Nican Mopohua
(Texto en Español)
Éste
es el documento histórico en el que se relatan las Apariciones de Nuestra
Señora de Guadalupe a san Juan Diego, indígena azteca, ocurridas del 9 al 12 de
diciembre de 1531.
Es
un escrito originalmente en lengua náhuatl "lingua franca" en
Mesoamérica, y todavía en uso en varias regiones de México. A pesar de que
muchos documentos indígenas comienzan con el Nican Mopohua, estas dos palabras
iniciales han permanecido por antonomasia para identificar este relato. El
título completo es: "Aquí se cuenta se ordena como hace poco
milagrosamente se apareció la Perfecta Virgen Santa María, Madre de Dios,
nuestra Reina; allá en el Tepeyac, de renombre Guadalupe".
Este
relato es la principal fuente de lo que sabemos sobre el Mensaje de la
Santísima Virgen a san Juan Diego, a México y al Mundo. La copia más antigua
se halla en la Biblioteca Pública de Nueva York Rare Books and Manuscripts
Department. The New York
Public Library, Astor, Lenox and Tilden Foundation. El
autor del documento fue Don Antonio Valeriano (1520-1605), sabio indígena y
aventajado discípulo de Fr. Bernardino de Sahún. Valeriano recibió la historia
por el mismo Juan Diego, quien murió en 1548.
Aquí se narra, se ordena, cómo hace
poco milagrosamente se apareció la perfecta virgen Santa María Madre de Dios,
nuestra reina, allá en el Tepeyac, de renombre Guadalupe…
“Diez años después de conquistada la
ciudad de México, cuando ya estaban depuestas las flechas, los escudos, cuando
por todas partes había paz en los pueblos, así como brotó, ya verdece, ya abre
su corola la fe, el conocimiento de Aquél por quien se vive: el verdadero Dios.
En aquella sazón, el año 1531, a los
pocos días del mes de diciembre, sucedió que había un indito, un pobre hombre
del pueblo. Su nombre era Juan Diego, según se dice, vecino de Cuauhtitlan, y
en las cosas de Dios, en todo pertenecía a Tlatilolco.
Era sábado, muy de madrugada, venía en pos de Dios y de sus mandatos.
Y al llegar cerca del cerrito llamado Tepeyac ya amanecía. Oyó cantar sobre el
cerrito como el canto de muchos pájaros finos… Y cuando cesó de pronto el canto, cuando dejó
de oírse, entonces oyó que lo llamaban, de arriba del cerrillo, le decían: «Juanito, Juan Dieguito».
Luego se atrevió a ir
a donde lo llamaban; ninguna turbación pasaba en su corazón ni ninguna cosa lo
alteraba, antes bien se sentía alegre y contento por todo extremo; fue a subir
al cerrillo para ir a ver de dónde lo llamaban. Y cuando llegó a la cumbre del
cerrillo, cuando lo vio una Doncella que allí estaba de pie, lo llamó para que
fuera cerca de Ella. Y cuando llegó frente a Ella mucho admiró en qué manera
sobre toda ponderación aventajaba su perfecta grandeza: su vestido relucía como
el sol, como que reverberaba, y la piedra, el risco en el que estaba de pie,
como que lanzaba rayos; el resplandor de Ella como preciosas piedra, como
ajorca (todo lo más bello) parecía la tierra como que relumbraba con los
resplandores del arco iris en la niebla…. En su presencia se postró. Escuchó su
aliento, su palabra, que era extremadamente glorificadora, sumamente afable,
como de quien lo atría y estimaba mucho. Le dijo:- «Escucha, hijo mío el menor, Juanito. ¿a dónde te diriges?»
Y él le contestó: «Mi Señora, Reina, Muchachita
mía, allá llegaré, a tu casita de México Tlatilolco, a seguir las cosas de Dios
que nos dan que nos enseñan quienes son las imágenes de Nuestro Señor: nuestros
sacerdotes». En seguida, con esto
dialoga con él, le descubre su preciosa voluntad; le dice:
"Sábelo,
ten por cierto, hijo mío el más pequeño, que yo soy la perfecta siempre Virgen
Santa María, madre del verdaderísimo Dios por quien se vive, el creador de las
personas, el dueño de la cercanía y de la inmediación, el dueño del cielo, el
dueño de la tierra, mucho deseo que aquí me levanten mi casita sagrada.
En
donde lo mostraré, lo ensalzaré al ponerlo de manifiesto: lo daré a las gentes
en todo mi amor personal, en mi mirada compasiva, en mi auxilio, en mi
salvación:
porque yo en verdad soy vuestra madre compasiva, tuya y de todos los hombres
que en esta tierra estáis en uno, y de las demás variadas estirpes de hombres,
mis amadores, los que a mí clamen, los que me busquen, los que confíen en mí,
porque allí les escucharé su llanto, su tristeza, para remediar para curar
todas sus diferentes penas, sus miserias, sus dolores.
Y para realizar lo que pretende mi compasiva mirada misericordiosa, anda al
palacio del obispo de México, y le dirás que cómo yo te envío, para que le
descubras cómo mucho deseo que aquí me provéa de una casa, me erija en el llano
mi templo; todo le contarás, cuanto has visto y admirado, y lo que has oído. y
ten por seguro que mucho lo agradeceré y lo pagaré, que por ello te
enriqueceré, te glorificaré; y mucho de allí merecerás con que yo retribuya tu cansancio, tu servicio con
que vas a solicitar el asunto al que te envío. Ya has oído, hijo mío el menor,
mi aliento mi palabra; anda, haz lo que esté de tu parte».
E inmediatamente en su presencia se
postró; le dijo: «Señora mía, Niña, ya voy a realizar tu venerable aliento, tu
venerable palabra; por ahora de Ti me aparto, yo, tu pobre indito".
Luego vino a bajar para poner en obra su encomienda: vino a encontrar la
calzada, viene derecho a México. Cuando vino a llegar al interior de la ciudad,
luego fue derecho al palacio del obispo, que muy recientemente había llegado,
gobernante sacerdote; su nombre era D. Fray Juan de Zumárraga, sacerdote de San
Francisco.
Y en cuanto llegó luego hace el intento de verlo, les ruega a sus servidores, a
sus ayudantes, que vayan a decírselo; después de pasado largo rato vinieron a
llamarlo, cuando mandó el señor obispo que entrara.
Y en cuanto entró, luego ante él se
arrodilló, se postró, luego ya le descubre, le cuenta el precioso aliento, la
preciosa palabra de la Reina del Cielo, su mensaje, y también le dice todo lo
que admiró lo que vio, lo que oyó. Y habiendo escuchado toda su narración, su
mensaje, como que no mucho lo tuvo por cierto, le respondió, le dijo: «Hijo
mío, otra vez vendrás, aun con calma te oiré, bien aun desde el principio
miraré, consideraré la razón por la que has venido, tu voluntad, tu deseo.»
Salió; venía triste porque no se realizó de inmediato su encargo. Luego se
volvió, al terminar el día, luego de allá se vino derecho a la cumbre del
cerrillo, y tuvo la dicha de encontrar a la Reina del Cielo: allí cabalmente
donde la primera vez se le apareció, lo estaba esperando. Y en cuanto la vio,
ante Ella se postró, se arrojó por tierra, le dijo:
«Patroncita, Señora, Reina, Hija mía
la más pequeña, mi Muchachita, ya fui a donde me mandaste a cumplir tu amable
aliento, tu amable palabra; aunque difícilmente entré a donde es el lugar del
gobernante sacerdote, lo vi, ante él expuse tu aliento, tu palabra, como me lo
mandaste. Me recibió amablemente y lo escuchó perfectamente, pero, por lo que
me respondió, como que no lo entendió, no lo tiene por cierto. Me dijo: ´Otra
vez vendrás; aun con calma te escucharé, bien aun desde el principio veré por
lo que has venido, tu deseo, tu voluntad.´
Bien en ello miré,
según me respondió, que piensa que tu casa que quieres que te hagan aquí, tal
vez yo nada más lo invento, o que tal vez no es de tus labios; mucho te suplico, Señora mía; Reina, Muchachita mía, que a alguno de los
nobles, estimados, que sea conocido, respetado, honrado, le encargues que
conduzca, que lleve tu amable aliento, tu amable palabra para que le crean.
Porque en verdad yo soy un hombre del
campo, soy mecapal, soy parihuela, soy cola, soy ala; yo mismo necesito ser
conducido, llevado a cuestas, no es lugar de mi andar ni de mí detenerme allá a
donde me envías, Virgencita mía, Hija mía menor, Señora, Niña; por favor
dispénsame: afligiré con pena tu rostro, tu corazón; iré a caer en tu enojo, en
tu disgusto, Señora Dueña mía».
Le respondió la perfecta Virgen, digna de honra y veneración:
«Escucha,
el más pequeño de mis hijos, ten por cierto que no son escasos mis servidores,
mis mensajeros, a quienes encargué que lleven mi aliento mi palabra, para que
efectúen mi voluntad; pero es muy necesario que tú, personalmente, vayas,
ruegues, que por tu intercesión se realice, se lleve a efecto mi querer, mi
voluntad. y, mucho te ruego, hijo mío el menor, y con rigor te mando, que otra
vez vayas mañana a ver al obispo. y de mi parte hazle saber, hazle oír mi
querer, mi voluntad, para que realice, haga mi templo que le pido. y bien, de
nuevo dile de qué modo yo, personalmente, la siempre Virgen Santa María, yo,
que soy la madre de Dios, te mando»
Juan Diego, por su parte, le
respondió, le dijo: «Señora mía, Reina, Muchachita mía, que no angustie yo con
pena tu rostro, tu corazón; con todo gusto iré a poner por obra tu aliento, tu
palabra; de ninguna manera lo dejaré de hacer, ni estimo por molesto el camino.
Iré a poner en obra tu voluntad, pero tal vez no seré oído, y si fuere oído quizás
no seré creído. Mañana en la tarde, cuando se meta el sol, vendré a devolver a
tu palabra, a tu aliento, lo que me responda el gobernante sacerdote. Ya me despido de Tí respetuosamente, Hija mía la más pequeña, Jovencita,
Señora, Niña mía, descansa otro poquito.»
Y luego se fue él a su casa a
descansar. Al día siguiente, domingo, bien todavía en la nochecilla, todo aún
estaba oscuro, de allá salió, de su casa, se vino derecho a Tlatilolco, vino a
saber lo que pertenece a Dios y a ser contado en lista; luego para ver al señor
obispo. Y a eso de las diez fue cuando ya estuvo preparado: se había oído misa
y se había nombrado lista y se había dispersado la multitud. Y Juan Diego luego
fue al palacio del señor obispo.
Y en cuanto llegó hizo toda la lucha por verlo, y con mucho trabajo otra vez lo
vió; a sus pies se hincó, lloró, se puso triste al hablarle, al descubrirle la
palabra, el aliento de la Reina del Cielo, que ojalá fuera creída la embajada,
la voluntad de la Perfecta Virgen, de hacerle, de erigirle su casita sagrada,
en donde había dicho, en donde la quería Y el gobernante obispo muchísimas
cosas le preguntó, le investigó, para poder cerciorarse, dónde la había visto,
cómo era Ella; todo absolutamente se lo contó al señor obispo.
Y aunque todo absolutamente se lo
declaró, y en cada cosa vió, admiró que aparecía con toda claridad que Ella era
la Perfecta Virgen, la Amable, Maravillosa Madre de Nuestro Salvador Nuestro
Señor Jesucristo, sin embargo, no luego se realizó.
Dijo que no sólo por su palabra, su petición se haría, se realizaría lo que él
pedía, que era muy necesaria alguna otra señal para poder ser creído cómo a él lo
enviaba la Reina del Cielo en persona. Tan pronto como lo oyó Juan Diego, le
dijo al obispo: «Señor gobernante, considera cuál será la señal que pides, porque luego iré a
pedírsela a la Reina del Cielo que me envió».
Y habiendo visto el obispo que
ratificaba, que en nada vacilaba ni dudaba, luego lo despacha. Y en cuanto se
viene, luego le manda a algunos de los de su casa en los que tenía absoluta
confianza, que lo vinieran siguiendo, que bien lo observaran a dónde iba, a quién
veía, con quién hablaba. Y así se hizo. Y Juan Diego luego se vino derecho.
Siguió la calzada. Y los que lo seguían, donde sale la barranca cerca del
Tepeyac, en el puente de madera lo vinieron a perder. Y aunque por todas partes
buscaron, ya por ninguna lo vieron. Y así se volvieron. No sólo porque con ello
se fastidiaron grandemente, sino también porque les impidió su intento, los
hizo enojar.
Así le fueron a contar al señor obispo, le metieron en la cabeza que no le
creyera, le dijeron cómo nomás le contaba mentiras, que nada más inventaba lo
que venía a decirle, o que sólo soñaba o imaginaba lo que le decía, lo que le
pedía. Y bien así lo determinaron que si otra vez venía, regresaba, allí lo
agarrarían, y fuertemente lo castigarían, para que ya no volviera a decir
mentiras ni a alborotar a la gente.
Entre tanto, Juan Diego estaba con la Santísima Virgen, diciéndole la respuesta
que traía del señor obispo; la que, oída por la Señora, le dijo:
«Bien
está, hijito mío, volverás aquí mañana para que lleves al obispo la señal que
te ha pedido; con eso te creerá y acerca de esto ya no dudará ni de ti
sospechará; y sábete, hijito mío, que yo te pagaré tu cuidado y el trabajo y cansancio que
por mi has emprendido; ea, vete ahora; que mañana aquí te aguardo.»
Y al día siguiente, lunes, cuando debía
llevar Juan Diego alguna señal para ser creído, ya no volvió. Porque cuando fue
a llegar a su casa, a un su tío, de nombre Juan Bernardino, se le había
asentado la enfermedad, estaba muy grave.
Aun fue a llamarle al médico, aún hizo por él, pero ya no era tiempo, ya estaba
muy grave. Y cuando anocheció, le rogó su tío que cuando aún fuere de
madrugada, cuando aún estuviere oscuro, saliera hacia acá, viniera a llamar a
Tlatilolco algún sacerdote para que fuera a confesarlo, para que fuera a
prepararlo, porque estaba seguro de que ya era el tiempo, ya el lugar de morir,
porque ya no se levantaría, ya no se curaría.
Y el martes, siendo todavía mucho muy de noche, de allá vino a salir, de su
casa, Juan Diego, a llamar el sacerdote a Tlatilolco, y cuando ya acertó a
llegar al lado del cerrito terminación de la sierra, al pie, donde sale el
camino, de la parte en que el sol se mete, en donde antes él saliera, dijo:
«Si
me voy derecho por el camino, no vaya a ser que me vea esta Señora y seguro,
como antes, me detendrá para que le lleve la señal al gobernante eclesiástico
como me lo mandó; que primero nos deje nuestra tribulación; que antes yo llame
de prisa al sacerdote religioso, mi tío no hace más que aguardarlo».
En seguida le dio la vuelta al cerro, subió por enmedio y de ahí atravesando,
hacia la parte oriental fue a salir, para rápido ir a llegar a México, para que
no lo detuviera la Reina del Cielo. Piensa que por donde dio la vuelta no lo
podrá ver la que perfectamente a todas partes está mirando. La vio cómo vino a
bajar de sobre el cerro, y que de allí lo había estado mirando, de donde antes
lo veía.
Le vino a salir al encuentro a un lado del cerro, le vino a atajar los pasos;
le dijo:
«¿Qué
pasa, el más pequeño de mis hijos? ¿a dónde vas, a dónde te diriges?»
Y él, ¿tal vez un poco se apenó, o
quizá se avergonzó? ¿o tal vez de ello se espantó, se puso temeroso? En su
presencia se postró, la saludó, le dijo: «Mi Jovencita, Hija mía la más
pequeña, Niña mía, ojalá que estés contenta; ¿cómo amaneciste? ¿Acaso sientes
bien tu amado cuerpecito, Señora mía, Niña mía? Con pena angustiaré tu rostro,
tu corazón: te hago saber, Muchachita mía, que está muy grave un servidor tuyo,
tío mío. Una gran enfermedad se le ha asentado, seguro que pronto va a morir de
ella.
Y ahora iré de prisa a tu casita de
México, a llamar a alguno de los amados de Nuestro Señor, de nuestros
sacerdotes, para que vaya a confesarlo y a prepararlo, porque en realidad para
ello nacimos, los que vinimos a esperar el trabajo de nuestra muerte. Más, si
voy a llevarlo a efecto, luego aquí otra vez volveré para ir a llevar tu
aliento, tu palabra, Señora, Jovencita mía. Te ruego me perdones, ténme todavía
un poco de paciencia, porque con ello no te engaño, Hija mía la menor, Niña
mía, mañana sin falta vendré a toda prisa».
En cuanto oyó las razones de Juan Diego, le respondió la Piadosa Perfecta
Virgen:
«Escucha,
pónlo en tu corazón, hijo mío el menor, que no es nada lo que te espantó, lo
que te afligió, que no se perturbe tu rostro, tu corazón; no temas esta enfermedad
ni ninguna otra enfermedad, ni cosa punzante, aflictiva.
¿No estoy aqui, yo, que soy tu madre? ¿no estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No
soy, yo la fuente de tu alegría? ¿no estás en el hueco de mi manto, en el cruce
de mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa?. Que ninguna otra cosa te
aflija, te perturbe; que no te apriete con pena la enfermedad de tu tío, porque
de ella no morirá por ahora. ten por cierto que ya está bueno».
(Y luego en aquel mismo momento sanó su
tío, como después se supo): Y Juan Diego, cuando oyó la amable palabra, el
amable aliento de la Reina del Cielo, muchísimo con ello se consoló, bien con
ello se apaciguó su corazón, y le suplicó que inmediatamente lo mandara a ver al gobernador obispo, a
llevarle algo de señal, de comprobación, para que creyera la Reina Celestial
luego le mandó que subiera a la cumbre del cerrillo, en donde antes la veía.
Le dijo: "Sube, hijo mío el menor, a la cumbre del cerrillo, a donde me
viste y te di órdenes. Allí verás que hay variadas flores: córtalas, reúnelas,
ponlas todas juntas; luego, baja aquí; tráelas aquí, a mi presencia.»
Y Juan Diego luego subió al cerrillo, y
cuando llegó a la cumbre, mucho admiró cuantas había florecidas, abiertas sus corolas,
flores las más variadas, bellas y hermosas, cuando todavía no era su tiempo: porque
de veras que en aquella sazón arreciaba el hielo; estaban difundiendo un olor
suavísimo; como perlas preciosas, como llenas de rocío nocturno. Luego comenzó
a cortarlas, todas las juntó, las puso en el hueco de su tilma.
Por cierto que en la cumbre del
cerrito no era lugar en que se dieran ningunas flores, sólo abundan los riscos,
abrojos, espinas; nopales, mezquites, y si acaso algunas hierbecillas se solían
dar, entonces era el mes de diciembre, en que todo lo come, lo destruye el
hielo. Y en seguida vino a bajar, vino a traerla a la Niña Celestial las
diferentes flores que había ido a cortar, y cuando las vio, con sus venerables
manos las tomó; luego otra vez se las vino a poner todas juntas en el hueco de
su ayate, le dijo:
«Mi
hijito menor, estas diversas flores son la prueba, la señal que llevarás al
obispo; de mi parte le dirás que vea en ellas mi deseo, y que por ello realice mi
querer, mi voluntad. y tú..., tú que eres mi mensajero...., en ti absolutamente
se deposita la confianza; y mucho te mando, con rigor que nada más a solas en
la presencia del obispo extiendas tu ayate, y le enseñes lo que llevas.
Y le
contarás todo puntualmente, le dirás que te mandé que subieras a la cumbre del
cerrito a cortar flores, y cada cosa que viste y admiraste, para que puedas
convencer al gobernante sacerdote, para que luego ponga lo que está de su parte
para que se haga, se levante mi templo que le he pedido».
Y en cuanto le dio su mandato la
Celestial Reina, vino a tomar la calzada, viene derecho a México, ya viene
contento. Ya así viene sosegado su corazón, porque vendrá a salir bien, lo
llevará perfectamente. Mucho viene cuidando lo que está en el hueco de su
vestidura, no vaya a ser que algo tire; viene disfrutando del aroma de las
diversas preciosas flores.
Cuando vino a llegar al palacio del obispo, lo fueron a encontrar el portero y
los demás servidores del sacerdote gobernante, y les suplicó que le dijeran
cómo deseaba verlo, pero ninguno quiso, fingían que no le entendían, o tal vez
porque aún estaba muy oscuro, o tal vez porque ya lo conocían que nomás los
molestaba, los importunaba, y ya les habían contado sus compañeros, los que lo
fueron a perder de vista cuando lo fueron siguiendo. Durante muchísimo rato
estuvo esperando la razón.
Y cuando vieron que por muchísimo rato
estuvo allí, de pie, cabizbajo, sin hacer nada, por si era llamado, y como que
algo traía, lo llevaba en el hueco de su tilma; luego pues, se le acercaron
para ver qué traía y desengañarse. Y cuando vio Juan Diego que de ningún modo
podía ocultarles lo que llevaba y que por eso lo molestarían, lo empujarían o
tal vez lo aporrearían, un poquito les vino a mostrar que eran flores.
Y cuando vieron que todas eran finas, variadas flores y que no era tiempo
entonces de que se dieran, las admiraron muy mucho, lo frescas que estaban, lo
abiertas que tenían sus corolas, lo bien que olían, lo bien que parecían. Y
quisieron coger y sacar unas cuantas; tres veces sucedió que se atrevieron a
cogerlas, pero de ningún modo pudieron hacerlo, porque cuando hacían el intento
ya no podían ver las flores, sino que, a modo de pintadas, o bordadas, o
cosidas en la tilma las veían.
Inmediatamente fueron a decirle al gobernante obispo lo que habían visto, cómo deseaba verlo el indito que otras veces había venido, y que ya hacía
muchísimo rato que estaba allí aguardando el permiso, porque quería verlo. Y el
gobernante obispo, en cuando lo oyó, dió en la cuenta de que aquello era la
prueba para convencerlo, para poner en obra lo que solicitaba el hombrecito.
Enseguida dio orden de que pasara a
verlo. Y habiendo entrado, en su presencia se postró, como ya antes lo había
hecho. Y de nuevo le contó lo que había visto, admirado, y su mensaje.
Le dijo: «Señor mío, gobernante, ya
hice, ya llevé a cabo según me mandaste; así fui a decirle a la Señora mi Ama,
la Niña Celestial, Santa María, la Amada Madre de Dios, que pedías una prueba
para poder creerme, para que le hicieras su casita sagrada, en donde te la
pedía que la levantaras; y también le dije que te había dado mi palabra de
venir a traerte alguna señal, alguna prueba de su voluntad, como me lo
encargaste.
Y escuchó bien tu aliento, tu palabra,
y recibió con agrado tu petición de la señal, de la prueba, para que se haga, se
verifique su amada voluntad. Y ahora, cuando era todavía de noche, me mandó
para que otra vez viniera a verte; y le pedí la prueba para ser creído, según
había dicho que me la daría, e inmediatamente lo cumplió. Y me mandó a la
cumbre del cerrito en donde antes yo la había visto, para que allí cortara
diversas rosas de Castilla.
Y cuando las fui a cortar, se las fui
a llevar allá abajo; y con sus santas manos las tomó, de nuevo en el hueco de
mi ayate las vino a colocar, para que te las viniera a traer, para que a ti personalmente te las diera. Aunque bien sabía yo que no es lugar donde se den flores la cumbre del cerrito,
porque sólo hay abundancia de riscos, abrojos, huizaches, nopales, mezquites,
no por ello dudé, no por ello vacilé.
Cuando fui a llegar a la cumbre del cerrito
miré que ya era el paraíso. Allí estaban ya perfectas todas las diversas flores
preciosas, de lo más fino que hay, llenas de rocío, esplendorosas, de modo que
luego las fui a cortar; y me dijo que de su parte te las diera, y que ya así yo
probaría, que vieras la señal que le pedías para realizar su amada voluntad, y
para que aparezca que es verdad mi palabra, mi mensaje, Aquí las tienes, hazme
favor de recibirlas.»
Y luego extendió su blanca tilma, en cuyo hueco había colocado las flores. Y
así como cayeron al suelo todas las variadas flores preciosas, luego allí se
convirtió en señal, se apareció de repente la Amada Imagen de la Perfecta Virgen
Santa María, Madre de Dios, en la forma y figura en que ahora está, en donde
ahora es conservada en su amada casita, en su sagrada casita en el Tepeyac, que
se llama Guadalupe. Y en cuanto la vio el obispo gobernante y todos los que
allí estaban, se arrodillaron, mucho la admiraron, se pusieron de pie para
verla, se entristecieron, se afligieron, suspenso el corazón, el
pensamiento.....
Y el obispo gobernante con llanto, con tristeza, le rogó, le pidió perdón por
no luego haber realizado su voluntad, su venerable aliento, su venerable
palabra, y cuando se puso de pie, desató del cuello de donde estaba atada, la vestidura,
la tilma de Juan Diego en la que se apareció, en donde se convirtió en señal la
Reina Celestial. Y luego la llevó; allá la fue a colocar a su oratorio. Y
todavía allí pasó un día Juan Diego en la casa del obispo, aún lo detuvo. Y al
día siguiente le dijo: «Anda, vamos a que muestres dónde es la voluntad de la
Reina del Cielo que le erijan su templo.»
De inmediato se convidó gente para hacerlo, levantarlo, Y Juan Diego, en cuanto
mostró en dónde había mandado la Señora del Cielo que se erigiera su casita
sagrada, luego pidió permiso: quería ir a su casa para ir a ver a su tío Juan
Bernardino, que estaba muy grave cuando lo dejó para ir a llamar a un sacerdote
a Tlatilolco para que lo confesara y lo dispusiera, de quien le había dicho la
Reina del Cielo que ya había sanado. Pero no lo dejaron ir solo, sino que lo
acompañaron a su casa. Y al llegar vieron a su tío que ya estaba sano,
absolutamente nada le dolía.
Y él, por su parte, mucho admiró la forma en que su sobrino era acompañado y
muy honrado; le preguntó a su sobrino por qué así sucedía, el que mucho le
honraran; y él le dijo cómo cuando lo dejó para ir a llamarle un sacerdote para que lo
confesara, lo dispusiera, allá en el Tepeyac se le apareció la Señora del
Cielo; y lo mandó a México ver al gobernante obispo, para que allí le hicera una casa
en el Tepeyac. Y le dijo que no se afligiera, que ya su tío estaba contento, y
con ello mucho se consoló.
Le dijo su tío que era cierto, que en aquel
preciso momento lo sanó, y la vió exactamente en la misma forma en que se le
había aparecido a su sobrino, le dijo cómo a él también lo había enviado a
México a ver al obispo; y que también, cuando fuera a verlo, que todo absolutamente le descubriera, le
platicara lo que había visto y la manera maravillosa en que lo había sanado, y que bien así la llamaría bien así se nombraría; LA PERFECTA VIRGEN SANTA
MARIA DE GUADALUPE, su Amada Imagen.
Y luego trajeron a Juan Bernardino a la presencia del gobernante obispo, lo
trajeron a hablar con él a dar testimonio, y junto con su sobrino Juan Diego,
los hospedó en su casa el obispo unos cuantos días, en tanto que se levantó la
casita sagrada de la Niña Reina allá en el Tepeyac, donde se hizo ver de Juan
Diego. Y el señor obispo trasladó a la Iglesia Mayor la amada Imagen de la
Amada Niña Celestial. La vino a sacar de su palacio, de su oratorio en donde
estaba, para que todos la vieran la admiraran, su amada Imagen.
Y absolutamente toda esta ciudad, sin
faltar nadie, se estremeció cuando vino a ver a admirar su preciosa Imagen. Venían
a reconocer su carácter divino. Venían a presentarle sus plegarias. Muchos
admiraron en qué milagrosa manera se había aparecido, puesto que absolutamente
ningún hombre de la tierra pintó su amada Imagen.
(SIC)
aciprensa.com