19 de septiembre de 2012

EL PASADO SE LLAMABA PARACUELLOS


El pasado se llamaba
Paracuellos

Por Alfredo Semprún
La Razón, Madrid

  Santiago Carrillo siempre negó su responsabilidad en las matanzas de presos ocurridas en Madrid durante los meses de noviembre y diciembre de 1936. Un número aún por determinar (entre 2.500 y 7.000) de asesinados sin juicio, militares, religiosos, falangistas, tradicionalistas, militantes de derechas, católicos sin adscripción, intelectuales y políticos que estaban recluidos desde el comienzo de la rebelión y habían escapado a los tempranos paseos de julio y a las sacas de agosto.

Reconoce los hechos, pero los atribuye a la existencia de «miles de incontrolados» que interceptaban los autobuses y camiones que trasladaban a los detenidos fascistas a las cárceles de retaguardia. Sus recuerdos de aquellos meses dibujan una capital sumida en el caos, acosada por las tropas de Franco en el Manzanares y por la «quinta columna» en el mismo corazón de la ciudad, que se compadece mal con la vigorosa defensa, bien planteada, organizada y sostenida, que llevaron a cabo las tropas republicanas y las Brigadas Internacionales.

Es una constante en la historiografía sobre nuestra Guerra Civil la representación de un «caos republicano» frente al orden franquista. Es, sin duda, una caricatura, pero no inocente. En el «caos», las responsabilidades se diluyen y la culpabilidad de unos actos verdaderamente execrables se descargan sobre el amorfo concepto «del pueblo», como si todos los que lucharon por la República fueran gentes patibularias de gatillo fácil.

No. En Madrid, el 7 de noviembre de 1936, las cosas no iban bien, es cierto; el Gobierno se había largado a toda prisa y había dejado al mando de la Junta de Defensa a dos militares, Miaja y Rojo, considerados de simpatías fascistas, para que se las vieran con los de Franco cuando tomaran la ciudad. En esa Junta el responsable de Orden Público fue Carrillo, jefe de las Juventudes Socialistas Unificadas, afiliado al Partido Comunista el día 6 de noviembre, y uno de los pesos pesados en aquel remedo de Gobierno provisional. Con él, había otros, no menos importantes: Mijail Kolstov y Nikloski Orlov, oficiales soviéticos con experiencia sobrada en el asunto que nos entretiene…

Veamos la versión de Santiago Carrillo, tal y como la plasmó en sus memorias, editadas por Planeta en 1993. «En los alrededores de Madrid merodeaban miles de incontrolados. Con armas; muchos de ellos provenientes del territorio tomado por los franquistas, que habían perdido familiares y amigos por la represión y que se hallaban animados de un odio cerval».

Es decir, que él, como delegado de Orden Público en la Junta de Defensa de Madrid, se había limitado a llevar los presos a otras cárceles de la retaguardia, pero, que en el camino «alguien» había interceptado los autobuses. Madrid tenía al enemigo «ad portas», pero, al parecer, se permitía el lujo de prescindir de miles de «incontrolados» armados que pululaban por la retaguardia. No, en la retaguardia estaban los Comités de Vigilancia encargados de la represión. Y, se mire como se mire, Carrillo era su jefe.

Muchos años después, Rafael Luca de Tena relataba al historiador Carlos Fernández sus recuerdos de aquellas noches del 36. Estaba preso en la cárcel de San Antón con su hermano Cayetano, Julián Cortés Cavanillas y Pedro Muñoz Seca. Era la noche del 27 de noviembre. Los milicianos llegaron al patio con una lista de doscientos presos. En la puerta esperaban autobuses de dos pisos. Hacía frío y Muñoz Seca iba sin abrigo. Le pidieron que se quedara cerca de ellos, pero los hados hicieron que se subiera a otro autobús.

En el camino, su transporte se despistó del convoy y se perdió. En un cruce, cerca de Barajas, se toparon con una patrulla del Comité de Vigilancia. «Traemos una cuadrilla de fascistas para fusilar». Pero en el control no sabían nada. Siguieron dando vueltas  hasta dar con la carretera de Valencia.

–El Papa es un cabrón. Esa es la contraseña, dijo el chófer.

–Que el Papa es un cabrón, estamos de acuerdo, pero nosotros, de contraseña, no sabemos nada. Acercaos a la cárcel de Alcalá y preguntar.

El autobús llegó a Alcalá. Presos y milicianos se fueron a dormir. Amanecía y a unos kilómetros, el cadáver de Muñoz Seca, junto con otros doscientos «fascistas», era arrojado a una fosa común cuidadosamente preparada de antemano en Paracuellos del Jarama.

Carrillo siempre negó su responsabilidad. Pero él, y sus soviéticos consejeros, eran los que estaban al mando.

EL HOMBRE QUE DESTRUYÓ EL PARTIDO COMUNISTA EN ESPAÑA



El hombre que destruyó
el partido comunista en España
Por César Vidal 
La Razón, Madrid

El final de la Guerra Civil española no sorprendió a nadie.  Los vencedores no habían dejado de avanzar desde el primer día y los vencidos, desde Teruel y, sobre todo, desde el Ebro, sabían que no había nada que hacer.  No sorprende que, al final, dieran un golpe de Estado contra Negrín para forzar el final de un conflicto perdido. 

Esa amarga sensatez de la derrota tuvo una excepción, la de un PCE (Partido Comunista Español) que aún creía en que descendiera Stalin como «deus ex machina» para arrebatar el triunfo militar a Franco.  Fue así como sus dirigentes salieron mal que bien de España hacia el exilio con el despiste de no comprender lo sucedido y el ansia de ajustar las cuentas a todos.

Santiago Carrillo escribió una carta memorable a su padre Wenceslao, uno de los alzados contra Negrín, negando su condición de hijo y afirmando que lo mataría de estar en su mano. Su progenitor lo disculpó de esa manera que sólo saben hacer los padres con un vástago totalmente echado a perder.

Que aquel racimo de revolucionarios vencidos era un montón de juguetes rotos lo sabía mejor que nadie el señor del Kremlin.  Stalin colocó a Pasionaria como esfinge inútil a la que había que contemplar y no hacer ni caso, se deshizo de Díaz en un episodio que nunca se supo si era suicidio o asesinato y comenzó a buscar a alguien especialmente desalmado para que tirara de las riendas del partido tras su previa unción de jerarca máximo del comunismo mundial.

Encontró al necesario lacayo en Santiago Carrillo, un joven que había sido submarino del PCE en la unificación de las juventudes socialistas y comunistas; que había recibido los elogios de Dimitrov y Stepanov por realizar asesinatos en masa en la retaguardia madrileña y que no tenía escrúpulo alguno a la hora de obedecer órdenes de los agentes soviéticos.

Jorge Semprún diría décadas después al autor de estas líneas que Carrillo era el único superviviente de aquella generación y que se iría con sus secretos a la tumba. No se equivocó. En sumisión total a Stalin, Carrillo, antes de acabar la guerra mundial, lanzó a sus huestes a la conquista del valle de Arán pensando que podría lograr en España lo que el PCI (Partido Comunista Italiano) había conseguido en Italia o el PCF (Partido Comunista Francés) pretendía conseguir en Francia.  Pero Carrillo no era Togliatti.  Así, su delirio cosechó un esperado fracaso que se solventó a la staliniana, es decir, ordenando el asesinato de los presuntos culpables del desastre a manos de sus propios camaradas. 

Carrillo repetiría aquella táctica stalinista una y otra vez a lo largo de su vida. Infamaría a camaradas entregados como Quiñones o Comorera simplemente para que quedara claro que él no se equivocaba y que si los resultados no eran los esperados se debía a los traidores infiltrados, pero no a su falta de visión. 

La invasión de Checoslovaquia por los tanques soviéticos lo enfrentó por vez primera con unas bases que se sentían incómodas ante los dictados de Moscú.  Apoyándose en Claudín, antiguo compañero de la guerra, y Semprún, el intelectual del PCE por eso de que, al menos, sabía idiomas, Carrillo adelantó las líneas maestras de lo que luego sería el eurocomunismo. Sin embargo, semejante paso no significaba que fuera a ceder el poder. 

En una secuencia extraordinaria de «¡Viva la clase media!», un José Luis Garci actor ponía de manifiesto cómo el PCE eran cuatro y el de la vietnamita y la famosa huelga general pacífica que derribaría a Franco no pasaba de ser un delirio basado en el desconocimiento de la España que se pensaba redimir. Así lo expusieron Claudín y Semprún, que fueron expulsados del PCE tras una tormentosa reunión celebrada –y grabada– en el este de Europa y en la que tuvieron que escuchar cómo la semianalfabeta Pasionaria los calificaba a ellos, cabezas pensantes del partido, como «cabezas de chorlito».

En adelante, Carrillo – retratado magníficamente en la autobiografía de Federico Sánchez de Semprún– se dedicaría a esperar el «hecho biológico» de la muerte de Franco mientras disfrutaba de la sofisticada hospitalidad de dictadores como Ceaucescu. 

De regreso a España, soñó –nunca mejor dicho– con llegar a un «pacto histórico» con Suárez que le permitiera convertir al PCE en la fuerza hegemónica de la izquierda. Pero la España de los setenta no era la Italia de los cuarenta y Carrillo sólo consiguió soliviantar a unas bases del interior que, más allá del mito, encontraban totalmente indigeribles a unos comunistas regresados que no tenían la menor idea de la realidad del país.

Las derrotas electorales lo obligaron a abandonar la secretaría general de un PCE ya destruido por su obra y gracia para los restos. Se convertiría así en un fantasma, contertulio de radios y engañador en memorias, que, en la época de ZP (Rodríguez Zapatero), llegó a soñar con contemplar rediviva la revolución que había fracasado en los años treinta aunque eso significara aliarse expresamente con el islam como fuerza revolucionaria contra el capitalismo. 

Al final, el tren de la Historia ha atropellado al hombre que destruyó el PCE.  Como en tantas ocasiones, esta vez el ferrocarril llegó con retraso.

POR QUÉ UN PAPEL DE ALUMINIO RECIEN SACADO DEL HORNO NO NOS QUEMA CUANDO LO TOCAMOS?



¿Porqué un papel de aluminio 
recien sacado del horno
no nos quema cuando lo tocamos?

La sensación de quemadura es la respuesta sensorial a un proceso de transferencia de calor desde el foco caliente –bien sea un cubierto, otro metal o papel de aluminio recién sacado del horno– hasta el foco frío, es decir, nuestros dedos.

 Si se transfiere una cantidad de calor lo suficientemente grande entre el foco caliente y el foco frío, se produce una evaporación brusca del agua tisular, con la consiguiente destrucción de las estructuras biológicas de la epidermis.
  
 Si comparamos un cubierto caliente con papel de aluminio recién sacado del horno, el papel de aluminio es un depósito que tiene almacenada una cantidad de calor mucho menor que el cubierto debido, sobre todo, a su menor masa. 

El papel de aluminio, por lo tanto, a pesar de estar muy caliente, no tiene almacenado suficiente calor como para producir quemaduras: de hecho, en ocasiones, ni siquiera lo sentimos caliente cuando lo sacamos del horno. Sin embargo, un cubierto caliente, con una masa mucho mayor, sí puede tener almacenada energía suficiente como para producir una quemadura.


Por Eduardo Martínez Tamayo. Instituto de Ciencia de los Materiales. Parque Científico, Universidad de Valencia.