La chusmería,
hija
bastarda de la revolución
Miriam Celaya
LA HABANA, Cuba. – La Habana despierta
temprano y antes de las 8:00 am es un hervidero de voces y movimiento. Trepidan
los viejos autos y ómnibus por la ciudad, la gente se aglomera en las paradas y
en los contenes, bulle la nueva jornada de supervivencia. Apenas a una cuadra
de la céntrica avenida de Carlos III, decenas de adolescentes se apiñan en los
alrededores de la secundaria básica “Protesta de Baraguá” dilatando todo lo
posible el momento de entrar al matutino. Con independencia de géneros,
vivaces, altaneros, irreverentes, casi todos hablan en voz muy alta,
gesticulan, gritan de unos grupos a otros, de una a otra acera.
Una estudiante pulcramente vestida y
bellamente peinada, se empina sobre sus pies mientras se coloca las manos a
ambos lados de la boca, a manera de bocina:
- ¡Dayáááán… Dayáááán! ¡Oye mi’jo, no
te hagas el loco… Contigo mismo es, ¿qué bolá, qué p…. te pasa?!
El interpelado, a media cuadra de
distancia, se vuelve hacia la muchacha y echa a reír:
- ¡¿Eh, Carla, ¿cuál e’?, ¿se te pegó
el picadillo?, ¿Yandi no te quita la picazón y te hace falta que yo te
“arrasque”?!
- ¡Ayyyy, papi, ya quisieras. Tú
no tienes pa´ eso!
El breve diálogo va acompañado de una
gestualidad exagerada, procaz. Dayán se acerca y ambos se saludan con un
amigable beso y mucho manoseo. Se integran a un grupo cercano de condiscípulos
que parlotean entre sí. Cada tanto, las palabras fuertes vuelan, como los
gorriones matinales de los árboles cercanos. Observo atenta el panorama
general. El saludo entre estos jóvenes puede ser una nalgada, un beso o una
frase gruesa digna de una taberna de bucaneros, dicha con la naturalidad que
imprime la costumbre.
Me acerco al grupo y me identifico
como reportera. Quiero hacerles unas preguntas rápidas y sencillas antes de que
tengan que traspasar la cerca de entrada de la escuela, les aclaro que no
necesito nombres, que no los voy a grabar y que no les haré fotos si no lo
desean. Algunos se alejan un poco, por si acaso, pero quedan lo suficientemente
cerca como para escucharlo todo. Ninguno quiso ser fotografiado.
¿Dónde aprendieron a expresarse así?,
¿sus mayores se lo permiten en casa y los maestros en la escuela?, ¿han crecido
en un medio familiar violento?, ¿qué entenderían ustedes como groserías, o
“malas palabras”?, ¿cómo definirían el lenguaje que utilizan?, ¿en alguno de
sus libros de literatura o lengua española encuentran ese vocabulario?
Tras algunos titubeos, es el propio
Dayán quien rompe el hielo. “Na’, mi tía, normal. Todo el mundo habla así y
todo el mundo sabe lo que quieren decir esas palabras.
En la casa hay que tener cuidado
porque los padres se ponen muñecones si uno dice muchas malas palabras; pero
ellos sí las dicen como si ná. Los maestros casi nunca se meten en eso. Eso no
tiene nada de malo. Mire, en mi casa no hay violencia de esa. A mí nunca
me han dado golpe. Bueno, algún pescozón cuando era chiquito y hacía algo malo,
pero ‘normal’, como a todo el mundo”.
Enseguida los demás se atropellan para
decir y opinar, interrumpiéndose unos a otros. Todos coinciden en que lo que
pasa es que en “mi época” no se hablaba así porque había mucho atraso, menos
libertad, pero “eso era antes”. Decir palabrotas ahora es “normal”, (todo un
adelanto, diríase). Es verdad que en sus libros no hay ese vocabulario, pero
los libros son una cosa y la vida real otra; lo mismo pasa, por ejemplo, en la
televisión. Indago un poco más y descubro que ninguno de ellos se ha leído
jamás una novela. Menos aún conocen de poesía. En resumen, la vulgaridad no es
tal para ellos, sino que las expresiones más ordinarias son la norma.
El timbre de la escuela avisa que va a
empezar el matutino y los muchachos se empujan para entrar mientras ríen
divertidos. Yo soy, obviamente, una “temba chea”, una especie de anacronismo
pasajero de ese día. Algunos, muy pocos, se despiden de mí antes de darme la
espalda y alejarse.
Pero así como no todos los jóvenes son
vulgares, tampoco todos los vulgares son jóvenes. La epidemia de grosería, que
se ha tornado endémica, no es un fenómeno generacional sino sistémico.
Por la tarde salgo a la avenida
cercana y bordeo el portal lateral del Mercado de Carlos III, por la calle
Árbol Seco, donde diariamente los taxistas se agrupan para sus cotilleos entre
un cliente y otro. En la ventanita de ventas toman café o se compran alguna
bebida para refrescar las abusadas gargantas.
A cada momento las groserías salpican
las charlas, en especial en las amigables discusiones a toda voz sobre la serie
nacional de béisbol o sobre los precios de los automóviles, cuya venta recién
comenzó por el Estado. La adolescencia ha quedado muy atrás entre ellos; muchos
peinan canas y otros ya no conservan siquiera canas que peinar. Le pregunto a
un parqueador septuagenario que cubre el área si esos habituales del portal
siempre dicen palabrotas tan gruesas o es solo por la emoción del momento.
“Eso es normal aquí. Siempre dicen
malas palabras, aunque haya cerca mujeres y niños. Ya no hay respeto. Y si les
dices algo es peor, así que mejor quédate calladita la boca”. Le aclaro
que no pienso decirles nada.
En realidad, si fuera a reprender a todos
los que se expresan con groserías tendría que pasar cada día completo regañando
y hubiese recibido más de un gaznatón. En Cuba, hoy por hoy, la corrección de
las maneras y del lenguaje se consideran una gazmoñería injustificable: impera
el aserismo. Pero, ¿cómo y cuándo comenzó todo?
¡Asere, ¿qué bolá?!
Cierto que siempre han existido
personas ordinarias y mal educadas, solo que en la actualidad la grosería ha
invadido la sociedad cubana, al punto que ya no es posible sustraerse de ella.
A contrapelo del discurso oficial que pregona sobre la instrucción y cultura de
este pueblo, la vulgaridad –como forma particular de violencia– parece haber
llegado para quedarse entre nosotros. Desde las palabrotas más gruesas hasta la
impudicia masculinísima de orinar en la vía pública y a plena luz del día, la
cotidianidad es cada vez más agresiva.
Si fuésemos a explicar la historia del
imperio de la vulgaridad en la Isla utilizando algunos de los vocablos
prosaicos que se han ido incorporando al habla cotidiana en diferentes épocas
de estos 55 años a partir del igualitarismo ramplón impuesto como política de
estado, probablemente solo un cubano crecido en este ambiente podría entender
algo del léxico. Quizás el recuento podría sintetizarse así, y perdonen los
lectores, solo pretendo ilustrar el caso.
En un principio fue un asere, que
asaltó un cuartel con un grupo de ecobios, aunque él salió en pira cuando empezó
la balacera. Aquello se puso malito y falto’e frío y los que se salvaron fueron
pa’l tanque. Pero como eran unos locotes pinguses, al final ellos y otros
moninas que se les pegaron por el camino cogieron el mazo aquí, por sus co…, le
dieron el bueno envenena’o a Batista, que era un punto, y ahí empezó la burumba
esta. Se acabaron la fineza y la blandenguería, que aquí todo el mundo es la
misma salsa, así que al que le pique que se arrasque, y si no, “tunturuntun”,
¡qué bolá!, ¡y quimba pa’ que suene! ¿Cuál e’?
La generalización del mal hablar y la
pérdida de las buenas maneras es ya un rasgo distintivo de la sociedad cubana
de estos tiempos, al punto que el propio general-presidente, Castro II, ha
manifestado públicamente su alarma por tanta chabacanería. La vulgaridad
social, esa suerte de hija bastarda que ahora el régimen se niega a reconocer
como propia, ha traspasado los límites del populacho y ha llegado a los
umbrales sagrados de sus padres. Y los asusta. ¿Qué tal si un día tanta
ordinariez descontrolada se convierte en violencia contra el trono?
Los diligentes pregoneros, por su
parte, han respondido de inmediato al silbato del amo. “Lenguaje, ¿las buenas formas se fueron de viaje?” es un artículo
donde la periodista oficial María Elena Balán Sainz, tras lamentarse de las
malas formas del habla y de los modales que rigen actualmente en Cuba, en
especial entre los más jóvenes, se adentra en un análisis sobre el origen del
español hablado en la Isla y su parentesco léxico con otros países de la
región, sobre la teoría evolucionista del lenguaje, su importancia en la
comunicación humana y de su cuidado, por lo que insiste en que “Aunque aparentemente
caiga en saco roto, no podemos dejar la batalla por el uso correcto de nuestra
lengua, aunque existan tendencias marcadas en los últimos tiempos al lenguaje
popular chabacano, en ocasiones con ingredientes vulgares.”
No pudo sustraerse ella misma a los
lugares comunes que en Cuba hacen de cada cuestión una “batalla” y donde toda
“estrategia oficial” naufraga en estériles campañas, aunque hay que reconocer
las buenas intenciones de su artículo. Sin embargo, de su texto parece
inferirse que la chabacanería y la vulgaridad surgieron súbita y
espontáneamente entre nosotros, sin motivo ni razón alguna, con la misma
naturalidad que si fuesen hongos sobre heces de animales en un potrero. Balán
Sainz no menciona ni una sola vez la rusticidad soez de las consignas
revolucionarias, las palabrotas de los mítines de repudio, la vulgaridad de
agredir y golpear a los que no piensan como indica el credo verde olivo, la
grosería estimulada y arropada desde el poder para tratar de anular moralmente
al diferente:
¡“Reagan tiene saya y nosotros pantalones,
tenemos un comandante que le roncan los co…..!”
Aquellas aguas trajeron estos lodos…
Utilizando ahora mis propias palabras
para el recuento, diría que en un principio fue la violencia de una revolución
social que alcanzó el poder por las armas; que expropió; que expulsó; que
sembró las exclusiones por cuestiones políticas, de credo religioso, de
preferencias sexuales; que impuso el igualitarismo, condenó las tradiciones,
separó a los hijos del hogar de sus padres para adoctrinarlos, fracturó las
familias, condenó la prosperidad, secuestró las libertades, sofocó las
capacidades creativas y la independencia de los individuos, estandarizó la
pobreza, empujó a una emigración infinita que nos asuela y mutila. No
puedo imaginar mayor vulgaridad.
Ahora, cuando ya Cuba parece una
tierra arrasada, su economía arruinada y los valores extraviados entre las
viejas consignas y las constantes decepciones, el régimen se perturba por la
grosería y pobreza del lenguaje, que avanzan proporcionalmente con la crisis
general del sistema.
Pero en algo tiene razón Balán Sainz,
cuando nos recuerda que el léxico es reflejo de la realidad social. A un país
empobrecido donde cada día se palpan con mayor acento la frustración, las
precariedades de la supervivencia y la tendencia a la violencia, le corresponde
un lenguaje pobre, vulgar y violento. Es parte del daño antropológico, tan
magistralmente definido por Dagoberto Valdés.
¿Habrá soluciones? Por supuesto, pero
tampoco serán espontáneas. Solo el final de la grosera dictadura castrista
podría marcar el principio del fin del aserismo en Cuba.
Reproducido de Cubanet.com