27 de enero de 2014

Comedia en Cuba



COMEDIA EN CUBA

Editorial del diario “El comercio”
Lima, Perú.

La historia de Cuba es la historia del secuestro de una nación entera por más de medio siglo. Los Castro son los amos y señores de los 11 millones de personas que viven en la isla. Deciden quién puede viajar dentro del país y fuera de él, qué se puede decir y leer, qué se puede comprar y vender. Deciden incluso qué visten y qué comen los cubanos. Lanzan a la cárcel a sus opositores políticos y reprimen violentamente cualquier manifestación. Incluso, por muchos años, restringieron severamente las libertades de culto y de opción sexual. Por supuesto, no dan reconocimiento legal a las organizaciones de derechos humanos, para evitar que puedan actuar en su país. No es casual que todos los años miles de cubanos decidan arriesgar sus vidas tratando de navegar en precarias balsas por un mar lleno de tiburones con la esperanza de escapar de su patria.

Este es, precisamente, el tipo de régimen que la relativamente joven Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac)  debería condenar. Después de todo, esta institución multinacional se creó como un organismo que busca la defensa de la democracia, de los derechos humanos, de la libertad de expresión y de la integración económica. Es más, sus miembros (que incluyen a todos los países del continente, salvo Estados Unidos y Canadá) adoptaron una “cláusula de compromiso”, según la cual si un país viola el Estado de derecho, el presidente de la institución llamará al resto de miembros para adoptar medidas que permitan el retorno al orden democrático en la nación en conflicto.

No obstante, existe un par de pequeños inconvenientes que impiden que la Celac tome alguna medida en contra de Cuba: Raúl Castro detenta su presidencia y La Habana es la sede de su II Cumbre de Jefes y Jefas de Estado.  Esto, por supuesto, tiene tanto sentido como haber nombrado a Kim Jong-un presidente de una cumbre que busque el desarme nuclear y la paz mundial, o a Ayman al Zawahiri presidente de una organización de lucha contra el terrorismo internacional. De hecho, en su momento, parece que hasta al propio Castro le pareció ridícula su designación, pues en el discurso que ofreció cuando asumió el cargo bromeó al decir: “No se preocupen que yo solo voy a estar un año”.

Por supuesto, no sorprende que países como Venezuela, Ecuador, Argentina o Bolivia  consientan que la Celac se use así (no es coincidencia, además, que uno de los primeros promotores de su creación y diseño hubiese sido Hugo Chávez). Lo que sí sorprende, sin embargo, es que democracias como el Perú, Chile o Colombia   sean parte de esta comedia al punto que, como bien anotó Andrés Opprenheimer,    parece que sus representantes ni siquiera van a aprovechar la visita a Cuba para participar en la cumbre paralela que la oposición pacífica intenta organizar (y cuya represión ya está en marcha en la isla).

Este despliegue de hipocresía internacional, por supuesto, no es nuevo en nuestra región, que ya está acostumbrada a crear instituciones que solo defiendan la democracia y la integración en el papel. Ahí está también la Unasur, que no tuvo reparos en apañar la forma irregular en la que el chavismo mantuvo el poder en Venezuela, que sirve de altavoz de las declaraciones populistas de los gobiernos de línea bolivariana y que prácticamente nada ha hecho por la integración de sus países miembros (a diferencia, por ejemplo, de la Alianza del Pacífico, que está cerca de convertirse en una zona de libre comercio y que ha dado importantes pasos para liberalizar la circulación de personas).

¿Tiene sentido que una democracia como la peruana sea cómplice de una organización que legitima a una dictadura abiertamente violadora de derechos humanos? Quienes creemos en la libertad y el Estado de derecho esperaríamos, por lo menos, que cuando el presidente Humala participe esta semana en la cumbre manifieste su disconformidad con la situación que se vive en Cuba y exhorte al resto de miembros de la Celac a aprovechar que la presidencia cambia de manos para, de una buena vez, mostrar que la institución sirve para algo más que para organizar turismo presidencial a destinos caribeños.

25 de enero de 2014

SUEÑOS MOTORIZADOS

 
Sueños motorizados
 
Cada año que empezamos
en mi casa se concilia
entre toda la familia
a ver qué cosa compramos.
De esa manera alcanzamos
a cumplir mas de una meta:
se compró la bicicleta,
el microway, la nevera
y hasta a la pared, por fuera,
se le reparó una grieta.

Este enero la alborada
llegó con muchos empeños
y nos planteamos los sueños 
para la nueva jornada.
Mi mujer, entusiasmada,
soltó un reto bien bajito:
-si entre todos, un poquito
nos apoyamos y ahorramos,
este año nos compramos
(para pasear) un carrito.

En eso llegó Cutarro,
amigo que había escuchado
que había una ley del Estado
para la venta de carros.
-"¡Pues a dar candela al jarro!"
exclamaba el yerno mío.
-"Suelte ya ese desafío,
diga los precios que hay
y aprestémonos, caray,
que andando se quita el frío". 
 
Cuando aquel hombre sacó 
el papel, vimos los precios...
y un ejército de necios
por la casa se regó.
Mi suegra se desmayó,
el nieto rompió la cuna,
a mi mujer le dió una
fatiga (casi la entierra),
y allá en el patio, la perra
se enfureció con la luna.
 
Pues nada, para comprar
el carrito más barato
hay que apretarse el zapato
y hasta tendremos que ahorrar.
Voy a tener que empeñar
la cosecha de aguacate,
el niño que venda el bate
con el guante y la pelota
y sepa que no se bota 
nada del escaparate.
 
Venderemos la nevera,
el microway, el fogón,
la cama grande, el colchón
y hasta la olla arrocera.
La tele, la cafetera,
la plancha, la secadora,
la ropa de mi señora,
el collar, el pulso, el broche,
la lamparita de noche
y también la lavadora.

Vamos a vender también 
la mata de mamoncillos,
los blumers, los calzoncillos,
un caldero y la sartén.
Venderemos como cien
libros que hay en mi hogar,
la tabla para planchar,
la mesa, las cuatro sillas
y como cinco bombillas
que tengo para alumbrar.

La bicicleta será
vendida al mejor postor.
Y el viejo ventilador
buena plata nos dará.
Hay una puerta que da
para el patio, si la quito
puede que entre el mosquito,
pero como todavía 
está firme me daría
un poco de dinerito.

También pienso renunciar
a la cuota en la bodega
a ver si ahorrando nos llega
lo que falta por lograr.
Y hasta la hora de dar
del cuerpo, en un gesto  diario
habrá que ser solidario
y sin que nadie se abruma
usar hoja de yagruma
como papel sanitario.

Olvidaremos los vicios,
adiós cigarro, adiós ron:
Montarse tras un timón
vale bien sus sacrificios.
Haremos mil artificios 
con el dinero precario,
y sin ser estrafalarios
meteremos en el gorro
de la estrechez y el ahorro,
buena parte del salario.

A pesar de todo eso,
 de acostarme sin comer,
de olvidarme del placer
y de quedarme en el hueso,
a pesar de tanto exceso
de sacrificio sufrido,
ya me siento convencido
que voy a morirme yo
sin montarme en un Peugeot
por su precio desmedido.

Ni mi nieto más chiquito
de dos añitos de edad
tendrá la oportunidad
de montarse en el carrito.
Puede que su nietecito
le dé fin al desconsuelo
y pensará en su desvelo
manejando con empeño
que al fin ha cumplido el sueño
que tuvo el tatarabuelo.
 A.R.
15-1-14
Derechos reservados
Circula por la web en emails.
Remitido por Delsa Durán

24 de enero de 2014

La chusmería, hija bastarda de la revolución



La chusmería,
hija bastarda de la revolución
 

Miriam Celaya

LA HABANA, Cuba. – La Habana despierta temprano y antes de las 8:00 am es un hervidero de voces y movimiento. Trepidan los viejos autos y ómnibus por la ciudad, la gente se aglomera en las paradas y en los contenes, bulle la nueva jornada de supervivencia. Apenas a una cuadra de la céntrica avenida de Carlos III, decenas de adolescentes se apiñan en los alrededores de la secundaria básica “Protesta de Baraguá” dilatando todo lo posible el momento de entrar al matutino. Con independencia de géneros, vivaces, altaneros, irreverentes, casi todos hablan en voz muy alta, gesticulan, gritan de unos grupos a otros, de una a otra acera.

Una estudiante pulcramente vestida y bellamente peinada, se empina sobre sus pies mientras se coloca las manos a ambos lados de la boca, a manera de bocina:

- ¡Dayáááán… Dayáááán! ¡Oye mi’jo, no te hagas el loco… Contigo mismo es, ¿qué bolá, qué p…. te pasa?!

El interpelado, a media cuadra de distancia, se vuelve hacia la muchacha y echa a reír:
- ¡¿Eh, Carla, ¿cuál e’?, ¿se te pegó el picadillo?, ¿Yandi no te quita la picazón y te hace falta que yo te “arrasque”?!

- ¡Ayyyy, papi, ya quisieras. Tú no tienes pa´ eso!

El breve diálogo va acompañado de una gestualidad exagerada, procaz. Dayán se acerca y ambos se saludan con un amigable beso y mucho manoseo. Se integran a un grupo cercano de condiscípulos que parlotean entre sí. Cada tanto, las palabras fuertes vuelan, como los gorriones matinales de los árboles cercanos. Observo atenta el panorama general. El saludo entre estos jóvenes puede ser una nalgada, un beso o una frase gruesa digna de una taberna de bucaneros, dicha con la naturalidad que imprime la costumbre.

Me acerco al grupo y me identifico como reportera. Quiero hacerles unas preguntas rápidas y sencillas antes de que tengan que traspasar la cerca de entrada de la escuela, les aclaro que no necesito nombres, que no los voy a grabar y que no les haré fotos si no lo desean. Algunos se alejan un poco, por si acaso, pero quedan lo suficientemente cerca como para escucharlo todo. Ninguno quiso ser fotografiado.

¿Dónde aprendieron a expresarse así?, ¿sus mayores se lo permiten en casa y los maestros en la escuela?, ¿han crecido en un medio familiar violento?, ¿qué entenderían ustedes como groserías, o “malas palabras”?, ¿cómo definirían el lenguaje que utilizan?, ¿en alguno de sus libros de literatura o lengua española encuentran ese vocabulario?
Tras algunos titubeos, es el propio Dayán quien rompe el hielo. “Na’, mi tía, normal. Todo el mundo habla así y todo el mundo sabe lo que quieren decir esas palabras.
En la casa hay que tener cuidado porque los padres se ponen muñecones si uno dice muchas malas palabras; pero ellos sí las dicen como si ná. Los maestros casi nunca se meten en eso. Eso no tiene nada de malo. Mire, en mi casa no hay violencia de esa. A mí  nunca me han dado golpe. Bueno, algún pescozón cuando era chiquito y hacía algo malo, pero ‘normal’, como a todo el mundo”.

Enseguida los demás se atropellan para decir y opinar, interrumpiéndose unos a otros. Todos coinciden en que lo que pasa es que en “mi época” no se hablaba así porque había mucho atraso, menos libertad, pero “eso era antes”. Decir palabrotas ahora es “normal”, (todo un adelanto, diríase). Es verdad que en sus libros no hay ese vocabulario, pero los libros son una cosa y la vida real otra; lo mismo pasa, por ejemplo, en la televisión. Indago un poco más y descubro que ninguno de ellos se ha leído jamás una novela. Menos aún conocen de poesía. En resumen, la vulgaridad no es tal para ellos, sino que las expresiones más ordinarias son la norma.

El timbre de la escuela avisa que va a empezar el matutino y los muchachos se empujan para entrar mientras ríen divertidos. Yo soy, obviamente, una “temba chea”, una especie de anacronismo pasajero de ese día. Algunos, muy pocos, se despiden de mí antes de darme la espalda y alejarse.

Pero así como no todos los jóvenes son vulgares, tampoco todos los vulgares son jóvenes. La epidemia de grosería, que se ha tornado endémica, no es un fenómeno generacional sino sistémico.

Por la tarde salgo a la avenida cercana y bordeo el portal lateral del Mercado de Carlos III, por la calle Árbol Seco, donde diariamente los taxistas se agrupan para sus cotilleos entre un cliente y otro. En la ventanita de ventas toman café o se compran alguna bebida para refrescar las abusadas gargantas.

A cada momento las groserías salpican las charlas, en especial en las amigables discusiones a toda voz sobre la serie nacional de béisbol o sobre los precios de los automóviles, cuya venta recién comenzó por el Estado. La adolescencia ha quedado muy atrás entre ellos; muchos peinan canas y otros ya no conservan siquiera canas que peinar. Le pregunto a un parqueador septuagenario que cubre el área si esos habituales del portal siempre dicen palabrotas tan gruesas o es solo por la emoción del momento.

“Eso es normal aquí. Siempre dicen malas palabras, aunque haya cerca mujeres y niños. Ya no hay respeto. Y si les dices algo es peor, así que mejor quédate calladita la boca”.  Le aclaro que no pienso decirles nada.

En realidad, si fuera a reprender a todos los que se expresan con groserías tendría que pasar cada día completo regañando y hubiese recibido más de un gaznatón. En Cuba, hoy por hoy, la corrección de las maneras y del lenguaje se consideran una gazmoñería injustificable: impera el aserismo. Pero, ¿cómo y cuándo comenzó todo?

¡Asere, ¿qué bolá?!

Cierto que siempre han existido personas ordinarias y mal educadas, solo que en la actualidad la grosería ha invadido la sociedad cubana, al punto que ya no es posible sustraerse de ella. A contrapelo del discurso oficial que pregona sobre la instrucción y cultura de este pueblo, la vulgaridad –como forma particular de violencia– parece haber llegado para quedarse entre nosotros. Desde las palabrotas más gruesas hasta la impudicia masculinísima de orinar en la vía pública y a plena luz del día, la cotidianidad es cada vez más agresiva.

Si fuésemos a explicar la historia del imperio de la vulgaridad en la Isla utilizando algunos de los vocablos prosaicos que se han ido incorporando al habla cotidiana en diferentes épocas de estos 55 años a partir del igualitarismo ramplón impuesto como política de estado, probablemente solo un cubano crecido en este ambiente podría entender algo del léxico. Quizás el recuento podría sintetizarse así, y perdonen los lectores, solo pretendo ilustrar el caso.

En un principio fue un asere, que asaltó un cuartel con un grupo de ecobios, aunque él salió en pira cuando empezó la balacera. Aquello se puso malito y falto’e frío y los que se salvaron fueron pa’l tanque. Pero como eran unos locotes pinguses, al final ellos y otros moninas que se les pegaron por el camino cogieron el mazo aquí, por sus co…, le dieron el bueno envenena’o a Batista, que era un punto, y ahí empezó la burumba esta. Se acabaron la fineza y la blandenguería, que aquí todo el mundo es la misma salsa, así que al que le pique que se arrasque, y si no, “tunturuntun”, ¡qué bolá!, ¡y quimba pa’ que suene! ¿Cuál e’?

La generalización del mal hablar y la pérdida de las buenas maneras es ya un rasgo distintivo de la sociedad cubana de estos tiempos, al punto que el propio general-presidente, Castro II, ha manifestado públicamente su alarma por tanta chabacanería. La vulgaridad social, esa suerte de hija bastarda que ahora el régimen se niega a reconocer como propia, ha traspasado los límites del populacho y ha llegado a los umbrales sagrados de sus padres. Y los asusta. ¿Qué tal si un día tanta ordinariez descontrolada se convierte en violencia contra el trono?

Los diligentes pregoneros, por su parte, han respondido de inmediato al silbato del amo. “Lenguaje, ¿las buenas formas se fueron de viaje?” es un artículo donde la periodista oficial María Elena Balán Sainz, tras lamentarse de las malas formas del habla y de los modales que rigen actualmente en Cuba, en especial entre los más jóvenes, se adentra en un análisis sobre el origen del español hablado en la Isla y su parentesco léxico con otros países de la región, sobre la teoría evolucionista del lenguaje, su importancia en la comunicación humana y de su cuidado, por lo que insiste en que “Aunque aparentemente caiga en saco roto, no podemos dejar la batalla por el uso correcto de nuestra lengua, aunque existan tendencias marcadas en los últimos tiempos al lenguaje popular chabacano, en ocasiones con ingredientes vulgares.”

No pudo sustraerse ella misma a los lugares comunes que en Cuba hacen de cada cuestión una “batalla” y donde toda “estrategia oficial” naufraga en estériles campañas, aunque hay que reconocer las buenas intenciones de su artículo. Sin embargo, de su texto parece inferirse que la chabacanería y la vulgaridad surgieron súbita y espontáneamente entre nosotros, sin motivo ni razón alguna, con la misma naturalidad que si fuesen hongos sobre heces de animales en un potrero. Balán Sainz no menciona ni una sola vez la rusticidad soez de las consignas revolucionarias, las palabrotas de los mítines de repudio, la vulgaridad de agredir y golpear a los que no piensan como indica el credo verde olivo, la grosería estimulada y arropada desde el poder para tratar de anular moralmente al diferente:

¡“Reagan tiene saya y nosotros pantalones, 
tenemos un comandante que le roncan los co…..!”

Aquellas aguas trajeron estos lodos…

Utilizando ahora mis propias palabras para el recuento, diría que en un principio fue la violencia de una revolución social que alcanzó el poder por las armas; que expropió; que expulsó; que sembró las exclusiones por cuestiones políticas, de credo religioso, de preferencias sexuales; que impuso el igualitarismo, condenó las tradiciones, separó a los hijos del hogar de sus padres para adoctrinarlos, fracturó las familias, condenó la prosperidad, secuestró las libertades, sofocó las capacidades creativas y la independencia de los individuos, estandarizó la pobreza,  empujó a una emigración infinita que nos asuela y mutila. No puedo imaginar mayor vulgaridad.

Ahora, cuando ya Cuba parece una tierra arrasada, su economía arruinada y los valores extraviados entre las viejas consignas y las constantes decepciones, el régimen se perturba por la grosería y pobreza del lenguaje, que avanzan proporcionalmente con la crisis general del sistema.

Pero en algo tiene razón Balán Sainz, cuando nos recuerda que el léxico es reflejo de la realidad social. A un país empobrecido donde cada día se palpan con mayor acento la frustración, las precariedades de la supervivencia y la tendencia a la violencia, le corresponde un lenguaje pobre, vulgar y violento. Es parte del daño antropológico, tan magistralmente definido por Dagoberto Valdés.

¿Habrá soluciones? Por supuesto, pero tampoco serán espontáneas. Solo el final de la grosera dictadura castrista podría marcar el principio del fin del aserismo en Cuba.

Reproducido de Cubanet.com