24 de abril de 2014

Adiós a Conrado Marrero




Adiós a Conrado Marrero


Dos días antes de cumplir 103 años  acaba de morir en La Habana el extraordinario lanzador de béisbol cubano, Conrado Marrero, conocido como El guajiro de Laberinto. Marrero, quien jugó en sus épocas de gloria -década del 50- en las Grandes Ligas de Estados Unidos, fue inspiración para muchos  lanzadores jóvenes de la Isla.

El Guajiro de Laberinto solía decir que, en el béisbol, no se pueden lanzar solamente bolas ‘puras’ o strikes ‘puros’, sino lo que él denominaba “lances dudosos”: strikes en forma de bolas y bolas en forma de strikes, para engañar a los bateadores. Para Marrero era una forma de dominio, sobre todo en el caso de los bateadores más débiles.

Sus colegas de las grandes ligas solían llamarlo “Connie”, pero en Cuba era  'El Premier' o el 'Guajiro de Laberinto', por el nombre de la finca donde nació (en Villa Clara), el 25 de abril de 1911. 

Los fanáticos del béisbol de más edad recuerdan a Marrero jugando para el extinto equipo de los Senadores de Washington de 1950 a 1954, luego de ser parte de clubes en Cuba.

Algunos de sus participaciones más recordadas fueron en el Almendares, y con los Havana Cubans, de la Liga Internacional de la Florida. También estuvo en las filas de los Senadores de Washington, de la Liga Americana en la llamada Gran Carpa de Estados Unidos, donde debutó con 39 años y ganó la condición de Mejor Novato

Conrado Marrero era el exjugador de las Grandes Ligas más longevo luego del fallecimiento, en febrero de 2011, de Anthony Malinowski, que jugó con los Dodgers de Brooklyn.

 Reproducido de Martinoticias.com


Nueva Novela de Elsa M. Rodríguez




A la carga,

a  morir o  a  vencer



Nuestra querida colaboradora Elsa M. Rodríguez, que con tantas buenas crónicas enriquece  habitualmente estas Palmas Amigas, acaba de publicar una nueva novela con el patrocinio de la Latin Heritage Foundation.  Si en su anterior libro, -opera prima-,  “Su mejor diseño”, Elsa desarrolló espléndidamente un interesante relato con personajes españoles y en ciudades españolas,  esta vez nos entrega una historia, o mejor decir, varias historias a las que enlaza un mismo sino, en las que deja plasmadas vicisitudes, desasosiego, logros y frustraciones de tantas familias cubanas que enfrentaron el desarraigo en tierras extrañas y la irreconciliable fragmentación ideológica de sus miembros en su propia tierra, al advenimiento del socialismo implantado por Fidel Castro.  


A continuación reproducimos el Prólogo de esta nueva novela de Elsa, que lleva la prestigiosa firma del conocido  articulista Enrique Artalejo.



Prólogo


Por Enrique Artalejo


La historia de Cuba siempre ha estado marcada por sucesos singulares, como los de tantos otros países,  pero no hay duda que lo vivido por los cubanos en los pasados cincuenta y tantos años es, por decirlo de una forma simple, doloroso. Lo ocurrido en las familias cubanas desde el 1ro. de enero de 1959 ha marcado a todos los cubanos.


La historia de Pedro y Alina, los protagonistas  de A la carga. A morir o vencer, hace que muchos lectores recuerden y hasta se  identifiquen con un proceso histórico en que tantas familias se vieron divididas ideológica y  físicamente como nunca antes.  Amigos de muchos años como Pedro y Juanito, uno ingeniero químico y el otro dentista, tomaron diferentes caminos pero conservando la amistad. También se da el caso de hijos que reniegan y hasta denuncian a sus padres y hermanos divididos ideológicamente


Algunos personajes de esta novela  pudieron terminar sus carreras, como Pedro que se casó con Alina y salieron de Cuba e hicieron su vida fuera; otros recorrieron caminos más difíciles para poder lograr su felicidad aunque fuera en tierras extrañas. En el dolor de unos padres como Margarita y Jesús se revive la desintegración familiar, el camino recorrido por tantos  cubanos que no solo se vieron separados de sus hijos sino que tuvieron que abandonar sus negocios y su tierra para poder sobrevivir. Las vidas de Humberto y Camelia, sus hijos y su nieta Cristina, son el reflejo del daño causado a la sociedad cubana durante la segunda mitad de siglo XX  en aras de un mejor futuro supuestamente para todos.


A través de las páginas de A la carga. A morir o vencer, narrada en tercera persona, se dramatiza el largo proceso histórico en que varias generaciones de familias cubanas se vieron involucradas.  El exilio parece haber sido la clave para  que muchos compatriotas pudieran retomar su camino y alcanzar el éxito deseado. No en balde, la historia de Amelia y de su hermano es muy diferente a la de Juanito, quien tras ejercer diferentes oficios y profesiones, incluso el de exitoso dentista en su comunidad, no tuvo más remedio que retomar su carrera en España. Esa es la trayectoria de tantos cubanos que han puesto el nombre de Cuba muy alto a pesar de vivir fuera de ella.


Esta novela de Elsa M. Rodríguez, A la carga, a Morir o Vencer, es mucho más que un manual para aquellos cubanos que por su juventud carezcan de una conciencia clara de todos los aciertos políticos, económicos y sociales de la Cuba pre castrista. Es mucho más que una guía para contrarrestar la desinformación a la que han estado sometidos esos mismos jóvenes por el estado cubano a partir de la revolución de 1959. Además de representar la vida de los cubanos insertada en la historia de una Cuba muy real  desde Fulgencio Batista hasta nuestros días.


A la carga. A morir o vencer constituye un aviso para todos aquellos ciudadanos de otros países si se vieran enfrentados a procesos políticos similares. De aquí que esta sentida novela pueda leerse en el contexto de la narrativa de Reinaldo Arenas, Oscar Hijuelos, Cristina García, Ana Cabrera Vivanco, Daína Chaviano y Carlos Alberto Montaner entre otras, para suturar una identidad nacional con un alto grado de escisión y prevenir la diáspora y fragmentación de otras naciones, especialmente de aquellas tan amadas por José Martí.


23 de abril de 2014

Macondo hecho un pisapapeles



Macondo hecho un pisapapeles


Por Antonio José Ponte

Hace cinco años, a propósito de un artículo que me pidieron, leí de corrido toda la obra narrativa de Gabriel García Márquez. Es decir, releí muchos de sus libros y entré por primera vez, y no con demasiado gusto, en los últimos títulos suyos, que había visto aparecer en librerías sin atenderlos.

La revista mexicana y española Letras Libres me encargaba un examen de la obra del narrador colombiano que aparecería bajo el título "El Nobel en la picota", pues otros premiados por la Academia Sueca -Tony Morrison, Darío Fo, José Saramago y J.M.G, Le Clézio- iban a ser escrutados también.

Al recibir aquella orientación, lo primero que hice fue preguntarme por qué me reservaban a García Márquez, cuando no recordaba haber hablado de su obra ni para bien ni para mal, y no me interesaba en los más mínimo la personalidad del autor. Entonces supe que era debido a su amistad con Fidel Castro. Le procuraban el juez más severo posible, alguien que tuviera que sobreponerse a un enorme  prejuicio a la hora de leerlo.

 De modo que lo segundo que hice al recibir el encargo fue jurarme que no haría en mi texto alusión alguna a esa amistad. Leería a Gabriel García Márquez como si la revolución cubana de 1959 no existiera. Compré ediciones de bolsillo de todas sus novelas y volúmenes de cuentos, y me di a la tarea tan cronológicamente como pude.

Quizás no es buena idea leer de corrido la obra completa (o incompleta) de un autor, por magnífico que sea. Quizás no resulten fiables los efectos de un festival así. No obstante, experiencias parecidas con las obras de Joseph Roth o de Isak Dinesen no me hacen desaconsejar tal ejercicio. Si bien debo reconocer que Roth y Dinesen son narradores muy superiores a García Márquez.

Ahora, a propósito de su fallecimiento, vuelvo a publicar aquí mi examen de su narrativa y no me privaré de hacer una observación acerca de su amistad con el dictador cubano. García Márquez confesó alguna vez que cuando estaban juntos hablaban de literatura. Así el Premio Nobel sostenía conversaciones sobre libros y autores con el creador de un régimen de censura política. Mientras que generaciones de lectores en Cuba tenían prohibido el acceso a las obras de dos (por citar solo dos) maestros como  Jorge Luis Borges y Octavio Paz, Gabriel García Márquez admiraba a Fidel Castro y cultivaba su amistad.

Es un detalle, y no el más repudiable de esa complicidad política, aunque sí el más especifico para alguien que se ocupó de escribir libros.

Las que siguen son mis opiniones sobre sus novelas y cuentos.

El enigma del trópico
Antes de Macondo fue Comala, la tierra imaginada por Juan Rulfo. Antes, Bolombolo, "país exótico y nada utópico, / en absoluto! ¡Enjalbegado de trópicos / hasta donde no más!" que cantara el colombiano León de Greiff. Y antes, dentro de la obra narrativa de Gabriel García Márquez, los cuentos recogidos en Ojos de perro azul

La lectura de estas piezas publicadas tardíamente revelan torpeza veinteañera e incapacidad para lo fantástico. "De nada le valió arrastrarse con las vísceras rotas para auyentar los cuervos de la lujuria. Trató de apostarse tras el baluarte de su infancia. Trató de levantar entre su pasado y su presente una trinchera de lirios", escribió el joven García Márquez. 

Y en otro cuento: "Pero el esteta que lo habilitaba, tras una lucha aproximadamente igual a la raíz cuadrada de la velocidad que hubiera podido averiguar, venció al matemático, y el pensamiento del artista se fue hacia los movimientos de la hoja que verdeazulblanqueaba con los diferentes golpes de luz".

Luego, mejorará, por supuesto. En medio de esos cuentos primerizos aparece Macondo. Zancudos, astromelias, alcaravanes, gallinazos, campanadas de iglesias, almendros de hojas podridas: García Márquez ha confesado que aprendió de Graham Greese un álgebra para codificar el trópico. Mediante unos pocos elementos, dispersos pero unidos por cierta coherencia, podía reducirse "todo el  enigma del trópico a la fragancia de una guayaba podrida".

Idénticos detalles botánicos y bestiarios rotarán de novela en novela. Caerá siempre la lluvia (cualquier adaptación cinematográfica del mundo garciamarquiano tendrá que reservar un buen renglón del presupuesto para lluvia artificial). Según confesión suya, Frank Kafka le había regalado el desparpajo suficiente para que alguien despertara convertido en insecto sin más. Kafka le enseñó, luego de unos intentos fallidos, a evitar el embrollo de las explicaciones. 

En una frase de La señora Dalloway dio con la anticipación de ruinas que luego prodigaría en tantas páginas. Virginia Wolf tenía escrito allí: "Pero no había duda de que dentro se sentaba algo grande: grandeza que pasaba, escondida al alcance de las manos vulgares que por primera y última vez se encontraban tan cerca de la majestad de Inglaterra, el perdurable símbolo del Estado que los acuciosos arqueólogos habían de identificar en las excavaciones de las ruinas del tiempo, cuando Londres no fuera más que un camino de hierbas, y cuando las gentes que andaban por sus calles en aquella mañana de miércoles fueran apenas un montón de huesos con su propio polvo y con las emplomaduras de  innumerables dientes cariados".

Además de las ruinas premonitorias y los símbolos del poder político, él encontró en esta frase el miércoles preciso al que habría de apelar tantas veces: un día en contraposición a toda la eternidad, una concreción que permitiese avizorar lo demasiado abstracto. Si el trópico alcanzaba a abreviarse en cierta utilería recurrente, los manejos macondianos del tiempo quedarían reducidos a trascendencias (el hielo que rebota en el paredón de fusilamiento) y unas cuantas premoniciones: la muerte anunciada.

Sobrevivir a "Cien años de soledad".
Varios comentaristas de su obra han supuesto la carga de sobrevivir a una novela como Cien años de soledad, escrita a los cuarenta años. Los problemas, empero, habían comenzado antes. Pues ya a mitad del manuscrito, pasada la muerte del coronel Aureliano Buendía, Cien años de soledad podría considerarse escrito, no por Gabriel García Márquez, sino por los imitadores de Gabriel García Márquez a los que la novela daría lugar. 

Muerto Aureliano Buendía, aquellas epifanías que resultaban graciosas se convertían en retórica mala: lluvia de mariposas amarillas para Mauricio Babilonia. Y en tanto las guerras federalistas traían aún buenas páginas al mundo de Macondo, la llegada de la compañía bananera estadounidense quedaba impostada, tan literariamente infausta como el mar que desmontan los ingenieros gringos en El otoño del patriarca. (Cuidadoso de no chocar con autoridades, delicadísimo al vérselas con la Iglesia Católica, el antimperialismo del autor no resulta convincente por escrito).

Puesto a administrar su sobrevivencia, García Márquez tildó de superficial la escritura de su obra más conocida, mostró preferencia por otros libros suyos, sostuvo haber escrito Cien años de soledad para desviar lectores de una novela  publicada antes: El coronel no tiene quien le escriba.

En El olor de la guayaba conversa con su amigo Plinio Apuleyo Mendoza acerca de los estorbos de la fama: "lo peor que le puede ocurrir a un hombre que no tiene vocación para el éxito literario, en un continente que no estaba preparado para tener escritores de éxito, es que sus libros se vendan como salchichas". Y, empeñado en superar tal maldición, publica el que tal vez pueda considerarse su mejor libro: Crónica de una muerte anunciada.

¿Fue a partir de Cien años de soledad que las frases de sus libros necesitaron ser rotundas, sus personajes se volvieron imposibles de tratar con esos nombres, y las descripciones pecaron de relamidas? Mientras que Jorge Luis Borges adjetiva para lo inusitado, García Márquez lo hace por razones reposteriles, para agregar almíbar a la frase, por engolosamiento.

Lo que vino después
Después de Cien años de soledad atinará parcialmente, por aquí y por allá. Compondrá un memorable encuentro entre el anciano dictador y la reina de belleza en El otoño del patriarca (leído con detenimiento, el furor nerudiano de ese episodio resulta cercano a la parodia de Neruda hecha por Juan Ramón Jiménez a propósito de la teoría de la sustitución). 

Subvertirá los modos de todas las novelas rosas con una novela rosa, El amor en los tiempos del cólera, obra de un cursi que se hace pasar por cursi.

El general en su laberinto, donde un autócrata tan desolado como el patriarca de un volumen anterior vive una muerte anunciada como la de otro libro previo, consigue aburrir.

Del amor y otros demonios es el esbozo para una mala novela. Y en su último relato publicado, Memorias de mis putas tristes, los enamorados devoran gardenias y rosas, se inventa el teléfono sin corazón... Cabría allí, en suma, cualquiera de las ridiculeces del cine de Eliseo Subiela.

Lo peor, sin embargo, es que esa historia pretende acogerse al ejemplo de La casa de las bellas durmientes de Yasunari Kawabata, citada en el epígrafe. La traducción del japonés al colombiano transforma el delicado erotismo del original en voracidad por el virgo y alarde de potencia nonagenaria. Cabe preguntar entonces por qué sedan cada noche a la joven del prostíbulo colombiano. En casos como este, o cuando habla de música clásica, no es difícil sospechar en Gabriel García Márquez a un espíritu poco sutil.

Amén de su narrativa, el Premio Nobel colombiano es autor de unas memorias de infancia y juventud, y de un periodismo confundible con su literatura, al que podría calificarse de columnismo sentimental, no tan atento a la verdad como a las emociones. Vivir para contarla, sus memorias, permite conocer a los vecinos de Macondo en los lugares menos pensados. De ese entrecruzamiento practicable en muchos de sus libros recuerdo, en Cien años de soledad, la llegada a la firma del tratado de Neerlandia del joven tesorero de la revolución, anciano en El coronel no tiene quien le escriba.

García Márquez para los arqueólogos
Me pregunto qué pensarán los acuciosos arqueólogos imaginados por Virginia Woolf cuando, entre las ruinas del tiempo, lleguen a identificar la obra de Gabriel García Márquez. Vueltas las capitales un camino de hierbas, de las manos fosilizadas de los pasajeros de metro podrán extraerse los volúmenes del colombiano, y quizás sean celebrados como sus mejores libros Crónica de una muerte anunciada y El coronel no tiene quien le escriba (pese al final enfático reutilizado en El amor en los tiempos del cólera). Cabrá tal vez en esa selección futura alguna otra novela, aunque ninguno de sus cuentos y ninguna de sus intentonas cinematográficas.

En cuanto a Cien años de soledad, aventura que pasará a formar parte de la literatura para jóvenes o niños. Los Buendía quedarán emparentados con la familia Mumín. Macondo cobrará su decisiva forma de pisapapeles e, igual que en los pisapapeles, importará poco la intensidad de la lluvia o de la nieve, puesto que el mundo está al abrigo de una bola de cristal. (Ese abrigo es lo que se dado en llamar realismo mágico, un método para abaratar epifanías).

Macondo podrá entregarse a jóvenes y niños en la confianza de que lo terrible está domesticado y cualquier desgracia resulta irrelevante. No habrá necesidad de cerrar las tapas de un portazo, porque siempre el autor borrará lo inadmisible con la dulzura de la siguiente frase.

Valga como ejemplo esta narración del final de un personaje en Crónica de una muerte anunciada: "sin amor, ni empleo, se reintegró tres años después a las Fuerzas Armadas, mereció las insignias de sargento primero, y una mañana espléndida su patrulla se internó en territorio de guerrillas cantando canciones de putas, y nunca más se supo de ellos".

La patrulla no tenía reparos, a pesar del peligro, de delatarse con sus canciones a viva voz. Iban directamente a la emboscada, ninguno de los hombres saldría vivo, pero ¿quién podría resistirse, en una mañana tan espléndida, a cantar canciones de putas?

Los lectores más jóvenes entrarán en la obra narrativa de García Márquez con la misma felicidad irresponsable de esa patrulla. Apartarán tiranos y libertadores, asesinatos y guerras, ruinas y señales del Apocalipsis, hasta dar con el acto fundamental del universo macondiano: el amor primigenio.

Ahora bien, para aventuras más adultas resulta más recomendable Yasunari Kawabara, por citar otro Nobel.

Reproducido de Diario de Cuba. 

Día del Libro

Abril 23: Día del Libro:


Un libro al año no hace daño,
mas es costumbre más sana
un libro cada semana.

(Anónimo)


22 de abril de 2014

Porqué rezamos el "Regina Caeli" y no el Angelus en el Tiempo Pascual





¿Por qué rezamos el Regina Caeli

y no el Angelus

en el Tiempo Pascual?

LIMA, 21 Abr. 14 / 08:28 pm (ACI/EWTN Noticias).- Durante el tiempo pascual, la Iglesia Universal se une en la oración del Regina Coeli o Reina del Cielo por la alegría, junto a la Madre de Dios, por la resurrección de su Hijo Jesucristo, hecho que marca el misterio más grande de la fe católica. 



El rezo de la antífona de Regina Coeli fue establecida por el Papa Benedicto XIV en 1742 y reemplaza durante el tiempo pascual, desde la celebración de la resurrección hasta el día de Pentecostés, al rezo del Ángelus cuya meditación se centra en el misterio de la Encarnación.



De la misma manera que el Ángelus, el Regina Coeli se reza tres veces al día, al amanecer, al mediodía y al atardecer como una manera de consagrar su día a Dios y la Virgen María.



No se conoce el autor de esta composición litúrgica que se remonta al siglo XII y era repetido por los Frailes menores Franciscanos después de las completas en la primera mitad del siguiente siglo popularizándola y extendiéndose por todo el mundo cristiano.



La oración:

G: Reina del cielo, alégrate, aleluya.

T: Porque el Señor, a quien has llevado en tu vientre, aleluya.

G: Ha resucitado según su palabra, aleluya.

T: Ruega al Señor por nosotros, aleluya.

G: Goza y alégrate Virgen María, aleluya.

T: Porque en verdad ha resucitado el Señor, aleluya.



Oremos:

Oh Dios, que por la resurrección de Tu Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, has llenado el mundo de alegría, concédenos, por intercesión de su Madre, la Virgen María, llegar a los gozos eternos. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.



Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, como era en el principio ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amen. (tres veces)