EL CLERO CUBANO
DURANTE LAS GUERRAS DE INDEPENDENCIA
Por el Dr. Salvador Larrúa Guedes
Fueron
muchos los sacerdotes cubanos que querían ver libre a su Patria y que
padecieron grandes angustias por la libertad. Hay que recordar el caso del P.
Amador de Jesús Milanés, natural de San Salvador de Bayamo y cura de la Iglesia
de la Santísima Trinidad de Santiago de Cuba. Los españoles de la tropa del
general Blas Villate, Conde de Valmaseda, le ocuparon varias cartas de la
correspondencia que sostenía con su hermano Diego José, que fueron encontradas
en el campo de la insurrección, y con ese pretexto encarcelaron al P. Amador.
Su hermana, acompañada por sus dos hijas, se presentó ante el prepotente
general para pedirle la libertad de su hermano, y oyó llena de indignación
estas infames palabras, que para deshonra de las armas españolas el general
dijo a su edecán: «que estas dos señoritas que la acompañan vengan solas
mañana, a pedirme la libertad del P. Milanés». El honor y la virginidad de
las dos jovencitas eran el precio que el general quería cobrar por la libertad
de su tío el sacerdote.
Sobre el P. Manuel Torres Feria, párroco de la Iglesia de Jesús del Monte, San
Cristóbal de La Habana, es preciso contar un hecho muy interesante que fue
narrado por su sacristán mucho tiempo después:
La crueldad española, que no reconocía límites en esta tierra, hizo que este
sacerdote se viera obligado a pasar por el duro trance de tener que asistir en
sus últimos momentos y acompañar “al cuadro” al autor de sus días. Fue durante
la Guerra del 68 cuando a D. Anselmo Torres, padre de este sacerdote, lo
condujeron preso a La Cabaña, acusado de infidencia; y próximo estaba el día de
la ejecución, cuando recibe aviso el hijo de trasladarse a esa fortaleza. Una
vez allí, se entera con sorpresa de que su padre debía ser fusilado al
siguiente día; pero ya no era posible que el hijo abandonara al padre en esos
momentos tan terribles, y dominando sus sentimientos filiales, ocultando su
inmenso dolor, se queda con él toda una noche, la noche última que habían de
estar juntos, para, a la mañana siguiente, acompañarlo con lágrimas y oraciones
al lugar del suplicio.
Suena la fatídica descarga,
y ambos, padre e hijo, caen al suelo; el
primero, muerto; el segundo, transido de dolor. Terminada la ejecución,
pudieron observar que el Padre Torres no hablaba: se había quedado mudo; y ya
no volvió a recobrar por completo el uso de su elocuente y culta palabra.
Debemos recordar que durante la segunda mitad del siglo XIX una buena parte del
clero de la Isla estaba formado por sacerdotes cubanos, que estaban
compenetrados con los problemas de su país e históricamente afectados, como el
resto del pueblo del que eran parte, por los desmanes e injusticias de la
administración colonial, por lo que en su mayor parte optaron por la libertad
de Cuba sin acobardarse ante la posibilidad del destierro, la cárcel o la
muerte.
La conducta de la mayoría, una vez comenzada la guerra, no deja lugar a dudas.
Contaba ya 82 años el Padre Pedro Nolasco Alberre, cura de la villa de San
Cristóbal, Pinar del Río, cuando fue detenido por colaborar con los insurrectos
y condenado al destierro en la isla de Fernando Póo, frente a la costa
occidental de África.
El Padre Ricardo Arteaga –tío del que fue el Cardenal Mons. Manuel Arteaga
muchos años después– también fue a parar a la cárcel por su evidente y no
negada filiación mambisa.
Más triste fue la suerte del Padre Francisco Esquembre, párroco de la Iglesia
de Cumanayagua, Las Villas, que fue fusilado por infidente, y una lápida en
Yaguaramas recuerda su trágico final.
El Padre Pedro Soler, que no era cubano sino catalán, cura de San Agustín de
Aguarás, en las Tunas, era un gran simpatizante de la libertad de Cuba y se
marchó al campo de la insurrección en cuanto los mambises entraron en el
pueblo, uniéndose a las filas del Ejército Libertador, según se cree. El hecho
de haber desaparecido de su curato consta en los documentos oficiales, donde
consta que «se ignora su paradero desde que principió la insurrección».
Como muchos otros, también murió entre los mambises el Padre Miguel Antonio
García Ibarra, que era cura del pueblo de Sibanicú cuando se unió al Ejército
Libertador. Este hombre de Dios fue el que salvó la vida al cura y guerrillero
español P. Manuel González Cuervo, cuando cayó prisionero cerca del mismo
pueblo de Sibanicú y en juicio sumario, fue condenado a la última pena. Salvó
la vida por gestión del P. García Ibarra y falleció el 2 de agosto de 1914, siendo
Deán de la Catedral de Santiago de Cuba.
El seminarista Desiderio Mesnier, que fue combatiente en la Guerra del 95, se
marchó a la insurrección junto con otros compañeros de estudios en 1869,
ingresando en las fuerzas del coronel Silverio del Prado, pero por su poca edad
no lo aceptaron y lo devolvieron a sus familiares...
Por un decreto dictado el 12 de febrero de 1869, 250 cubanos fueron confinados
al destierro en la remota isla de Fernando Póo, acusados de infidencia:
encontramos entre ellos a cinco sacerdotes naturales de la Isla: el Pbro. José
Cándido Valdés, cura de Jaruco, de 60 años de edad, que figuró en la
conspiración de Ramón Pintó; el Pbro. José Miguel de Hoyos y Barrubia, cura de
Nuestra Señora de Guadalupe, partido de Peñalver; el Pbro. Adolfo del Castillo,
hermano de Honorato y tío del general de su mismo nombre y apellido, que era
capellán del Convento de las Hijas de María en Sancti Spíritus.
Además,
el Pbro. José Cecilio de Santa Cruz, natural de San Cristóbal de La Habana, de
53 años, párroco del Guayabal; y el Pbro. Rafael Sal y Lima, también natural de
la capital de Cuba, y que era cura de Calabazar. Fue sometido también a consejo
de guerra, encontrado culpable y encarcelado en virtud del anterior decreto, el
Pbro. Pedro Year.
El
párroco de Güira de Melena, Pbro. José Alemán, fue denunciado el 17 de mayo de
1869 como desafecto al gobierno junto con 73 personas más, vecinos todos de San
Antonio de los Baños.
Además fueron encarcelados o perseguidos por sus ideas el Pbro. Manuel Serrano
y Jaén, santiaguero, que era cura de San Luis del Caney, quien sufrió prisión;
el Pbro. Tomás Demetrio Serrano, de Puerto Príncipe; el anciano sacerdote Pbro.
Pedro Alberre, natural de La Habana, quien fue encarcelado cuando era cura de
San Cristóbal, el Pbro. Joaquín Alcarazo, cura de Guane, Pinar del Río, que fue
depuesto injustamente de su curato en 1877; el Pbro. Ismael José Bestard y
Romeu, hijo de Santiago de Cuba, que era cura párroco y vicario foráneo de
Manzanillo, fue suspendido en sus funciones sacerdotales y obligado a residir
en Santiago y a no salir de la ciudad, el Pbro. Antonio Hernández, natural de
Venezuela, que era cura de Santa Rita, en Holguín, fue considerado auxiliar de
la insurrección, apresado y conducido a la cárcel de Santiago de Cuba donde
estuvo preso con los PP. Diego José Batista, de más de 80 años, a quien ya
conocemos, y Juan Luis Soleliac.
Voy a citar de nuevo al P. Francisco Esquembre y Guzmán, cura párroco de
Nuestra Señora del Rosario en Yaguaramas, Las Villas, quien en virtud de
sentencia impuesta en consejo de guerra sumarísimo y verbal por delito de
infidencia, fue fusilado el 3 de mayo de 1870:
«Una modesta y sencilla columna se alza hoy en el Paseo de la Independencia,
en Cienfuegos, para recordar a las presentes y futuras generaciones que, por
bendecir la bandera de la Patria, fue fusilado un sacerdote cubano con escarnio
de la Ley, el Derecho y la Justicia...»
La Guerra de los Diez Años continuaba. Guiados por la Virgen de la Caridad, los
mambises golpeaban duramente al enemigo. Parecía milagroso que unos cinco o
seis mil hombres armados casi desnudos, con muy escasas municiones y siempre
hambrientos y faltos de los abastecimientos más elementales, lucharan y
vencieran a los poderosos ejércitos de España, bien armados y entrenados,
dentro del pequeño territorio de la Isla. No podían recibir socorros del
exterior, sino de forma muy limitada y riesgosa. No tenían fronteras a través
de las cuales pudieran llegar refuerzos de las antiguas posesiones españolas de
América. Los mambises hicieron posible lo imposible: una Isla de poco más de un
millón de habitantes se enfrentaba a la Metrópolis europea, la hacía temblar, y
la vencía en numerosas batallas...
Aquellos hombres casi desarmados poseían, sin embargo, el arma invencible de la
Fe, al saber que la Virgen de la Caridad, como exclamó una vez Antonio Maceo,
estaba peleando con ellos en la manigua...
Remitido por María del Carmen Expósito