La cubanía:
peculiar calidad de una cultura
Mauricio Vicent
Hagamos caso de los sabios, y entre los que más al etnólogo
Fernando Ortiz (1881-1969) y al poeta Gastón Baquero (1914-1997): la
cubanidad o cubanía no se define por la tierra cubana donde se nació ni por la
ciudadanía política que se goza (o se sufre), menos aún por el concepto de
raza, ya que no existe una raza cubana.
La cubanía,
dice Ortiz, “es principalmente la peculiar calidad de una cultura, la de Cuba”,
y esta viene determinada por numerosos factores, entre los principales la
mezcla. Cuba es liga, reunión, confluencia de raíces… Y también
desarraigo, provisionalidad, refundación constante.
Los primeros en llegar, los indios precolombinos, viajaron en
canoa desde tierras continentales del Amazonas y Yucatán y de otras islas del
Caribe. Mucho después, los españoles y otros europeos (ingleses,
franceses huidos de la revolución haitiana, corsarios holandeses) vinieron
cargados de ambiciones y trajeron consigo al Nuevo Mundo negros esclavos de
Angola, el Congo, Guinea y hasta de los puertos de Zanzíbar y Mozambique.
Había
yorubas, mandingas, bantúes, carabalíes, tan distintos entre ellos como un
austriaco de un andaluz, y cada uno con sus propias costumbres y religiones
animistas. A mediados del siglo XIX, algunas cantidades de culíes chinos
procedentes de Cantón, Macao y Taiwán arribaron con su mundo propio y su pasión
por los juegos de azar.
Las cuatro
grandes razas se concentraron en esta pequeña isla del Caribe ablandada por el
sol del trópico y batida por los huracanes, y esta poderosa mixtura se realizó
en poco más de cuatro siglos, “nada” para la historia, recuerda Baquero.
En un ensayo
clásico (Los factores humanos de la cubanidad), Fernando Ortiz comparó la
cultura cubana y su formación con el ajiaco, el guiso criollo más genuino,
“hecho de varias especies de legumbres” y “de trozos de carmes diversas,
todo lo cual se cocina con agua en hervor hasta producirse un caldo grueso y
suculento y se sazona con el cubanísimo ají que le da el nombre”. A lo largo
de medio milenio, Cuba fue una cazuela abierta y en su interior se trabó una
salsa muy sedimentada y con abundante aderezo.
Siboneyes,
Guanahacabibes, y sobre todo Taínos, dejaron alimentos y ciertas voces
–incluida la palabra Cuba-, además del tabaco y su humo hechicero para
comunicarse con los dioses.
España llegó y de golpe impuso 3.000 años de civilización, y
con la vela, el hierro, la pólvora, la imprenta, las plantaciones, el capital y
la moneda aparecieron la primera guitarra y la universidad, además del látigo.
En los barcos negreros viajó todo el dolor imaginable del destierro, pero
también leyendas y orishas que al ser prohibidos se sincretizaron con
los santos católicos. Changó, divinidad dueña del trueno, se transmutó en
Santa Bárbara, y la madre de las aguas Yemayá, se escondió en la Virgen de
Regla.
El tambor y
la guitarra se acoplaron fácilmente y enseguida el mestizaje se impuso en todos
los órdenes de la vida, siendo la música, el baile y el choteo espacios francos
para negros, jabaos, mulatos y blanconazos. Asia aportó la charada china,
una lotería que sigue jugándose hoy de modo clandestino en toda la Isla y en la
que cada número equivale a una imagen y esta suele asociarse a un sueño.
Uno es caballo. Tres, marinero. Ocho, muerto y 23, vapor (o
escalera), y así hasta llegar al número 100, que es inodoro, pero también Dios
y automóvil.
Dice Gastón
Baquero que “los encadenamientos de la charada son totalmente poéticos”.
Si a una vieja habanera le cuentan un sueño en el que aparece “una que no
es monja, pero vive siempre dentro de su casa”, a lo mejor le tira al siete,
caracol, con el siguiente argumento: “¿Ha visto usted nadie que esté más
encerrado que un caracol y sin estar en un convento?”. Este tipo de
conclusiones, sostiene Baquero, “nos conducen mecánicamente a un poema de
Eliot”
Esa
“capacidad magnificadora” del cubano, junto a la mezcla, es otra característica
principal de la cultura de Cuba. Wifredo Lam era hijo de chino y de
negra, y con sus pinceles arrastró al surrealismo toda aquella herencia y un
mundo de sueños y máscaras poblado de seres sobrenaturales, a la vez humanos,
animales y vegetales. El óleo más famoso de Carlos Enríquez no es otro
que El rapto de las mulatas, y de Cuba es José Martí, uno de los más grandes
pensadores de América, muerto en combate contra las tropas españolas en 1895.
Sin España y
el hervor del mestizaje no puede entenderse a José Lezama Lima, Alejo
Carpentier, Guillermo Cabrera Infante o Nicolás Guillén, songoro cosongo de
mamey, sorongo la negra baila bien, Súmense contradanzas y danzones,
Ignacio Cervantes y Ernesto Lecuona, el mambo, el chachachá, el jazz afrocubano
de Frank Emllio y el son del trío Matamoros y de Compay Segundo.
Decía Dulce
María Loynaz (1902-1997) Premio Cervantes 1992, que en su país la política pasa
y la cultura permanece (bueno, sus palabras textuales eran un poco más crudas: “Yo
he vivido esta revolución como un paréntesis”, declaró tras recibir el
galardón, con 90 años).
***Mauricio Vicent es un periodista español que ha vivido varios años
en La Habana. En la versión impresa de Cuadernos de Pozos Dulces
(1994-2012) publicó tres artículos.
Remitido por Gudelia Creus