, cada año aquellos tres Reyes y magos visitaban a los niños para traerles regalos.

Regalos que había que merecerlos y ser buenos como lo fue el Niñito Dios. Había que portarse bien y estudiar, y no contestar a mamá, y no decir mentiras: toda una letanía. Era algo difícil, pero se podía hacer o simular. Y a pesar de que no se hiciera, aquellos Reyes y magos siempre nos dejaban algunas cosas, que generalmente coincidían con las que papá y mamá nos sugerían.


Nunca se me podrán olvidar los amaneceres de los Días de Reyes en la calle en la que viví mi infancia. A poco de salir el sol ya me despertaba el ruido de los fulminantes de los revólveres que estrenaban los muchachos del barrio. Por aquellos años en que todavía soñaba con los Reyes, ni en mi casa ni en muchas otras había arbolitos de Navidad como los que veíamos en las películas americanas o en la foto de la hoja del almanaque. Pero no importaba. Los Reyes se las arreglaban para dejarnos sus regalos junto al platico con los tabacos y la hierba para los camellos, que nuestros padres nos prevenían no colocáramos junto a la cama sino en cualquier otro lado, porque si los Reyes se daban cuenta que los estábamos mirando, desaparecían sin dejar nada.

Los disparos en la calle eran simultáneos con el brinco de la cama. Sí, allí estaban junto a alguna caja de lápices de colores y un libro de fábulas de Esopo o de Samaniego, y la infaltable muñeca y el jueguito de tazas de café.

Si alguna ventaja tiene el ser hija única, ésta se hace más notable el Día de Reyes. Yo no me imaginaba por qué sería pero lo disfrutaba. Así y todo, hubo años mejores que otros. Como cuando me dejaron hasta un automóvil. En él aprendí a conducir. No tuve otro hasta más de treinta años después y para entonces la licencia de conducción ya había caducado.

Luego empezó la guerra y me explicaron que a los Reyes se les hacía difícil conseguir juguetes buenos. (Ya me daba cuenta que en el Ten Cents no había mucho dónde escoger). Cuando acabó la guerra y comenzaron a verse juguetes mejores, yo ya me entretenía con otras cosas.


Como todos los niños, supe guardar el secreto que durante varios años nos permitía disfrutar el día más feliz del año. Secreto que compartimos por igual al mismo tiempo que comenzamos a lamentar la inocencia perdida.
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