El ciclón
del 32
Ana Dolores García
En su relación de huracanes sufridos en nuestro
territorio nacional, el Instituto Meteorológico Cubano lo catalogó oficialmente
como el mayor desastre natural del siglo XX en Cuba.
En Camagüey todavía se le recuerda por los pocos que lo
sobrevivieron o los que desde tierra adentro supieron de la tragedia, o por
quienes de generación en generación la hemos ido escuchando de nuestros
mayores.
Ya era un poco tarde para pensar en huracanes, pero la
naturaleza siempre nos prepara sorpresas insospechadas. Se supo de él el 31 de
octubre, cuando comenzó a adentrarse en el mar Caribe procedente del
Atlántico. Bordeando el Sur de las Islas
La Española y Jamaica, en lugar de seguir ruta hasta el Golfo de México dio un
viraje de 90 grados y se dirigió a Cuba, atravesándola de Sur a Norte.
Ha pasado a nuestra historia como «el ciclón del treinta
y dos» porque entonces a nadie se le había ocurrido aún darles nombres. Fue el
culpable del ras de mar de Santa Cruz del Sur. Una ciudad que quedó anegada
bajo el agua y un mar que se desbordó hasta más allá de 20 km de la costa. La
resaca dejó al descubierto cientos de cadáveres y a esta cuenta hubo que
agregar otros cientos de desaparecidos que el mar no devolvió nunca. En Santa
Cruz del Sur la cuenta sobrepasó las 2,500 víctimas. Que tampoco fueron las
únicas, porque las zonas afectadas cubrieron un amplio radio desde el área costera
de Ciego de Ávila hasta Guayabal, produciendo poco más de 3000 muertos en total
y miles más de heridos y damnificados.
El impacto inicial, que fuera recibido por un pequeño
pueblo de pescadores cercano a la ciudad de Santa Cruz del Sur, se extendió
hasta la propia ciudad, la más importante de toda la costa meridional de lo que
era la vasta provincia de Camagüey en aquella época. Allí
la cresta de las olas llegó a alcanzar una altitud de 6 metros, dejándola completamente arrasada.
Tendríamos que situarnos mentalmente en aquellos años de pocos
recursos para la investigación meteorológica y los medios
de radiocomunicación. Los dos
observatorios de La Habana, el oficial y el de los Padres Jesuitas habían
advertido de la peligrosidad del huracán, situado ya en el extremo Oeste al Sur
de Jamaica, y hay que reconocer que por uno u otro motivo no se hizo mucho caso
de esas advertencias. ¿Incredulidad sobre la verdadera fuerza y dimensión del
ciclón, o sobre la exactitud de los pronósticos, que no pocas veces habían
fallado en predicciones similares anteriores?
Al amanecer del 9 de noviembre la fuerza de los vientos y
de las olas del mar sorprendió a los santacruceños. Ya no hubo dónde
resguardarse ni tiempo para hacerlo. A
algunos cientos se les ocurrió buscar refugio en vagones de ferrocarril
estacionados cerca de la estación
ferroviaria y que la fuerza del mar volcó inmisericorde, pereciendo todos.
Los relatos de quienes lograron
sobrevivir eran increíbles y aterradores. Se calculó que había muerto el 70% de
la población de Santa Cruz del Sur. Para
evitar epidemias, se procedió a la quema indiscriminada de cadáveres al tiempo
que comenzó el traslado de los heridos
hasta la ciudad de Camagüey.
La población de la capital
agramontina se volcó en ayuda a los damnificados, acogiendo en sus hogares a familias enteras que
todo lo habían perdido, y adoptando numerosos niños que habían quedado sin
padres.