Diamantes
Ana Dolores García
El diamante es el rey de las gemas. No solamente por su belleza, sino también por su dureza, que lo hace imprescindible en el mundo industrial.
La etimología de la palabra deriva de la voz griega adamas o adamantem, y ya desde entonces se le llamaba «invencible», significado de esa voz griega. Los europeos llegaron a conocer el diamante unos trescientos años antes a.C., gracias al comercio con el Oriente.
Ya en en Antiguo Testamento de la Biblia se les menciona. Es en el Libro del Éxodo donde se hace alusión al que usaba como pectoral el sacerdote Aaron, nada menos que unos 1200 años a.C. También en hebreo su nombre significaba dureza: Yiahaom, que no se puede aplastar. Hoy en día Israel no cuenta con grandes minas de diamantes pero sí con afamados establecimientos para el tallado de las piedras que importan.
Durante el siglo XVII, los diamantes sedujeron a los aristócratas franceses. El propio rey Luis XIV compró 22 piedras grandes, entre ellas un diamante triangular azul zafiro de unos 120 quilates, que según la leyenda había sido robado de un ojo de un ídolo hindú. Se decía además que acarreaba un maleficio que duraría por los siguientes 200 años. Al tallar la piedra, que quedó reducida a 67 quilates, se le llamó «el azul de Francia». Maldición efectiva o no, al poco tiempo de usarlo Luis XIV falleció de viruelas. Luis XVI y María Antonieta no tuvieron mejor suerte tampoco.
Durante la revolución francesa se robaron el diamante junto a las otras joyas de la familia real y no se supo más de él hasta que en 1830 apareció un diamante azul de similares características pero mucho más reducido. Lo había comprado en el mercado de Londres Henry Thomas Hope, poderoso banquero. A partir de entonces tomó el nombre de su propietario: HOPE. Para seguir el recuento de calamidades, el hijo de Hope perdió su fortuna poco tiempo de después de heredar la piedra.
La mala suerte persiguió también a Edgard B McLean, de la familia propietaria del Washington Post, que lo había comprado para regalarlo a su esposa. Se modificó su montadura en la joyería Cartier, convirtiéndolo en pendiente y rodeado de pequeños diamantes. La maldición, a pesar de que ya sumaban más de doscientos los años que se suponía iba a durar, al parecer alcanzó también a los hijos del propio McLean, pues el hijo del magnate falleció en un accidente y la vida de su hija terminó en suicidio.
Harry Winston, comerciante de diamantes en Nueva York lo compró en 1949 con la intención de revenderlo. Ante la imposibilidad de hacerlo a causa de la leyenda negra que pesaba sobre el «Hope», lo donó a la Institución de los Museos del Smithonian. Actualmente se puede admirar en el Museo de Historia Natural en Washington DC.
Sin embargo, el «Hope» no es el diamante más grande ni más valioso del mundo, sino el «Golden Jubilee», que ofrece un destello marrón y que pertenece al Rey de Tailandia aunque permanece en exhibición en La Torre de Londres.
Otro mito lo constituye la creencia de que el valor del diamante es para siempre. Nada de eso: la eternidad de los diamantes es una falacia, pues si se les calienta se carbonizan, ennegrecen. «Diamonds are forever», a más del título de un popular filme de la serie de James Bond, ha resultado ser un lema de mucho éxito para esta gema. Aunque, ya desde mucho antes, los diamantes han sido las piedras preferidas como expresión de amor y, grandes o pequeños, son los que se regalan los novios en los anillos de sus bodas.
El diamante es el rey de las gemas. No solamente por su belleza, sino también por su dureza, que lo hace imprescindible en el mundo industrial.
La etimología de la palabra deriva de la voz griega adamas o adamantem, y ya desde entonces se le llamaba «invencible», significado de esa voz griega. Los europeos llegaron a conocer el diamante unos trescientos años antes a.C., gracias al comercio con el Oriente.
Ya en en Antiguo Testamento de la Biblia se les menciona. Es en el Libro del Éxodo donde se hace alusión al que usaba como pectoral el sacerdote Aaron, nada menos que unos 1200 años a.C. También en hebreo su nombre significaba dureza: Yiahaom, que no se puede aplastar. Hoy en día Israel no cuenta con grandes minas de diamantes pero sí con afamados establecimientos para el tallado de las piedras que importan.
Durante el siglo XVII, los diamantes sedujeron a los aristócratas franceses. El propio rey Luis XIV compró 22 piedras grandes, entre ellas un diamante triangular azul zafiro de unos 120 quilates, que según la leyenda había sido robado de un ojo de un ídolo hindú. Se decía además que acarreaba un maleficio que duraría por los siguientes 200 años. Al tallar la piedra, que quedó reducida a 67 quilates, se le llamó «el azul de Francia». Maldición efectiva o no, al poco tiempo de usarlo Luis XIV falleció de viruelas. Luis XVI y María Antonieta no tuvieron mejor suerte tampoco.
Durante la revolución francesa se robaron el diamante junto a las otras joyas de la familia real y no se supo más de él hasta que en 1830 apareció un diamante azul de similares características pero mucho más reducido. Lo había comprado en el mercado de Londres Henry Thomas Hope, poderoso banquero. A partir de entonces tomó el nombre de su propietario: HOPE. Para seguir el recuento de calamidades, el hijo de Hope perdió su fortuna poco tiempo de después de heredar la piedra.
La mala suerte persiguió también a Edgard B McLean, de la familia propietaria del Washington Post, que lo había comprado para regalarlo a su esposa. Se modificó su montadura en la joyería Cartier, convirtiéndolo en pendiente y rodeado de pequeños diamantes. La maldición, a pesar de que ya sumaban más de doscientos los años que se suponía iba a durar, al parecer alcanzó también a los hijos del propio McLean, pues el hijo del magnate falleció en un accidente y la vida de su hija terminó en suicidio.
Harry Winston, comerciante de diamantes en Nueva York lo compró en 1949 con la intención de revenderlo. Ante la imposibilidad de hacerlo a causa de la leyenda negra que pesaba sobre el «Hope», lo donó a la Institución de los Museos del Smithonian. Actualmente se puede admirar en el Museo de Historia Natural en Washington DC.
Sin embargo, el «Hope» no es el diamante más grande ni más valioso del mundo, sino el «Golden Jubilee», que ofrece un destello marrón y que pertenece al Rey de Tailandia aunque permanece en exhibición en La Torre de Londres.
Otro mito lo constituye la creencia de que el valor del diamante es para siempre. Nada de eso: la eternidad de los diamantes es una falacia, pues si se les calienta se carbonizan, ennegrecen. «Diamonds are forever», a más del título de un popular filme de la serie de James Bond, ha resultado ser un lema de mucho éxito para esta gema. Aunque, ya desde mucho antes, los diamantes han sido las piedras preferidas como expresión de amor y, grandes o pequeños, son los que se regalan los novios en los anillos de sus bodas.
Todo es hermoso y constante,
todo es música y razón,
y todo, como el diamante,
antes de luz es carbón.
(José Martí, Versos Sencillos)
todo es música y razón,
y todo, como el diamante,
antes de luz es carbón.
(José Martí, Versos Sencillos)
Según creen los amantes
las flores valen más que los diamantes,
mas ven que al extinguirse los amores
valen más los diamantes que las flores.
(Ramón de Campoamor, Humorada)
las flores valen más que los diamantes,
mas ven que al extinguirse los amores
valen más los diamantes que las flores.
(Ramón de Campoamor, Humorada)
Ana Dolores García
Foto: Google
Diamante Hope en el Museo de Historial Natural
de Washington DC
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